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– Ni que decir tiene que siento muchísimo lo ocurrido -dijo Dunleavy-. Llevo años inclinándome siempre por retrasar toda operación de un aneurisma como el de Evie, y es la primera vez que se produce un desenlace fatal. En sólo dos ocasiones han sufrido mis pacientes nuevas hemorragias antes de llevarlos al quirófano, aunque ambos salieron con bien de la intervención.

Harry leyó entre líneas. No tenía sentido hacerse de nuevas.

– Escuche, Ben, es posible que Sidonis se entendiera con Evie. No lo sé. Lo que sí sé, no obstante, es que me acusa injustamente.

– Espero que así sea -dijo Dunleavy con frialdad-. Si me necesita para cualquier otra cosa, llámeme.

Dunleavy dio media vuelta y se alejó, sin darle opción a decir nada más. Primero las enfermeras, y ahora Dunleavy. A pesar de que no había pruebas concluyentes contra él, algunos parecían reacios a concederle el beneficio de la duda.

Se le hizo un nudo en el estómago. Habría problemas.

Se sentó junto a la cama, en la silla que Dorothy había dejado libre, y sacó los dos trozos de papel del bolsillo, que estaban estrujados. Uno era de la página de una revista; el otro, de una hoja de papel de carta. En cada trozo de papel estaba escrito el nombre y apellido de un hombre, la dirección, el número de teléfono y el de la Seguridad Social. Era letra de Evie, pero escrita muy apresuradamente.

Uno de los hombres era un tal James Stallings, de cuarenta y dos años, domiciliado en la zona alta del East Side. El otro era de Queens, tenía treinta y siete años y se llamaba Kevin Loomis.

Harry guardó en la cartera las dos notas y el llavero en un bolsillo. Luego, registró de nuevo el bolso y lo tiró a la papelera. Después, se inclinó hacia el cuerpo de Evie y la besó con ternura en la frente.

– Lo siento, pequeña -musitó-. Lo siento mucho.

Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y salió de la habitación.

Estaba ya cerca de los ascensores cuando, desde el fondo del pasillo, oyó gritos. La voz le resultó familiar.

– ¡Eh! ¡Por favor! ¡Que venga alguien aquí en seguida! ¡Que vengan a quitarme de encima estos condenados bichos!

* * *

– Me ha guiñado el ojo, Sherry. Lo juro.

Con uniforme y mascarilla, la enfermera Marianne Rodríguez miraba a la incubadora en la que el minúsculo Sherman O'Banion llevaba casi sus dos semanas y media de vida.

La UCI de neonatos del hospital Infantil de Nueva York era la mejor de Manhattan. En aquellos momentos estaba al límite de su capacidad (treinta neonatos que, al nacer, pesaron entre poco menos de 500 g a 4,5 kg).

Sherman nació a las veinticinco semanas de gestación, con un peso de escasamente 600 g. Su madre, que era ama de casa, estaba ya en su domicilio porque tenía que cuidar a sus otros dos hijos, y el padre trabajaba en el turno de noche de la planta de montaje de una fábrica. Teniendo en cuenta su peso y otros problemas, Sherman se encontraba bastante bien.

– ¿Verdad que a veces piensa una en qué podrán llegar a ser estas «cositas» tan diminutas? -preguntó Sherry Hiller.

– Apuesto a que Sherm será jugador de rugby -dijo Marianne Rodríguez-. ¿Has visto a su padre?

El bebé, metido en la incubadora, parecía un extraterrestre. Estaba rodeado de tubos, cables y varios aparatos; envuelto en un finísimo tejido especial que conservaba el calor de su cuerpo, y sometido a fototerapia para reducir su ictericia. Unas finas películas, aplicadas a los párpados, le protegían los ojos de los rayos ultravioleta. Además, estaba con respiración asistida. Los sensores adosados a las piernas y el abdomen medían su temperatura, el ritmo cardíaco y la concentración de oxígeno en la sangre. Un finísimo tubo -casi un capilar- inyectado a una venilla de la cabeza le proporcionaba antibióticos y los fluidos necesarios. Lo alimentaban por medio de una sonda que llegaba a su estómago a través de las fosas nasales.

Marianne se acercó a la incubadora y anotó la temperatura, las pulsaciones y el color del bebé. Sus niveles de oxígeno eran un poco bajos. La ictericia, los análisis y el reconocimiento que se le había hecho revelaban una cardiopatía que probablemente requeriría operarlo dentro de no mucho tiempo.

Sin embargo, Marianne no estaba demasiado preocupada. Llevaba seis años en la UCI de neonatos y había visto salir del hospital, en perfecto estado, a muchísimos bebés que ingresaron en situación mucho más crítica que Sherman O'Banion. Era cierto, también, que otros no tuvieron la misma suerte. Ceguera debida a múltiples causas, parálisis cerebral, retraso mental, intervenciones quirúrgicas, muerte (bien por súbito paro cardíaco o por infección prolongada) y posteriores incapacidades para el aprendizaje eran complicaciones que toda enfermera de la UCI de neonatos tenía que afrontar muy a su pesar.

Llamaron con los nudillos al cristal de la «despensa» en la que guardaban el alimento infantil. Marianne alzó la vista. La mujer que traía el alimento especial, preparado en la sección de dietética, la saludó alegremente agitando su enguantada mano. Marianne estaba casi segura de no haberla visto nunca. Con el uniforme, la cofia y la mascarilla, sólo se le veían los ojos, grandes y marrones. Era una mujer fornida cuyos ojos tenían un brillo especial. Marianne tuvo la impresión de que debía de ser una persona simpática. Le indicó con la mano que dejase las raciones de alimento en el mostrador, que luego las recogerían las enfermeras. La mujer asintió con la cabeza, hizo lo que le indicaba y salió de la UCI.

Marianne reanudó la revisión de todos los aparatos. Para hacer bien su trabajo se requería casi tanta preparación tecnológica como médica, aunque del mantenimiento de los aparatos se encargaba un equipo de especialistas que, en algunos casos, era casi una división de ingenieros. El coste de la UCI de neonatos, independientemente de si los bebés permanecían en ella poco o mucho tiempo, era astronómico. En cierta ocasión le comentaron a Marianne en el hospital que, en los casos más graves, el coste de tener a un bebé en la UCI podía superar los 9000 dólares diarios.

Una niña, cuya madre la abandonó en un vertedero, permaneció en la UCI del hospital Infantil de Nueva York durante casi nueve meses, antes de sucumbir a la infección con la que ingresó. Incluso se le organizó un funeral en el propio centro al que sólo asistieron sus enfermeras y algunos médicos. El coste de mantenerla con vida durante aquellos meses fue de millón y medio de dólares.

– Bueno, Sherm, llegó la hora del «bocata» -dijo Marianne mirando al bebé con expresión risueña.

– Trae la papilla de Jessica cuando vuelvas, ¿quieres? -le dijo Sherry Hiller.

– Descuida. ¿Hay que añadirle algo más?

– No.

La comida de los bebés iba en frascos graduados y etiquetados que contenían la ración diaria para cada bebé. En algunos casos, añadían leche materna; en otros, el alimento se preparaba especialmente para cada toma. Los frascos iban herméticamente cerrados, con un tapón de rosca de plástico, y precintados con cinta adhesiva.

Marianne se puso los guantes, rompió los precintos y abrió los frascos que contenían el alimento para Sherman. Les añadió el suplemento de glucosa, prescrito por el neonatólogo, y volvió a precintar todos los frascos menos uno. Nunca había acabado de entender por qué le daban tanta importancia a aquel precintado que, en el hospital, estaba al alcance de muchas personas. Comprobó dos veces las etiquetas y guardó en el frigorífico todos los frascos, salvo uno para Jessica Saunders y otro para Sherman O'Banion. Después, volvió a la sala de las incubadoras.

– «Micifuz y Zapirón se comieron un capón… en un asador metido» -tarareó mientras le administraba el alimento al neonato a través del tubo.