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– Ah, perdone -dijo el neurocirujano-. Parece que su aneurisma ha reventado. El doctor Cohen le hace el turno al doctor Dunleavy. Me acaban de decir que viene de camino.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Harry-. Estaba con ella hace una hora y se encontraba perfectamente.

Sue Jilson meneó la cabeza.

– Una media hora después de que se marchase usted, he entrado para darle la medicación a Maura y he oído un quejido al otro lado de la cortina. Al mirar, he visto que su esposa había vomitado y que estaba casi inconsciente. Tenía la presión tan alta que me he alarmado. Además, tenía una pupila dilatada.

Al mirar a Evie, Harry no acabó de relacionar lo que veía con lo que sabía de las hemorragias cerebrales. Le levantó con suavidad los párpados. Tenía las pupilas tan dilatadas que apenas se veía el color del iris. Parecía imposible, pero estaba prácticamente muerta.

El doctor Richard Cohen irrumpió en aquel momento en la habitación. Estaba al corriente de la historia clínica de la paciente y se la refirió, casi sin resuello, al neurocirujano, que le hizo un apresurado resumen de lo ocurrido en los últimos treinta y ocho minutos.

– Ha hecho usted todo lo debido -le dijo Cohen al examinar los ojos de Evie con un oftalmoscopio.

El neurocirujano comprobó entonces los reflejos de la paciente y su reacción al dolor. Luego utilizó la cabeza del martillo para pasárselo por las plantas de los pies, describiendo un arco desde el talón al pulgar. El llamado «reflejo de Babinski» (que el pulgar se levante en lugar de encogerse) era un grave, gravísimo síntoma de que su corteza cerebral, la parte pensante de su cerebro, ya no enviaba órdenes de movimiento al resto de su cuerpo. Harry lo miró estupefacto.

– Le haremos un escáner -dijo Cohen visiblemente entristecido-, pero, con toda honestidad, dudo de que haya lugar a llevarla al quirófano. Tiene una enorme inflamación cerebral y graves papiledemas en ambos discos ópticos.

Papiledema: inflamación del nervio óptico causada por una grave y a menudo irreversible presión craneal. El dato no hacía sino agravar el estremecedor cuadro.

– Ella… Ella no quiere que se la mantenga viva a ultranza -musitó Harry.

– La presión sigue altísima -dijo otro médico.

– Pues es muy raro, porque la hemos atiborrado de antihipertensores, y como si nada -exclamó Cohen.

– Pero… ¿no cree que es lógico que tenga la presión tan alta después de una fuerte hemorragia? -preguntó Harry.

– Inicialmente, quizá. En casi todas las hemorragias cerebrales se produce un período de acusada subida, pero los pacientes casi siempre reaccionan a los tratamientos convencionales para bajarla, y los médicos que la han atendido aquí ya han agotado todos los recursos.

– Dios mío -exclamó Harry, tan abatido como desconcertado.

– Seguiremos intentando bajarle la presión -dijo el neurocirujano-. Y le haremos un escáner para documentar lo que ya sabemos. Entretanto, Harry, aunque me hago cargo de lo difícil de esta situación, hay algo en lo que debería pensar ya.

– Entiendo -musitó Harry.

Evie era una mujer joven y sana cuyo único problema orgánico era el aneurisma. En aquellos momentos, su cuerpo era lo que más podía ansiar un especialista en trasplante de órganos, fuente de vida para muchas personas.

– Hagan el escáner y luego les comunicaré mi decisión. Por si acaso, vayan preparando la documentación.

Capítulo 7

Al cabo de media hora, lograron ganar la batalla para vencer la altísima presión sanguínea de Evie, pero todo el personal médico que la atendía era consciente de que habían perdido la guerra.

Harry aguardaba de pie, sumido en la mayor impotencia, mientras un técnico ajustaba los mandos del aparato que le proporcionaba a Evie la respiración asistida: lo único que aún la mantenía con vida. Le inyectaban suero en ambos brazos y tenía el estómago, la vejiga y los pulmones intubados. No pasaba un minuto sin que, sin razón aparente, todo su cuerpo se crispase y estirase, adoptando una postura característica en las descerebraciones. Era una pesadilla que Harry había visto muchas veces a lo largo de su vida profesional y en Vietnam, pero nunca había logrado acostumbrarse. Como es lógico, en aquel caso aún lo afectaba más.

Para Harry era tanto más doloroso porque, en su fuero interno, se negaba a aceptar el hecho de que ya no había nada que hacer.

«Esperen. Denme otros cinco minutos. Tengan un poco de paciencia. Esta mujer va a reaccionar y va a salir de aquí por su propio pie… Ya lo verán…»

– No, gracias -le dijo a una enfermera que le ofrecía café-. He de… Tengo que llamar a la familia de Evie.

Harry miró hacia el pasillo. Maura Hughes parecía más calmada. Su hermano, un pelirrojo de rostro aniñado que no encajaba con su uniforme, seguía sin dejar de acariciarle la mano mientras observaba la tragedia que tenía lugar en la habitación 928.

Eran las once menos cuarto. La unidad de escáner quedaría libre dentro de cinco minutos. Se habían enviado muestras de sangre al laboratorio para incluir los datos en la ficha de Evie. Cuando estuviera lista del escáner -en el supuesto de que no detectasen nada que los animase a operarla-, procederían a hacerle una serie de electroencefalogramas. Si con un intervalo de doce horas dos electroencefalogramas daban «plano» o casi «plano», se dictaminaría la muerte cerebral.

Harry se secó inadvertidamente una lágrima que había rodado por su mejilla.

– ¿Se puede saber qué puñeta pasa aquí, Corbett?

Semiaturdido, Harry se dio la vuelta. Caspar Sidonis estaba a un par de metros de distancia, con los brazos en jarras y expresión colérica.

– No sé de qué me habla -masculló Harry-. De todas maneras, en estos momentos estoy un poco ocupado. Mi esposa…

– ¡A Evie me refiero! -le espetó Sidonis-. Pero… bah… Dejémoslo correr.

Sidonis irrumpió airadamente en la habitación. El neurocirujano Richard Cohen le examinaba de nuevo los ojos a Evie. Sue Jilson estaba al otro lado de la cama y le ajustaba a Evie el tubo del gotero.

– ¿Qué ha pasado aquí, Richard? -preguntó Sidonis.

– Ah, hola, Caspar. ¿Es paciente suya?

– No. Es… es una íntima amiga.

– Bueno, pues su esposo está allí…

– Lo que él diga me tiene sin cuidado, Richard. Quiero que me lo cuentes tú. ¿Qué ha pasado?

Fue una orden más que una petición. Cohen se rehízo en seguida de la sorpresa que le produjo el talante agresivo del médico.

– ¿Sabe que estaba en preoperatorio para extirparle un aneurisma?

– Sí, sí. Naturalmente que lo sé.

– Pues hace un rato esta enfermera, Sue Jilson, ha entrado, la ha encontrado inerte, con una pupila muy dilatada y una tremenda subida de la presión. La hemos atiborrado de fármacos y nos ha costado lo nuestro conseguir que le baje la presión. Ahora está a trece, pero, entretanto, se le ha dilatado la otra pupila. Tiene un papiledema bilateral que indica una enorme presión endocraneal y… adopta la postura típica de…

– ¡Madre mía! -exclamó Sidonis, muy afectado.

Harry observaba desde la entrada. Se quedó estupefacto al ver que el cardiocirujano le acariciaba delicadamente una mejilla a Evie. Richard Cohen y Sue Jilson se quedaron boquiabiertos.

– ¿Tiene alguna posibilidad, Richard? -preguntó Sidonis.

Para un médico, sobre todo para alguien tan prestigioso como Sidonis, la respuesta a la pregunta era obvia. El neurocirujano lo miró sorprendido.

– Pues… verá… No lo creo, Caspar -contestó Richard-. Esperamos bajarla a que le hagan un escáner y los electroencefalogramas.

– ¿Estaba él aquí con ella? -preguntó Sidonis señalando a la puerta.