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– ¿Cómo dice?

Hasta aquel instante Harry no había logrado salir de su perplejidad ante lo que se palpaba en la habitación. Que él supiese, Sidonis y Evie sólo podían haberse visto, de pasada, en alguna fiesta. Lo cierto era que Evie nunca le había hablado de él.

– ¿Conoce usted a mi esposa, Caspar?

Sidonis dio media vuelta como un gato sobresaltado.

– Sabe perfectamente que sí. ¿Estaba usted aquí con ella antes de… antes de que ocurriera?

– Naturalmente que estaba con ella. Es mi esposa. Pero ¡se puede saber…!

– ¿Ha entrado aquí alguien más aparte de él, Richard?

– ¿Cómo dice?

– Digo que si ha estado aquí con Evie alguien más después de Corbett -dijo Sidonis casi a voz en grito.

– Cálmese, Caspar, cálmese -trató de tranquilizarlo Cohen-. Hablemos en el pasillo.

Al salir los tres médicos, seguidos de Sue Jilson, sólo quedó con Evie el técnico en respiración asistida.

– ¿Se puede saber qué pasa? -musitó Cohen-. ¿No tendrá esto nada que ver con la asamblea de esta mañana, verdad?

Sidonis estaba tan furioso que apenas lograba dominarse. Gesticulaba fuera de sí, desentendido de Maura Hughes y de los dos médicos que estaban junto a ellos.

– Me he limitado a preguntar si ha entrado alguien en la habitación desde que Corbett… perdón, el doctor Corbett, se marchó y el momento en que advirtieron lo de Evie.

– Creo que yo puedo contestar a esa pregunta -terció Sue Jilson-. No ha entrado nadie más. El doctor Corbett no se ha marchado hasta las ocho y cuarenta y siete. Lo tengo anotado. Después de las ocho sólo se puede bajar al vestíbulo en ascensor, y hay que pasar por el control de las enfermeras. El agente Hughes, que es el hermano de Maura, el que está allí con ella ha llegado a la planta hacia las nueve y media, pero ya habíamos entrado a ver qué le ocurría a la señora Corbett. Puede corroborárselo Alice Broglio, la otra enfermera de la planta.

– Lo sabía… -masculló Sidonis con los puños crispados.

– ¿Querría hacer el favor, Caspar, de decirnos de qué va todo esto? -le preguntó Cohen.

– Pregúntenle a él.

– ¿Harry?

– No sé de qué va -repuso Harry.

– ¡Qué cinismo! -le espetó Sidonis-. Evie lo iba a dejar por mí, como sabe usted muy bien. Se lo dijo anoche en el restaurante al que lo llevó, el SeaGrill. ¿No ve que sé incluso adonde fueron? ¿Qué le ha hecho?

– ¡Será cabrón! -replicó Harry, furioso.

La cólera y el odio que Harry sentía se unieron a su mortificante desesperación. No tenía ninguna razón para no creer lo que acababa de oír: Evie y el maldito Caspar Sidonis… De pronto, todo encajaba: tantos meses de frío distanciamiento, sus idas y venidas a horas desusadas, los viajes fuera de la ciudad, las excusas para rehuir la relación sexual, la misteriosa llamada del día anterior. «Tengo que hablar contigo, Harry…»

De Sidonis, claro.

¡Mientes, cabrón!, sintió el impulso de gritarle, pero comprendió que Sidonis decía la verdad. Llevaba meses sin lograr sobreponerse a una persistente e inexplicable tristeza, y ahora comprendía a qué era debida.

Sin decir palabra, Harry dio media vuelta y entró en la habitación 928.

– Déjeme a solas con ella un minuto -le dijo al técnico-. Lo llamaré si surge algún problema.

Harry apagó la luz de la lamparita de la cabecera de la cama, se acercó una silla y se sentó junto a Evie. Al lado, la máquina de respiración asistida producía un sordo zumbido, insuflaba un chorro de oxígeno enriquecido en los pulmones de Evie.

Hacía diez años que Evie y él se conocieron. Diez años. Los presentó un amigo común, convencido de que eran el uno para el otro. Con ella, Harry se sentiría más motivado, sería más espontáneo y se animaría a conocer un poco de mundo (porque tenía el pasaporte casi sin estrenar). Evie conseguiría la serenidad y el equilibrio que tan desesperadamente necesitaba. Ella sería la vela y él el timón. Y la verdad era que había funcionado, por lo menos durante cierto tiempo. Al final, sin embargo, ella fue incapaz de cambiar. No había nada que hacer. Siempre aspiraba a más. Ahí estaba el problema.

– Puñeta, Evie -musitó Harry-. ¿Por qué no te sinceraste conmigo? ¿Por qué no me contaste lo que ocurría? ¿Por qué no nos has dado una oportunidad?

Introdujo el brazo entre los barrotes de la barandilla y le cogió la mano. Había sido una estupidez y una ingenuidad creer que Evie podía cambiar; incluso pensar que tuviese, de verdad, la intención de cambiar. Una mano se posó suavemente en su hombro.

– ¿Se encuentra bien, Harry? -le preguntó Doug Atwater, que lo miró con cara de preocupación.

– ¿Cómo?… Ah, hola, Doug. La verdad es que no. No me encuentro nada bien.

– ¿Qué le pasa a Sidonis? Ha ido a la sección de las enfermeras a llamar al forense y a la policía. Le he preguntado qué ocurría y se ha limitado a fulminarme con la mirada. Poco le ha faltado para decirme una grosería.

Harry meneó la cabeza. Aquello era una pesadilla. El forense… la policía…

– No sé lo que ocurre, Doug. A Evie se le ha reventado el aneurisma. No hay nada que hacer.

– ¡Oh, Dios mío!

– Sidonis acaba de decir que se acostaba con ella y que Evie me iba a dejar por él. Cree que ella me lo contó anoche, y no es cierto.

– Oh, Harry. No sabe cuánto lo siento, amigo mío.

– Ya lo sé. Pero… ¿qué hace aquí a estas horas?

– Es que he ido al cine con Anneke. He pasado sólo a recoger unos papeles, y el vigilante me ha dicho lo que pasaba. He dejado a Anneke en mi despacho y he subido. ¿Por qué ha llamado Sidonis a la policía?

Harry soltó la mano de Evie y se alejó de la cama. La idea de que Caspar Sidonis tocase a su esposa le resultaba tan triste como repulsiva.

– Yo he sido el último que ha estado con ella. Debe de sospechar… aunque me importa bien poco lo que él piense.

Harry salió de la habitación seguido de Doug Atwater. Acababa de llegar la camilla para bajar a Evie a que le hiciesen el escáner.

Richard Cohen miró a Harry y se encogió de hombros.

– Harry, Caspar ha ido a llamar al forense y a la policía. Está convencido de que usted le ha dado algo a su esposa para que le suba la presión. Me parece que voy a llamar a Bob Lord y a Owen para ponerlos al corriente -dijo Cohen.

Lord era el jefe del personal médico y Owen Erdman el director del hospital.

– Llame a quien le dé la gana -dijo Harry-. Esto es ridículo.

– Ya aviso yo a Owen -se ofreció Atwater-. ¿Es que Sidonis se ha vuelto loco o qué, Richard?

– Loco, no sé -replicó el neurocirujano-, pero que está hecho una furia sí. Asegura que habló con su esposa al salir ustedes dos de casa anoche y que ella le juró que iba a decirle a usted lo suyo.

– Pues no me dijo nada.

– Escuche. No podemos quedarnos cruzados de brazos. Llamaré a Lord desde radiología. No se mueva de aquí. En cuanto haya visto el escáner subiré a hablar con usted. La especialista en electroencefalografía viene de camino, pero vive en el Bronx.

Un enfermero condujo la camilla de Evie hacia el ascensor. El técnico en respiración asistida iba junto a Evie con la bolsa de oxígeno en alto, y detrás, Cohen, Sue Jilson y dos médicos residentes a quienes Cohen les había pedido que no se alejaran de allí.

Doug Atwater miró a Maura Hughes al pasar junto a ella.

– Es la compañera de habitación de Evie -le dijo Harry-. El policía es su hermano. Sufre una crisis de delírium trémens.

– ¿Delírium trémens? -preguntó Atwater con cara de extrañeza.

– Es que está muy sedada. No puedo creer lo que ocurre, Doug.

Atwater condujo a Harry hacia un sillón de plástico y lo hizo sentarse.