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– Gracias. Gene Hackman me gusta.

– Y a mí también. Parece usted un actor.

– Pues no lo soy. ¿Por qué lo dice?

– Por su pin.

Así, de pronto, Harry no entendió a qué se refería, pero en seguida recordó el pin que su sobrina Jennifer (la hija mayor de Phil) le había regalado. Llevaba un minúsculo grabado del rostro de un actor, con la inscripción del premio que Jennifer ganó en la clase de arte dramático del instituto. Hacía cosa de un año que ella se lo prendió en la solapa de aquella chaqueta de sport, y allí se había quedado. No se había dado cuenta de que lo llevaba. Maura Hughes, en cambio, había visto el pin desde casi tres metros de distancia.

– Es usted muy observadora -dijo Harry.

– Pues sí, lo soy mucho -dijo Maura, que de pronto empezó a rebullirse y a porfiar por librarse de sus ataduras.

– ¡Puñeta, Gene! -masculló-. ¿No has traído el quitapenas? Me prometiste… ¡Joder, Gene! ¡Cuidado! ¡Ahí en la pared, junto a tu cabeza! ¿Qué es eso? ¿Un escorpión o una gamba?

Harry no tuvo más remedio que mirar a la pared.

– Intente descansar un poco -le dijo antes de volver a acercarse a su esposa, que estaba echada boca arriba y miraba al techo.

«No te me cierres en banda -sintió el impulso de decirle-. Después de nueve años juntos, por lo menos en un día como hoy podría sincerárseme.»

– No hay una sola cama libre en toda la planta -dijo, sin embargo, Harry-. No os pueden trasladar a ninguna de las dos. Pero si las enfermeras no pueden darle más medicamentos, quizá puedan darte algo a ti.

– A mí no quiero que me den nada -replicó Evie sin dejar de mirar al techo-. Deseo tener la cabeza completamente despejada el mayor tiempo posible.

– Lo entiendo, pero ya verás como todo va bien.

Entonces reparó Harry en el gotero. Una solución de dextrosa al 5 % que fluía por el tubo.

– ¿Cuándo te lo han puesto?

– Hace unas horas.

– No me había fijado. No entiendo por qué te lo han puesto ahora, en lugar de mañana en el quirófano. ¿Quién lo ha ordenado?

– El anestesista, según creo que ha dicho la enfermera.

– Hummm.

– ¿Qué importancia tiene?

– Supongo que ninguna.

Se hizo un embarazoso silencio que Evie se decidió a romper al cabo de unos momentos.

– Escucha, Harry, creo que necesito estar sola.

Sus palabras le sentaron como un bofetón. La miró sin saber qué replicar.

– ¿Podrías hacer el favor de decirme qué es lo que ocurre? -le preguntó al fin.

– No ocurre nada. Sólo que tengo… demasiadas cosas en la cabeza -contestó ella con un hondo suspiro que alivió un poco su tensión-. Mira, me han dicho que puedo comer hasta medianoche. ¿Me haces un favor? Me muero por un batido de chocolate de Alphano. Me traes uno y luego hablamos. ¿Te parece?

Alphano, la heladería de moda, estaba a dos manzanas de su apartamento -nada menos que quince minutos en coche, si el tráfico lo permitía-, pero con tal de hacer algo por ella, aunque fuese trivial, se resignó.

– De acuerdo -le dijo ya en pie-. Estaré de vuelta dentro de una hora, y… no tenemos por qué hablar; me conformo con quedarme un rato a hacerte compañía.

Harry se inclinó a besarla. Tampoco esta vez correspondió ella, pese a que él repitió el beso en la frente.

– Gene, Gene, ¿a que no sabes lo que canta el nene? -canturreó Maura al verlo pasar.

Harry hizo caso omiso y salió al pasillo. El portero había terminado de pasar la enceradora y estaba arrodillado en el suelo, mientras seguía con el walkman puesto y miraba con cara de circunstancias los entresijos del motor de la enceradora, que parecía fallar.

Al pasar junto a él, Harry sintió cierta complacencia al comprobar que el trabajo de aquel hombre no estaba del todo exento de complicaciones.

Siguió por el pasillo, y la enfermera Sue Jilson le sonrió al verlo acercarse.

– ¿Se marcha tan pronto?

– Es que mi esposa quiere un batido de chocolate que sólo preparan en una heladería de la avenida 19. Volveré sobre las nueve y media, si no le importa.

– No hay problema.

– ¿Quiere usted uno?

– Se lo agradezco, pero no. Les he prometido a mis téjanos que me los pondré. ¿Qué tal la quejica?

– Nerviosa y un poco desorientada. Quizá le toque ya darle la medicación.

– Iré a comprobarlo. No sabe cómo suspiramos todos por poder tranquilizar a Maura.

– Gracias. Hasta dentro de una hora.

Harry salió del hospital y fue en coche al West Side. Lloviznaba y el tráfico era intenso.

En Alphano había más cola de lo normal. Servían con una lentitud exasperante. Al corresponderle el turno pensó que, a lo mejor, el helado dulcificase a Maura Hughes, por lo que pidió dos. Si a ella no le apetecía, haría un sacrificio y se lo tomaría él.

No salió de la heladería hasta las nueve y media, y llegó al hospital casi a las diez. Después de las horas de visita, sólo quedaba abierta la puerta de la entrada principal. Harry cruzó el desierto vestíbulo y le mostró su identificación al vigilante de seguridad, cuya mesa bloqueaba el pasillo principal.

– Tendré que pedirle que firme aquí, doctor -le dijo el vigilante-. Son más de las nueve.

Harry garabateó su firma y anotó adónde iba.

– Planta nueve del edificio Alexander -leyó el vigilante-. ¿Va a…?

– ¡Doctor Richard Cohen! Acuda urgentemente a la habitación novecientos veintiocho del edificio Alexander -se oyó a través de los altavoces.

Harry echó a correr hacia los ascensores. Dedujo que algo debía de ocurrirle a Maura Hughes. No la había visto precisamente con muy buen aspecto, aunque tampoco parecía correr un peligro inminente. De pronto, recordó que Richard Cohen pertenecía al mismo grupo de neurocirujanos que Ben Dunleavy, que era el de Evie. Sin duda, Cohen debía de estar de servicio aquella noche. Le sobrevino un negro presentimiento. Pulsó nerviosamente el botón del ascensor hasta que bajó. Le pareció que tardaba una eternidad en llegar a la planta 9 del edificio Alexander.

La habitación 928 estaba hacia mitad del pasillo de una de las alas. Ni tras el mostrador de las enfermeras ni en el pasillo adyacente se veía a nadie. Harry dejó la bolsa de Alphano en el mostrador con el corazón en un puño y echó a correr hacia la habitación. En cuanto asomó por el pasillo perpendicular vio confirmado su presentimiento: había media docena de enfermeras y de estudiantes de medicina frente a la puerta de la habitación 928, y todos trataban de ver lo que ocurría en el interior.

Maura Hughes, todavía sujeta a la cama, estaba al fondo del pasillo y, junto a ella, un joven agente de policía de uniforme le acariciaba la mano.

Al irrumpir en la habitación, Harry se encontró con un panorama con el que, por desgracia, se había encontrado muchas veces: entre una maraña de tubos y cables, varios médicos, enfermeras y técnicos iban de un aparato a otro, se cercaban a la cama y se alejaban como un pelotón de hormigas en pleno trajín. La diferencia estribaba en que, en esta ocasión, quien estaba en el centro del caos, intubada y con respiración asistida, era su esposa.

Aproximadamente cada diez segundos extendía los brazos, volvía las palmas de las manos hacia dentro y las separaba del cuerpo. Era una postura tan poco natural que sobrecogía (postura de «descerebración», la llamaban). Un síntoma de muy mal pronóstico. Casi con toda seguridad, su aneurisma había reventado. Se acercó a su cama. La enfermera Sue Jilson fue la primera en verlo.

– ¿Cuándo ha ocurrido? -preguntó Harry.

El neurocirujano que dirigía las medidas de reanimación alzó la vista.

– Es el doctor Corbett, su esposo -le aclaró la enfermera.