El pasillo, que permitía atajar el camino hasta el auditorio, estaba cerrado para el público pero no para el personal médico. En el departamento de urgencias no cabía un alfiler. Todas las salas estaban ocupadas: cirugía mayor, cirugía menor, ortopedia, pediatría, curas, reconocimiento y cardiología.
– Cada persona es un mundo -añadió Harry.
– Sí -farfulló Steve-. En fin, a partir de hoy más nos vale estar atentos a las demandas de empleo.
Una enfermera los rebasó y entró en una de las salas de cardiología.
– Adminístrele otros tres de morfina -le oyeron decir a un médico al acercarse a la sala.
– ¿Cuánto Lasix le han dado?
– Ochenta, doctor…
– Taquicardia a causa del Valium. Estoy casi seguro.
– Le baja la presión, doctor.
– ¡Puñeta! Tenían que haber llamado a cardiología.
– Los he llamado al «busca», pero no han contestado.
Steve y Harry se detuvieron en la entrada. El paciente, un fornido setentón de color, estaba en situación crítica, semi incorporado en la camilla, jadeante. A cada inspiración se le oía un borbor en el pecho. Su ritmo cardíaco había subido a ciento setenta pulsaciones. El joven que tenía a su cargo al paciente era un buen médico, aunque con fama de perder la sangre fría en situaciones difíciles.
– ¿Qué presión tiene? -preguntó.
– Creo que siete, doctor, aunque apenas se oye.
Había inequívoca preocupación en la voz de la enfermera. Su reiterado empleo de la palabra «doctor» llevaba implícita la sugerencia de que hiciese algo.
– No podemos esperar a cardiología -dijo el médico-. Prepárese para aplicarle un electroshock de trescientos joules, Janice. Y vuelvan a llamar a cardiología.
Steve Josephson miró a Harry alarmado.
– Edema pulmonar -dijo Josephson.
– Creo que así es -convino Harry.
– El monitor no refleja nada que se deba al Valium.
– Estoy de acuerdo. Una taquicardia sin más, diría yo, debido a lo estresante de la situación.
– No podemos dejar que le aplique el electroshock.
Harry vaciló unos momentos pero asintió. Luego, él y Steve se acercaron al paciente.
– Es una simple taquicardia, Sam -le susurró Harry muy quedamente para que sólo el joven médico lo oyese-. Puede matarlo si le aplica un electroshock.
El médico miró primero al monitor y luego a las enfermeras y a los técnicos que rodeaban al paciente. Su expresión pasó de la perplejidad a la ira y al azoramiento, pero en seguida sintió alivio.
– ¿Quiere hacerse cargo usted? -preguntó Sam-. Pues, nada, adelante. De verdad.
Sin decir palabra, Harry cogió una toalla y le secó al paciente el sudor de la frente. Miró el brazalete de identificación.
– Soy el doctor Corbett, señor Miller. Apriete la mano si me comprende. Bien. No va a ocurrirle nada, pero tiene que intentar respirar más pausadamente. Ya sé que es difícil y que está asustado, pero puede hacerlo. Nos ocuparemos de usted. ¿Qué opina, Steve?
– No estoy seguro. Su ritmo cardíaco es demasiado rápido.
– ¿Hiperconcentración de hematíes?
– Un cincuenta por ciento de probabilidades. Si no es fumador, la concentración es excesiva.
Steve y Harry miraron a Sam, que meneó la cabeza.
– No ha fumado en su vida -dijo Sam-. ¿Qué tendrá que ver en esto su concentración de glóbulos rojos?
Harry no apreció que el paciente tuviese los tobillos hinchados, ni ningún otro síntoma externo que revelase exceso de líquidos. Con independencia de cuál fuese la causa, el fallo cardíaco provocaba una presión anómala en la circulación pulmonar. El suero, la parte no celular de la sangre, irrumpía a través de las paredes de los vasos pulmonares. Como consecuencia de ello, los glóbulos rojos, demasiado grandes para pasar a través de los capilares, los obstruían. Harry le examinó las pupilas al enfermo para ver si había constricción que delatase un marcado efecto narcótico. Las tenía pequeñas pero no constreñidas.
– Tres más de morfina -dijo Harry-. Denme una bolsa para sangría, por favor. Le extraeremos un poco de sangre. Prepárense para intubarlo, por si es necesario -añadió, volviendo a enjugarle el sudor de la frente al paciente-. Lo está haciendo muy bien, Miller -lo animó-. Intente respirar un poco más lentamente aún.
– Perdone -musitó el joven médico, perplejo- ¿le van a extraer sangre?
– En efecto.
– Pero… eso ya no lo hace nadie.
– Va muy bien, Miller -dijo Harry, que miró luego a Sam-. Esto ya no lo hace nadie, ¿eh? Pues nosotros sí, Sam-añadió-. Sobre todo con alguien que tiene tal concentración de hematíes. Que un método no sea de tecnología punta no significa que no sirva. A menudo, tratar de reducir líquidos con diuréticos no es tan eficaz como lo que vamos a hacer. Y con alguien con tal concentración de glóbulos rojos los diuréticos son bastante más peligrosos. Todo líquido que se le elimine con diuréticos hará que aumente su concentración de hematíes y, tarde o temprano, puede reventarle un vaso. Presión, por favor.
– Estabilizada en ocho. Se oye algo mejor -contestó la enfermera.
Harry miró a Steve Josephson, que insertó la gruesa aguja para las flebotomías en una vena con una destreza sorprendente para sus gruesos dedos. Al instante, la sangre fluyó por el tubo y empezó a llenar la botella de plástico.
La remisión del edema pulmonar de Clayton Miller fue espectacular.
– Ya… respiro… algo mejor -logró decir Miller al cabo de un minuto.
– ¿Qué le parece, Steve? ¿Le sacamos otros cien centímetros cúbicos?
– Si la presión no baja, se le pueden extraer incluso doscientos.
Harry ajustó ligeramente la aguja y el flujo de sangre aumentó. Durante poco más de un minuto todos guardaron silencio.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó de pronto Miller, que respiró hondo, visiblemente distendido-. ¡Dios mío!… Estoy mejor, mucho mejor.
La verdad era que respiraba aún con dificultad, aunque el ritmo respiratorio era más normal. Las pulsaciones habían bajado a cien, y las demás constantes también se normalizaban. Las dos enfermeras se miraron con desbordante alivio. El joven médico se acercó a Steve y a Harry.
– Es increíble -dijo-. No sé qué decir, señor Miller. Los doctores Corbett y Josephson han sido providenciales para usted, y para mí.
El paciente hizo un amago de levantar ambos pulgares.
– Escuchen -prosiguió Sam-: me he enterado de lo de la comisión que han formado para recortar sus privilegios. Por mi parte, si quieren que les escriba lo que acaba de ocurrir aquí esta mañana, lo haré encantado.
– Me parece que es ya un poco tarde para eso -dijo Harry-. Lo que sí podría hacer es dejarle una nota al doctor Sidonis. A lo mejor la lee antes de su redicha salutación de costumbre.
Los tres médicos miraron hacia la puerta al oír pasos. El glacial Gaspar Sidonis acababa de dar media vuelta y enfilaba hacia el auditorio.
Capítulo 2
Green Dolphin Street, un arreglo de Wes Montgomery que sonó en la cabezade Harry en cuanto se hubo acomodado en una butaca de la última fila del auditorio.
Harry empezó a tamborilear con los dedos en el brazo metálico de la butaca, al ritmo de Green Dolphin Street.
Le gustaba toda clase de música y el jazz lo entusiasmaba. Empezó a tocar el contrabajo en el instituto en el que cursó el bachillerato, y aún tocaba con una banda cuando tenía tiempo. Con los años había llegado a reparar en que Green Dolphin Street tendía a acudir a su mente siempre que estaba excitado (tenso, pero listo para pasar a la acción). Había tarareado aquella pieza al ir a examinarse de química orgánica y, luego, en las prácticas como médico de cabecera. Por supuesto, durante la guerra siempre la escuchaba, en cinta o en su imaginación. Ahora, después de muchísimo tiempo, volvía a oírla en su interior.