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– Hombre… eso ya lo sé -replicó Harry-. Trabajo en este hospital desde hace casi veinte años. ¿Por qué no les ha comentado nada acerca del misterioso médico a Sidonis o a las enfermeras?

– Porque tal como estaba el ambiente en aquellos momentos, no he tenido muchas oportunidades de comentarle nada a nadie. Además, no están precisamente muy contentos con mi hermana en el edificio Alexander. Dudo que le diesen mucho crédito a cualquier cosa que ella dijese, sobre todo si contradice lo que ellos aseguran.

– Me parece que no anda usted muy equivocado.

Eran ya más de las once, y para no sobrecargar de trabajo al personal de la planta 9 del edificio Alexander, Harry y Tom Hughes condujeron a Maura, en su cama de ruedas, de nuevo a la habitación 928. Quince minutos después, Harry recibió la temida llamada del neurocirujano Richard Cohen. Aún no habían terminado de hacerle el escáner a Evie, pero las primeras imágenes eran tan negativas como temían. La hemorragia era muy importante, y la rápida inflamación y la consiguiente presión habían incrustado una parte del cerebro en el borde óseo de la base del cráneo, con lo que se había interrumpido, de manera total e irreversible, el riego sanguíneo de la corteza cerebral (la materia gris de la que dependía la facultad de pensar).

Sólo faltaba hacerle una serie de electroencefalogramas ytomar la decisión final.

Mientras Maura Hughes seguía sumida en su espasmódico y extraño sueño, Harry se sentó frente a su hermano en la habitación, sin más que la tenue luz de una lamparita. Aunque, por un lado, hubiese preferido estar solo para reflexionar sobre las palabras y la actitud de Sidonis, y sobre la decisión que tendría que adoptar con respecto a Evie, por otro, agradecía la compañía de Tom Hughes.

– Nadie ha conseguido explicarme de manera comprensible para mí qué es el delírium trémens ni por qué lo padece mi hermana -dijo Hughes-. Desde luego, estaba borracha cuando se cayó, pero conozco personas que beben mucho más que ella y nunca han tenido problemas.

– La mayoría de los alcohólicos que intentan dejar el alcohol padecen síndrome de abstinencia y problemas intestinales -le explicó Harry-. Lo peor es cuando sufren ataques, y el delírium trémens. Los ataques los padecen durante uno o dos días. El delírium trémens les sobreviene entre el segundo y el séptimo día después de haber tomado la última copa, y no existe ningún medio para saber si van a sufrirlo o no.

– Pero Maura parece bastante lúcida acerca de algunas cosas, incluso mientras ve bichos por todas partes.

– Todo lo que puedo decir es que no es infrecuente. La mezcla de fantasía y realidad es inexplicable. Atiendo a muchos pacientes alcohólicos, y una buena parte de ellos se han abstenido de beber durante años, aunque han pasado un calvario. Si quieren ustedes, puedo pedirle a alguno de ellos que venga a hablar con su hermana.

– ¿Alcohólicos Anónimos?

– Es una posibilidad.

– Ya lo he intentado, pero nunca ha querido recurrir a Alcohólicos Anónimos. Supongo que es demasiado orgullosa.

– Quizá debería filmarla o hacerle algunas fotos con una Polaroid para que pueda verse en su estado actual.

– Puede que sí -reconoció Tom Hughes, sonriente-. ¿Le importa que le pregunte qué ocurre entre usted y el otro médico, doctor Corbett?

– ¿Con Sidonis? -dijo Harry encogiéndose de hombros-. Me parece que ya ha oído usted lo esencial. Asegura que mi esposa se entendía con él y que se proponía dejarme. Cree que ella me lo contó anoche cuando salimos a cenar fuera. Incluso sabe el nombre del restaurante. Al recordar ahora lo que hablamos en la cena, me parece que, efectivamente, Evie quería decírmelo, aunque no llegó a hacerlo.

– De manera que usted lo cree, ¿no es así? De todas formas, verá, cabe otra posibilidad: quizá Sidonis estuviera obsesionado con su esposa y los siguiera al restaurante.

Harry miró al suelo y tragó saliva. De nuevo se le había hecho un nudo en la garganta.

– No -dijo Harry-. Creo la versión de Sidonis.

– Y también cree que, al enterarse usted, le administró a su esposa algo para… ¿para qué?

– Para hacer que le subiera tanto la presión sanguínea que le reventase el aneurisma.

– ¡Dios mío!… ¿Se puede hacer eso con un medicamento?

– Pues los hay, sí. Son reguladores de la circulación. Los utilizamos para tratar los estados de choque, que, esencialmente, consisten en una peligrosa bajada de la tensión.

– ¿Cómo se administran esos reguladores? ¿Se inyectan? ¿Son pastillas? ¿Líquido por vía bucal?

– No, no -contestó Harry con una contristada sonrisa-. No lo damos por vía bucal en estos casos, ya que los pacientes están demasiado alterados para tomar nada…

– ¿Qué ocurre?… ¿Doctor Corbett?

Harry se había levantado como impulsado por un resorte.

– Quizá me equivoque -farfulló Harry-, pero se me acaba de ocurrir una cosa. Le habían inyectado a Evie en el brazo dextrosa al cinco por ciento… agua azucarada. Es lo que llamamos una «infusión» dilatadora. Lo justo para evitar la formación de grumos en el interior del catéter que se le introduce en la vena.

– ¿Y qué?

– Me extrañó que se la hubiesen inyectado la noche antes de la operación, teniendo en cuenta que llevaba estable mucho tiempo. Incluso le pregunté quién lo había prescrito. Me contestó que creía que el anestesista. Lo normal en estos casos es inyectar la solución en el quirófano -le explicó Harry, ya con un pie en el pasillo-. Si llama alguien, estoy en la sección de enfermeras. Volveré dentro de unos minutos.

En la ficha de Evie decía: «Dextrosa al 5 %; 1000 cc; infusión dilatadora. 50 cc/h. O.T. Doctor Baraswatti».

O.T. significaba orden telefónica. Harry examinó detenidamente las fichas de Evie. Baraswatti había visto a Evie a última hora de la tarde para anotar su historial clínico, como se hacía con todo paciente que fuese a ser operado y sometido a anestesia total. «16.15», decía en la nota de la enfermera. Sin embargo, la orden para que inyectasen a Evie no se cursó por teléfono hasta las 18.30.

Harry marcó el número de la centralita del hospital. El anestesista Baraswatti aún no había terminado su turno.

– No sé de qué me habla, doctor Corbett -dijo el médico con un marcado acento hindú, sin disimular su enojo por ser despertado-. Yo siempre inyecto a mis pacientes en el quirófano. ¿Por qué iba a hacerlo hoy de otro modo?

– Pues… no lo sé -farfulló Harry.

El anestesista, que iba a preguntarle si deseaba hacerle alguna otra pregunta, se quedó con la palabra en la boca porque Harry colgó sin más, se sentó en el borde del mostrador y volvió a examinar detenidamente las fichas de Evie.

Su esposa había llegado a la planta 9 del edificio Alexander a las 13.30. A las 16.30 subió el anestesista, la reconoció y extendió la prescripción preoperatoria. A las 18.30, una persona que se hizo pasar por el referido anestesista llamó a la enfermera de la planta y ordenó que se le administrase a la Paciente la dextrosa. La enfermera se lo comunicó a la compañera de servicio que ponía las inyecciones. A las 18.50, según las notas de la enfermera, le había fijado un Angiocath a Evie en la mano izquierda. Unas horas después -por lo menos, según el testimonio de Maura Hughes- un médico entró en la habitación, y al poco rato el aneurisma de Evie había reventado, bien como consecuencia de su altísima tensión, o provocando que la tensión de la paciente subiese a más de 30.

Pues bien: Caspar Sidonis acusaba a Harry de haberle inyectado a su esposa algún fármaco para elevar la tensión que había causado la tragedia. ¿No trataría Sidonis de culpar falsamente a Harry? El médico descrito por Maura -real o imaginario- no se parecía en nada al arrogante cardiocirujano, que medía bastante más de 1,70 m, tenía el pelo negro, muy poblado, y llevaba bigote. Allí había algo raro… muy raro.