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Harry se extendió en detalles acerca de la horrible noche que pasó en la planta 9 del edificio Alexander, de su conversación con el anestesista y de sus conclusiones.

– … Mira, Julia -prosiguió Harry-, no tengo ni idea de si Evie se entendía con otro hombre o no, pese a que, desde hacía más de un año, la notaba muy distante. Pero he pensado que acaso a ti te hiciese alguna confidencia… sobre cosas que yo ignore.

Permanecieron unos instantes en silencio. Harry tenía el íntimo convencimiento de que Julia negaría saber nada acerca de lo que él insinuaba. Sin embargo, ésta alzó de pronto la vista y asintió con la cabeza.

– La cosa pintaba mal desde el principio, Harry -dijo ella-. Tú podrías con el Vietcong -añadió con una irónica sonrisa-, pero con Evie DellaRosa no tenías nada que hacer. Nos conocíamos desde que compartimos habitación durante un verano, en nuestros tiempos de la universidad. De eso hace casi veinte años. Era una persona interesante y misteriosa en muchos aspectos, y Dios sabe cuánto la voy a echar de menos, pero a lo largo de todos estos años nunca la he visto satisfecha. Hiciera lo que hiciera, estuviese con quien estuviese, siempre quería más, y no le importaba demasiado lo que costase o, por desgracia, que pudiese herir a los demás. Ésa era la faceta suya que siempre me inquietó: no estaba contenta si no veía a todo el mundo a sus pies. Eso nos impedía intimar más. John Cox estaba en la iglesia. ¿Lo has visto?

– Sí.

– ¿Qué te contó Evie acerca de su ruptura con él?

– Que descubrió que él le era infiel y, que cuando se lo dijo, la echó del trabajo en televisión y se dedicó a ponerla verde entre la gente de la profesión.

– ¿No te parece que eso no encaja con la presencia de John Cox hoy en el funeral?

– La verdad es que no. Me ha sorprendido verlo en la iglesia.

– John Cox estaba loco por Evie. Fue ella quien le fue infiel, Harry… y con el jefe de John. Sólo sé lo que John me contó, que no es gran cosa, pero fue el jefe quien la echó y no John, y quien la ponía verde. Es más, creo que John la hubiese perdonado, pero a ella no le interesaba.

– ¿Y no fue nunca feliz conmigo?

– Quizá lo fuese durante uno o dos años. Mira, Harry, Evie necesitaba estar siempre en el candelero, quería ser el centro de atención. Una parte de ella renegaba de esa manera de ser, y por eso se casó contigo, me parece a mí. Buscaba su equilibrio personal, pero, por lo visto, su lado narcisista podía más.

– ¿Sabías lo de Sidonis?

– En absoluto. Durante vuestro matrimonio, ni lo suyo ni lo de ningún otro hombre, caso de haber alguno. Me parece que Evie no concedía a estas cosas tanta importancia como para hablar de ellas, o pudiera ser que no tuviese la suficiente confianza en mí.

– Yo sabía que no estaba contenta con su trabajo en la revista, pero…

– Lo detestaba. Había nacido para estar frente a una cámara, Harry. Lo sabes tan bien como yo, o por lo menos deberías saberlo. Desde que empezó a trabajar en Manhattan Woman se propuso dejarlo para volver a estar frente a una cámara.

– Últimamente, yo tenía la impresión de que trabajaba en algo que ella consideraba muy importante.

– No te equivocas.

– ¿Sabes de qué se trataba?

– No. Intenté sonsacárselo la última vez que nos vimos, pero sólo me contó que era un bombazo y que varios productores de programas de televisión de gran audiencia le habían ofrecido mucho dinero sólo por ver qué es lo que tenía hecho.

Harry miró hacia la pared del fondo del local, junto a la que había una escultura, hecha con tubos fluorescentes, que representaba a una altísima veinteañera -de más de metro ochenta- que sostenía en una mano una larga boquilla.

Aunque Evie fumaba sólo de vez en cuando, había algo en la escultura que se la recordó. Pensó que habría de pasar mucho tiempo para que detalles como aquél no se la recordasen.

– No más preguntas, señoría -dijo Harry, que apuró el bourbon y dejó la copa en la mesa-. Te agradezco de veras que hayas accedido a verme en seguida.

– Bobadas -repuso ella-. Eres un tío estupendo y, lo supiese apreciar o no, Evie era muy afortunada por tenerte a su lado. ¿De verdad crees, Harry, que alguien la asesinó?

– No sé qué pensar. Hasta dentro de unas semanas no habrán terminado con los análisis de sangre; quizá antes, si el inspector que quiere añadir mi cabellera a su colección se sale con la suya. Me preocupa que encuentren alguna sustancia tóxica, aunque no estoy seguro de que el hecho de que no hallen nada signifique que no la hayan asesinado.

– ¿Crees entonces la versión de la compañera de habitación de Evie?

Harry miró la fluorescente escultura mientras pensaba la respuesta. Dos días después de la muerte de Evie, volvió a la planta 9 del edificio Alexander y Maura Hughes no estaba. «Aún tenía terribles convulsiones, pero, por lo menos, ya no veía bichos», le dijo una de las enfermeras para describir su estado al darle el alta.

Harry tenía el convencimiento de que la verdadera razón de que le diesen el alta tan pronto era la negativa de su mutua a cubrirle más días de hospitalización, algo muy propio de las compañías de seguros, que acortaban la cobertura de las estancias casi tan radicalmente como declinaban toda responsabilidad por las consecuencias.

– Te he hecho una pregunta, Harry, sobre la compañera de habitación de Evie -dijo Julia al ver que no le contestaba-. Parecía que me ibas a responder, pero te has quedado ensimismado.

Harry miró a su copa vacía. Tras muchos años de casi total abstinencia, no aguantaba la bebida como antes. Sabía que distraerse con facilidad era el primer síntoma de la ebriedad.

«¿Y qué? -pensó-. Cuanto más ebrio, mejor.»

– La verdad es que sí creo en la versión de Maura Hughes. Un médico, o alguien que se hizo pasar por médico, entró en la habitación tras irme yo, y poco después de marcharse el supuesto médico se le reventó el aneurisma a Evie. Creo que le inyectó algo en el gotero. No me sorprendería que su muerte tuviese relación con el trabajo que preparaba. Daría cualquier cosa por saber de qué se trataba.

– ¿Has mirado en su despacho?

– ¿En el de la redacción de la revista?

– No, en el de Greenwich Village.

– ¿Cómo dices?

– Tenía un despacho alquilado. Ya sabes… para trabajar más a sus anchas. No sé exactamente en qué calle. Sólo que estaba en el Village.

– Pues… no… lo desconocía. ¿Y no sabes la dirección?

– Ni idea.

Harry pasó la mano por el exterior del bolsillo en el que llevaba el llavero de Evie.

– Tengo que averiguar dónde está ese despacho, Julia.

– Lo que tienes que hacer es ir a casa y dormir, Harry -le aconsejó ella con cara de preocupación-. Esté donde esté el despacho, mañana seguirá allí. Además, sin saber dónde está, no te va a ser fácil localizarlo. No tenía teléfono, según ella.

– Gracias -dijo Harry-. La verdad, Julia, es que me pregunto con quién he estado casado durante todos estos años.

Julia dejó un billete de veinte dólares y otro de diez bajo su copa y salió del bar con Harry. En seguida notaron que había refrescado.

– Mira, Harry -quiso tranquilizarlo ella-, si le preguntases lo mismo a diez personas distintas que conocieran a Evie, obtendrías diez respuestas diferentes. Sería como lo del ciego que trata de describir un elefante con sólo palpar una parte de su cuerpo: serpiente, árbol, palo, pared, manta… Todas tienen cierta base… pero… una base incierta. ¿Cogemos un taxi los dos?

– ¡Vamos, Julia! ¡Si vivimos cada uno en una punta de la ciudad! -protestó él-. ¿No irás a estar preocupada por mí? Me sentará bien pasear un poco para quitarme este «bourbonazo» de la cabeza. Iré a casa y dormiré. Te lo prometo.