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– ¿Va a quedarse aquí en el hospital? -le preguntó Doug, inclinado hacia él.

– Pues… supongo que sí; por lo menos hasta que hayan hecho todas las pruebas. Cohen quiere mi autorización para que Evie pueda donar sus órganos. Probablemente voy a tener que decidirlo antes de mañana por la mañana.

– ¡Qué rabia! -exclamó Doug.

Atwater conocía al matrimonio casi tan bien como cualquiera del hospital. Había cenado en su casa un par de veces y habían salido los tres por lo menos en dos ocasiones, aunque de la última hacía ya dos o tres años. Doug era simpático, abierto y a veces -sobre todo si llevaba unas copas- muy divertido. En más de una ocasión, Evie había hablado de buscarle pareja entre sus amigas. Sin embargo, como recordaba ahora Harry, a medida que su matrimonio se deterioraba había dejado de hablar de buscarle pareja. Lo que le decía a menudo era que saliese con Doug. «Está bien que salgáis los hombres con vuestros amigos de vez en cuando», le decía. No era de extrañar, no.

– Creía que Sidonis estaba casado -dijo Harry.

– Por lo menos en el tiempo que yo llevo aquí no, aunque ha debido de estarlo. Tiene uno o dos hijos no sé dónde. Es todo lo que sé. Más bien está casado con el quirófano, su corredor de Bolsa, su agente de publicidad y, por supuesto, con su espejo. Incluso se rumorea que es homosexual.

– Me temo que no -dijo Harry, que rió amargamente.

– Bueno, Harry, he de ir a llamar a Owen. También he de pasar a ver a Anneke. ¿Quiere que hable con Sidonis?… Da igual, ahí viene.

Sidonis los abordó como si se los fuese a comer.

– El forense ha llamado al laboratorio y ha ordenado que le preparen muestras de sangre de Evie -les dijo-. Además, el inspector Dickinson viene de camino. Dice que le gustaría que no se moviera usted de aquí hasta que él llegue.

– No pienso ir a ninguna parte. De todas formas, no tengo nada que decirle a él, ni a nadie que traiga usted -replicó Harry.

– ¿Se puede saber por qué hace todo esto, Caspar? -le dijo Doug.

Sidonis le dirigió una recelosa mirada. Estaba claro que consideraba a Atwater un enemigo.

– Ah… ¿no lo sabe usted? -se decidió a contestarle Sidonis-. Evie y yo empezamos a salir hace más de un año. Anoche le comunicó a Harry que lo iba a dejar por mí. Esta tarde la ingresan aquí con una presión totalmente normal y sin que, desde hacía un mes, el aneurisma le produjese la menor molestia. Entra él en la habitación y ella está perfectamente. Se marcha, y al cabo de menos de media hora le sube la presión de un modo inconcebible y se le revienta el aneurisma. ¿No recelaría usted?

– Si no conociese a Harry Corbett, quizá sí-replicó Atwater fulminándolo con la mirada-, pero se equivoca de medio a medio. Y le diré una cosa: si lo que asegura acerca de usted y de su esposa es cierto, lo que se merece es que le partan la cara por haber destrozado su matrimonio. Y, ahora, disculpe, he de ir a telefonear a Owen Erdman para ponerlo al corriente de lo que ha hecho usted. Vuelvo dentro de un rato, Harry. Y esté tranquilo.

– ¡Un momento!… -protestó Sidonis-. Si va a llamar a Erdman, quiero hablar con él…

Sidonis siguió a Doug Atwater por el pasillo, que quedó en silencio al alejarse los dos.

– Perdone usted…

– ¿Cómo?

Harry alzó la vista. El hermano de Maura Hughes, todavía junto a su cama, se aclaró la garganta y se alisó el uniforme con cierta timidez. Harry reparó en los tres galones de sargento de la inmaculada chaqueta.

– Soy Tom Hughes -dijo el policía con un ligero acento neoyorquino-, hermano de Maura.

– Hola -se limitó a decir Harry, algo incómodo al saber que el policía había oído los exabruptos y la revelación de Sidonis.

– Yo… verá… siento mucho todo lo que está pasando usted.

– Gracias.

– Dice Maura que ha sido muy amable con ella.

El sargento miró a su hermana, que roncaba de un modo extraño, poco natural.

– Los calmantes le han hecho efecto -añadió Tom Hughes.

– Eso parece.

– Verá, no quisiera parecer entrometido, pero como estaba aquí, a un paso de ustedes, no he tenido más remedio que oírlo

– ¿Y?

Harry se sentía violento e incapaz de mantener siquiera una conversación tan intrascendente como aquélla. Al levantarse del sillón de plástico recordó que aún no había llamado a la familia de Evie. Quizá debía llamar también a Steve Josephson. En cuanto supo la fecha y la hora de la operación de Evie, canceló las visitas de la mañana y le pidió a Steve que lo sustituyese hasta la una. Podía llamarlo y pedirle que estuviera durante todo el turno.

– Verá… -dijo Tom Hughes-, perdone que me meta donde no me llaman. Ya sé que con semejante trago no puede estar usted para nada, pero es que hay algo que creo que debe saber.

Harry lo miró vacilante y luego se acercó a él.

– Ese médico… -prosiguió Hughes con voz susurrante-, ese moreno, el que alardeaba de estar liado…

– Sí, sí. Ya sé a quién se refiere: a Sidonis -lo atajó Harry.

– Bueno, pues el doctor Sidonis parece dar por sentado que es cierto lo que ha dicho la enfermera: que ha sido usted el último en estar con su esposa antes de que ella…

– ¿Y bien?

– Pues que no ha sido usted el último.

– ¿Cómo?

– No ha sido usted el último. Poco después de marcharse usted, un hombre ha estado con ella en la habitación… un médico.

– ¿Está seguro?

– Casi seguro -contestó el sargento tras reflexionar unos momentos- o, mejor dicho, estoy completamente seguro.

– Pero… ¿cómo lo sabe?

El sargento de la policía fijó la mirada en las ruedas de la cama con expresión vacilante. Luego alzó la vista y miró a Harry algo cohibido.

– Porque me lo ha dicho mi hermana -le contestó.

Capítulo 8

– Estoy seguro de que ahora no se lo parece, pero Maura es una mujer extraordinaria; es muy inteligente y muy buena persona.

Bastaron unos minutos de conversación con Tom Hughes para que Harry viese claras algunas cosas. Hughes era un joven inteligente, y uno de los policías más perspicaces que había conocido. Además, pese a la obvia gravedad del problema de su hermana mayor, le profesaba un palpable respeto que era, probablemente, lo que hacía que estuviese tan seguro de que, si ella decía que había entrado un hombre en la habitación, es que era cierto.

– Un médico, con bata blanca, entró en la habitación al poco de marcharse usted -le explicó Hughes a Harry-. Por lo visto, en aquellos momentos Maura se había puesto a gritar (me comentó que las enfermeras sólo le hacían caso si gritaba). El médico le sonrió, le acarició la frente, se inclinó hacia ella y le susurró que se relajase. Luego, pasó al otro lado de la cortina, habló con su esposa un rato y se marchó. Tendría en torno a los cuarenta años; de poco más de metro setenta, moreno, con el pelo corto, los ojos muy negros. Llevaba un anillo con un brillante en el meñique de la mano izquierda y una pajarita azul y verde, de las que se sujetan con una goma elástica.

– Sujetan… ¿con una goma elástica? ¿Y cómo lo sabe?

– No lo dude. Ebria o sobria, incluso en pleno delírium tremens, mi hermana es extraordinaria. Es pintora, y tiene un ojo increíble para el detalle.

Harry recordó entonces con qué rapidez se fijó Maura en el pin que llevaba él en la solapa. «Es que me fijo en las cosas», le había dicho ella.

– Bueno… quizá haya entrado algún médico por el otro lado del pasillo, o no lo hayan visto las enfermeras.

– Que no lo hayan visto las enfermeras es posible -admitió Tom-, pero que haya entrado por el otro lado del pasillo, no. Después de las ocho, la puerta de acceso se cierra con llave y se conecta la alarma. La enfermera me lo ha advertido al llamar yo para preguntarle si podía visitar a mi hermana más tarde esta noche. Todo el que entra o sale del edificio, después de las ocho, tiene que coger el ascensor y pasar por el control de las enfermeras.