Выбрать главу

Harry estaba sentado en el primer banco, entre Julia y los padres de Evie. Su hermano Phil, Gail y sus tres hijos estaban a la derecha de Julia. Doug Atwater ocupaba un asiento justo detrás de Harry, que daba gracias por el hecho de que ninguno de ellos pudiera leerle el pensamiento, pues sólo deseaba que la ceremonia terminase cuanto antes para poder volver a casa.

Con la ayuda de su colega Steve Josephson, de la esposa de éste y de unas asistentas, el apartamento había vuelto a quedar casi como estaba, salvo algunos cajones rotos y la falta de los objetos robados.

Lo que más anhelaba Harry ahora era pasar un par de veladas en el club C.C.'s Cellar y tocar el contrabajo con el grupo de jazz. Relajarse y reanudar luego su trabajo en su consultorio y en el hospital. La misa tuvo la adecuada solemnidad y no fue muy larga. Previamente, invitaron a Harry a que dijese unas palabras, antes o después del oficio religioso, pero éste declinó. El sacerdote, que conocía a Evie desde niña, hizo lo que pudo para darle algún sentido a su prematura muerte. Harry apenas se enteró de nada. No prestó atención. Lo que lo preocupaba era tratar de encontrarle algún sentido a la vida de Evie. No dejaba de pensar en el gotero de Evie y en el médico, o impostor, que logró entrar y salir de la unidad de neurocirugía sin que nadie lo viese. Y por si las cosas no estuviesen ya bastante complicadas, se encontraba con otro misterio: el de las tres llaves del llavero en forma de pata de conejo que tenía Evie en su bolso.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Julia cuando el sacerdote estaba a punto de concluir su panegírico.

– No mucho -contestó él-. Verás, ¿puedes tomar una copa conmigo esta noche, Julia? Hay algunas cosas que me gustaría comentarte.

Aunque Harry y Evie habían salido alguna que otra noche con Julia y su esposo, solo con Julia no lo había hecho nunca.

Julia era varios años mayor que Evie, delgada, atractiva y muy inteligente. Su agencia literaria era una de las más prestigiosas de Manhattan y estaba en vías de contraer matrimonio por tercera vez.

Julia reflexionó sobre la invitación de Harry y, minutos después, mientras algunos asistentes comulgaban, ladeó la cabeza y lo miró.

– A las nueve en el Ambrosia -le susurró.

– Gracias -dijo él.

Aunque Phil, Julia y Doug Atwater se ofrecieron a hacerle compañía, Harry les dijo que prefería estar solo, y permaneció en la iglesia hasta que los demás se hubieron marchado.

– ¿Puedo hacer algo por usted?

Harry se sobresaltó al oír al padre Francis Moore, pese a que el sacerdote no pudo habérselo dicho con voz más queda y delicada.

– No, gracias, padre. Estaba… pensativo.

– Me hago cargo.

Harry dio media vuelta y enfiló hacia la salida. El anciano sacerdote fue tras él, con la Biblia en una mano.

– ¿Va usted a casa de los DellaRosa? -preguntó el sacerdote.

– Sí, pero sólo un rato porque estoy agotado.

No podía eludir ir a casa de sus suegros, aunque tenía la intención de volver a Nueva York lo antes posible.

– Me hago cargo -volvió a decir el padre Moore-. Aunque no nos conocíamos de nada, Dorothy y Carmine me han hablado muy bien de usted. Dicen que es un hombre muy amable y gentil.

– Gracias -dijo Harry.

Harry salió de la iglesia seguido del sacerdote. Habían quedado unos corrillos frente a la iglesia. Unos charlaban y otros esperaban sus coches. No había hecho Harry más que llegar al pie de la escalinata, cuando Caspar Sidonis surgió de uno de los corrillos y se encaró con él.

– ¡Usted la mató, cabrón! -le espetó con talante amenazador-. Lo sabemos los dos muy bien, pero pronto lo va a saber todo el mundo. La mató porque no podía soportar perderla, ¿eh?

Hacía treinta y tres años que Harry no le daba un puñetazo a nadie, y en aquella última ocasión apenas le rozó la mejilla al pendenciero que lo provocó. La réplica del grandullón fue tan rápida como contundente. En esta ocasión, el puñetazo de Harry estuvo mejor dirigido, pegado con más rabia y justificación, y fue mucho más eficaz, ya que impactó en la nariz de Sidonis, que se trastabilló hacia atrás y cayó de espaldas sobre un matorral empapado del agua de la lluvia que había caído. La nariz le sangró en seguida aparatosamente.

Al padre Francis Moore se le cayó la Biblia al suelo de pura estupefacción. Harry se agachó a recogerla con toda tranquilidad, la limpió en sus pantalones y se la devolvió al sacerdote.

– Me parece que no soy tan gentil como le han asegurado, padre-le dijo Harry.

* * *

El Ambrosia era un bar muy elegante, y siempre estaba atestado. Se hallaba en la avenida Lexington, casi haciendo esquina con la calle 79.

Harry había pasado una hora en su despacho, ocupado en revisar análisis de sus pacientes y en poner al día el papeleo antes de coger un taxi para acudir a su cita.

La llovizna que había caído durante casi todo el día había cesado y las densas nubes empezaban a disiparse.

La ciudad parecía recién lavada y aseada. Todavía no eran las nueve, pero Julia Ransome ya estaba en el Ambrosia tomando una copa en una de las altas mesas negras, frente a la barra.

Aunque era relativamente temprano para el ambiente de los bares de Manhattan -incluso teniendo en cuenta que era jueves-, el local ya estaba de bote en bote.

Julia y Harry se dieron los besos de rigor en la mejilla al encontrarse. Ella llevaba una blusa de seda negra y un chaleco indio estampado, y los dos parecían sentirse muy cómodos entre la «gente guapa».

– ¿A quién has sobornado para conseguir esta mesa? -preguntó Harry al sentarse en el taburete, frente a ella.

– Donny, aquel barman de allí, hace diez años que escribe una novela -dijo ella, sonriente-. Le prometí leerla cuando la terminase. Lo llamo antes de venir, y sienta a un par de amigos aquí hasta que llego yo. Es uno de los privilegios de ser agente literaria. Mi modista también escribe una novela, y el fontanero, que se me presenta en casa a los diez minutos de llamarlo. El truco está en adivinar quiénes no tienen la menor posibilidad de terminar nunca una novela. De vez en cuando me equivoco, claro, pero cuando sucede esto, todo lo que tengo que hacer es leer el libro y luego buscarme un nuevo mecánico, un nuevo dentista, o lo que sea.

– Bueno, pues te agradezco que conmigo hayas aceptado verme, así, por las buenas.

– ¿No irás a creer que he tenido que pensarlo mucho? Si es así, es que lo he hecho muy mal para que notases que eres una de las personas que mejor me cae.

– Gracias.

– Te lo digo de verdad, Harry -le aseguró ella, que se terminó su copa y llamó a la camarera con un leve movimiento de la cabeza-. ¿Qué tomas?

– Bourbon solo, pero doble.

– ¡Vaya! Un bourbon doble solo. Esta faceta no te la conocía yo.

– Ni yo. Si me lo termino, tendrán que sacarme de aquí en camilla -dijo él, que aguardó a que la camarera volviese con las copas, y se hubiese alejado, para abordar el tema-. Me gustaría que me hablases de Evie, Julia.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó Julia con la mirada fija en su vaso.

– En estos momentos, cualquier cosa que me digas será probablemente nueva para mí. El cirujano que te he señalado esta mañana en la iglesia, el que dice que Evie estaba enamorada de él, está convencido de que le administré alguna sustancia que provocó que reventase su aneurisma. Se equivoca en cuanto a acusarme a mí, pero ya no estoy tan seguro de que se equivoque acerca de que le administrasen algo…