Siempre prestó su apoyo a las familias que se encontraban en tales circunstancias, y siempre encontró las palabras oportunas. Pero nunca había tenido que tomar él la decisión.
– Entréguele la documentación a las enfermeras -dijo Harry-. La firmaré antes de marcharme. No obstante quiero ver a Evie por la mañana, antes de que hagan nada.
– No se preocupe -lo tranquilizó Cohen, que le dio las gracias, musitó unas breves y algo azoradas palabras de condolencia y salió de la habitación.
Al cabo de unos momentos, en cuanto tuvieron a Evie conectada a todos los aparatos de control, entró el técnico en respiración asistida. Sue Jilson le tomó la presión a Evie, anotó el dato junto a los de sus otras constantes vitales y miró a Harry.
– El técnico que le ha hecho el escáner le ha quitado esto a su esposa -dijo la enfermera con frialdad-. Me ha parecido que ya no tenía sentido volver a ponérselo -añadió al devolverle a Harry el colgante de Tiffany's.
– Pues yo sí creo que lo tiene -replicó Harry con expresión de perplejidad.
Harry volvió a ponerle el colgante. Al darse la vuelta, él y Tom Hughes estaban de nuevo a solas con las dos pacientes. Maura no cejaba en su farfulla, sin más pausa que para espantar a los minúsculos torturadores que invadían su cama.
«Los oxigenados órganos de Evie sólo tenían ya valor considerados individualmente», pensó Harry al verla conectada a todos aquellos aparatos, que tan familiares le resultaban.
Tom apagó la lamparita de la cabecera de la cama y dejó sólo los tenues fluorescentes del techo.
– Siento mucho que tenga que pasar por todo esto -lo consoló Tom.
– Gracias -susurró Harry sin dejar de mirar a su esposa.
– Podemos hablar, si le sirve de desahogo. Tengo tiempo, y apenas estoy cansado.
– Sí, pero afuera -dijo Harry.
Sacaron las sillas al pasillo, que estaba en penumbra y casi en silencio.
– No tiene por qué hablar de su esposa si le resulta demasiado duro.
– La verdad es que sirve de desahogo.
– De acuerdo. No le importe mandarme callar cuando quiera. Le confesaré que, como policía, lo poco que me ha contado hasta ahora me intriga. ¿Qué cree usted que ocurre?
– No tengo ni idea. Quizá todo se reduzca a un cúmulo de malentendidos. Puede que la enfermera que se puso al teléfono no entendiese bien el nombre del anestesista. Acaso algún médico, amigo nuestro, estuviese en la planta para ver a otro paciente y entrase un momento para saber cómo se encontraba Evie…
– Cuando hay tantas explicaciones, malo. Sé por experiencia que cuando uno necesita invocar varios hechos coincidentes para explicar lo que haya ocurrido, ninguno de ellos lo explica. ¿Le importa que volvamos a la habitación un momento?
Harry reflexionó unos instantes para sus adentros y luego siguió al joven policía.
Hughes inspeccionó el derredor de las camas de Maura y de Evie, las paredes, los interruptores y hasta las propias camas bajo la curiosa mirada de su hermana.
– En lugar de partir de la hipótesis más inocente -dijo Tom sin interrumpir su inspección-, pongámonos en lo peor. Supongamos que un médico, o alguien que se haya hecho pasar por médico, llamase para que le conectaran el gotero a su esposa y diese el nombre del anestesista de turno. Luego, pudo entrar en la habitación sin que lo viesen las enfermeras, hablar con mi hermana y administrarle a su esposa ese regulador de la presión de que me ha hablado. Después, salió y se las arregló para que nadie lo viese. Lo que necesitamos es un motivo que justifique que hiciera tal cosa, y algo que explique que pudiera entrar y salir de la planta sin ser visto.
– Dickinson entró sin que lo vieran.
– Entrar sí. Las enfermeras estaban en la sala de reuniones para dar sus informes antes del cambio de turno. Pero pasar inadvertido en dos ocasiones, al entrar y al salir, y, además, haberlo planeado así, es demasiado.
– ¿Hacia qué se inclina usted, entonces?
– Hay que inspeccionar todos los lugares en los que nuestro misterioso médico haya podido dejar huellas dactilares. Lástima que no tengamos las de los médicos de la…
– Bien, doctor Corbett -los interrumpió el inspector Dickinson desde la entrada-. Creo que usted y yo tenemos que hablar -añadió con expresión cansada, recostado en la jamba de la puerta-. Debo advertirle que tiene derecho a permanecer en silencio, pero que todo lo que diga podrá ser utilizado contra usted ante un tribunal de justicia. Tiene derecho a…
– Un momento -lo atajó Tom-. ¿Por qué le recuerda sus derechos? ¿Acaso está detenido?
– Todavía no, pero lo estará. Sólo he querido despachar cuanto antes las formalidades.
– Teniente Dickinson -replicó Hughes-, hay cosas que ignora usted acerca de lo que ha ocurrido aquí.
– ¿Quiere saber lo que sé, «yalero»? Sé que por más que tengan de todo: sexo, dinero, poder, drogas o lo que sea, los médicos siempre quieren más. Son así. Cíteme un caso de asesinato con diez sospechosos entre los que haya un médico, y diré siempre que el culpable es el médico. De manera, doctor Corbett, que si no le importa…
– Mire, teniente, otro médico entró a ver a la señora Corbett anoche, después de que Harry hubo salido -le informó Tom.
– No entró nadie más. La única persona que subió a esta planta después de que el doctor Corbett se hubiese marchado fue usted. Y para entonces, a la señora Corbett ya le habían administrado la… medicina. Lo he comprobado con las enfermeras, que llevan el control de todas las visitas.
– Las enfermeras se equivocan. Alguien estuvo aquí. Un nombre de unos cuarenta años, de poco más de metro setenta, moreno, ojos marrones, raza blanca.
– ¿Y eso quién lo dice?
Pese a que, a juzgar por la expresión de su cara, Tom Hughes esperaba aquella pregunta, no le resultó nada fácil contestarla.
– Mi hermana -repuso, no obstante-. El hombre en cuestión, que fuese médico o no llevaba bata blanca, habló con ella, estuvo con la señora Corbett y se marchó. Poco después, se le reventó a la paciente el aneurisma.
– ¿Eso vio usted, mi querida señorita? -le preguntó Dickinson a Maura en tono burlón.
– ¡Memo! -le espetó ella-. Debería usted pegarle un tiro a quien le hizo ese tupé. Yo podría pintar una hoja de lechuga con betún y hacer que pareciese más real.
Aunque Dickinson sonrió con indulgencia, estaba claro que el sarcasmo de Maura le había escocido. Hasta entonces no reparó Harry en que el teniente llevaba peluquín. Otro detalle que avalaba las dotes de observación de Maura Hughes.
– ¿Por qué no se toma otra copa, señorita? -replicó Dickinson.
– Maura, ¿quieres hacer el favor de ser menos chistosa y limitarte a decirle al inspector lo que viste?
Ella se sacudió algo del hombro pero guardó silencio.
– Da igual -dijo Harry-. Dudo de que el inspector vaya a prestarle mucha atención. De manera, teniente, que terminemos con esto cuanto antes.
– ¿No cree usted que merecería la pena llamar a alguien del instituto anatómico forense, teniente Dickinson? -preguntó el sargento.
– ¿Para qué?
– Puede que el médico que estuvo aquí anoche dejase huellas.
– ¿Huellas en una habitación de hospital? Bah… Gran idea, «yalero», gran idea. En un solo día han podido pasar por aquí un par de cientos de personas.