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– Casi todos los que han estado en esta habitación, médicos incluidos, tienen sus huellas dactilares registradas en los ficheros de seguridad del hospital -dijo Harry-. Es una medida que adoptó la dirección hace años, a raíz de que un pedófilo, fichado por la policía, mintiese en su solicitud de empleo y fuese contratado como enfermero en pediatría.

– Maravilloso. Estoy seguro de que al forense le encantará acudir aquí, con la nochecita que hace, porque una mujer con delírium trémens dice haber visto a alguien que ninguna otra persona de la planta ha visto.

– Le aseguro, teniente, que conozco a mi hermana, y no tengo la menor duda de que alguien entró aquí.

– Y yo le aseguro que las arañas, las hormigas y las serpientes no dejan huellas dactilares. Así que acabemos de una vez, Corbett. Se sentirá mucho mejor cuando se haya desahogado… -dijo el teniente.

* * *

Harry tuvo que someterse al frío y maquinal interrogatorio a que lo sometió Dickinson hasta pasada la medianoche. El inspector daba por sentado que la versión de Caspar Sidonis era la correcta: Harry no se habría resignado a que su esposa lo dejase por otro, y le habría administrado una sustancia para elevarle la presión. Su muerte parecería consecuencia de haberle reventado el aneurisma, y a nadie le extrañaría. De modo que habían enviado muestras de sangre al laboratorio para que las analizasen. Si encontraban sustancias extrañas, sobre todo si tenían el efecto de elevar la presión sanguínea, había muchas probabilidades de que se dictase una orden de detención contra Harry.

– Motivo, procedimiento, ocasión -sentenció Dickinson-. Sólo nos falta el procedimiento.

A Harry le pareció inútil informar a un inspector tan claramente hostil acerca de la prescripción que se dio por teléfono para que le conectasen el gotero a Evie. Baraswatti aparecería por la planta a primera hora de la mañana, entregaría su informe y, tarde o temprano, llegaría a conocimiento de Dickinson. Entonces, el inspector deduciría que la llamada la hizo el propio Harry, al objeto de prepararse el terreno para su letal inyección.

Motivo, procedimiento, ocasión.

Dickinson volvió a entrar en la habitación tras Harry.

– Oiga, «yalero», mande a un agente aquí, y que se quede mientras ella esté viva y él siga en la planta.

– Han dicho que está clínicamente muerta -replicó Hughes.

– Mire, ¿va a hacer que envíen a alguien aquí, o prefiere que sospeche que están los dos de acuerdo?

– Claro que estamos de acuerdo -masculló Hughes.

– ¿Cómo ha dicho?

– Que estamos de acuerdo en quedarnos aquí los dos para protegerla.

– Perfectamente. Les he ordenado a las enfermeras que no se quede solo aquí con ella mientras esté viva.

– Pero…

– ¿Está claro?

– Por supuesto, teniente.

Harry siguió a Dickinson pasillo adelante. No se separó de él hasta que hubo entrado en el ascensor.

– ¿Se ha marchado ya? -preguntó Hughes al regresar Harry a la habitación.

– De momento. Dice que si aparece cualquier sustancia extraña en las muestras de sangre de Evie, me detendrán.

– ¿Y teme usted que aparezca algo?

Harry se frotó los párpados. Los tenía tan irritados que parecían rojos.

– No sé qué demonios pensar -contestó-. ¡Menudo imbécil es ese tipo! Lo digo porque lo mínimo que podía haber hecho era llamar a alguien para que buscase huellas dactilares. Estoy de acuerdo en que parece un palo de ciego, pero puede no serlo si…

– No lo necesitamos a él para nada -lo interrumpió Hughes, que le indicó a Harry con un ademán que lo siguiera hacia los ascensores.

– ¿Ah, no?

– Contamos con el Genio. Está al llegar.

No había hecho Hughes más que decirlo cuando se abrieron las puertas del ascensor y asomó un joven negro de aspecto desmedrado. Llevaba una chaqueta de los Detroit Tigers, una gorra de los Detroit Lions, un maletín en una mano y una caja de aparejos de pesca en la otra.

– ¿Te ha visto? -le preguntó Hughes.

– ¡Qué va! Y eso que ha pasado por mi lado. Albert no vería un cadáver aunque colgase del techo.

– Para qué te cuento… Gracias por venir -le dijo Tom-. Harry Corbett… Lonnie Sims, más conocido por el Genio.

Sims dejó la caja de aparejos y le estrechó la mano a Harry con vigor de jugador de rugby.

– Está con nosotros -le dijo Tom a la enfermera del turno de noche al pasar frente a ella-. Es inspector.

Una vez en el interior de la habitación 928, Hughes miró a Harry sonriente.

– Mientras usted estaba con el teniente, he llamado a Lonnie y le he puesto al corriente de la situación. Lonnie y yo fuimos compañeros de curso en la Universidad de Nueva York cuando hice mi master en criminología -le explicó-. Es el mejor especialista en inspección ocular que haya habido nunca. Además, le encanta buscar huellas dactilares.

– Lo último es verdad, amigo mío -dijo Sims, que dejó el kit de aparejos en una silla y lo abrió-. Muy cierto.

– Un amigo mío, Doug Atwater, tiene mucha influencia -dijo Harry-. Es probable que lo haya visto, Tom. Estuvo aquí hace un rato.

– ¿Uno alto, bien parecido y rubio?

– Exacto. No tendrá problemas en acceder al registro de huellas dactilares, que debe de estar en seguridad o en el departamento de personal.

– Estupendo -dijo Sims tras ponerse unos guantes de goma y darles sendos pares a Harry y a Tom-. Conozco a uno del laboratorio del FBI que también puede ayudarnos. Ahora vamos a hacer una pequeña reconstrucción. Tú, Tom, dile a tu hermana que nos oriente, y procura no tocar nada, sobre todo las barandillas metálicas de la cama. Usted, Harry, hará el papel del misterioso intruso. Y tampoco toque nada.

– De acuerdo -asintió Harry, que miró a Maura y luego a Evie.

Su esposa ni siquiera adoptaba ya la postura de «descerebración». Estaba claro que Evie llevó una doble vida, por lo menos desde sus relaciones con Caspar Sidonis. ¿Habría tenido otros amantes? ¿Su muerte se debería a la relación con alguno de ellos?, pensó Harry mientras iba hacia la puerta para representar su papel en la reconstrucción de lo ocurrido.

De una cosa estaba casi seguro el doctor Corbett: los análisis de las muestras de sangre de Evie, que podían tardar días o incluso semanas, revelarían algo anormal.

Al día siguiente, sacarían a Evie de allí y limpiarían la habitación. Si querían encontrar huellas dactilares del misterioso médico, tenían que intentarlo ahora.

– ¿Por qué lo llaman Genio? -le preguntó Harry a Lonnie Sims, que se encogió de hombros y miró a Tom.

– Porque… verá… -contestó Hughes-. Fue el número uno de nuestra promoción.

* * *

Despuntaba el alba al salir Harry del hospital. La sesión de trabajo con Lonnie Sims duró más de dos horas, y a juzgar por lo que Harry había observado, el tal Sims era un verdadero genio.

– La clave está en el pulgar -le había dicho Lonnie-, en ese versátil y solapado pulgar. La mayoría de los forenses, que se llaman expertos, tratan de fijar la superficie de las cosas, por lo que espolvorean por encima, pero la clave está en fijar la parte inferior.

Sims se dejó orientar por Maura y guió a Harry y a Tom para que, con lentos movimientos, reconstruyesen media docena de escenas probables. Los observaba atentamente y, cada vez que decidía marcar un punto para detectar huellas, les pedía que permaneciesen inmóviles.

Maura les aseguró que el misterioso médico no llevaba guantes de goma. Sims espolvoreó bajo las bandejas de las camas y en la cara inferior de las barandillas, e hizo otro tanto con los pomos de las puertas, las bombillas, ambas caras de las cabeceras y de los pies de las camas. No olvidó ni los apliques del cuarto de baño. Utilizó polvos especiales, una linterna de luz infrarroja, lupas y una minúscula y ultramoderna cámara fotográfica. De las cincuenta huellas que tomó, sólo algunas eran lo bastante claras.