Pero no todo fue malestar: durante aquellos dos meses y medio Arledge gozó de la compañía de Kerrigan con más frecuencia de la acostumbrada. Poco sabía de él, pero su conversación, y más aún los relatos con que le obsequiaba, expuestos siempre de la manera más abstracta que pueda concebirse y sin localizar nunca ni en el tiempo ni en el espacio, representaban para Arledge un libro interminable de aventuras y peligros que hacía revivir con toda intensidad las emociones suscitadas por sus lecturas de infancia; y la imaginación de Arledge, a falta de datos concretos que le permitieran situar sus andanzas en algún punto determinado del globo, le presentaba la audaz figura de Kerrigan en los más variados escenarios o atuendos; tan pronto lo veía con una gorra blanca de capitán surcando los mares de China como vistiendo un uniforme gris en Vicksburg, burlando a los aduaneros de Liverpool o junto a los anarquistas de la Mano Negra, en medio de los desiertos árabes o vagando por los muelles de cualquier ciudad portuaria del mundo, cicerone en Florencia en compañía de bellas damas, como único superviviente de la voladura del Maine o con Gordon Bajá en el Sudán. De él sólo sabía cuatro cosas seguras: que era americano, que en su primera juventud había trabajado como piloto de un barco de vapor en el río Mississippi, que en una ocasión había sido protagonista de una apasionada historia de amor -aunque por desgracia desconocía los pormenores, trágicos sin duda-, y que había descubierto una isla en el Pacífico de cuya existencia sólo Kerrigan sabía y que guardaba algo muy querido para él, motivo de extraños viajes y largas ausencias. Aquello era todo lo que las disimuladas y corteses indagaciones de Arledge habían podido averiguar: su familia, su pasado, sus ocupaciones, y por encima de todo, el origen de su fortuna, necesariamente inmensa, que le permitía vivir con holgura sin tener que hacer nada en absoluto, todo ello era un misterio por desvelar. Su inglés, muy maleado seguramente por los constantes viajes, conservaba aún, sin embargo, un acento que delataba su elevada procedencia social, y su conversación, siempre ágil e ingeniosa, revelaba unos conocimientos difíciles de adquirir entre océanos, desiertos, batallas y conspiraciones. Aunque el blanco y el amarillo se confundían en su cabello y en su frondoso bigote, no debía de rebasar los cincuenta años, y su figura, todavía esbelta y erguida, hacía pensar en menos. Su manera de vestir, llamativa en exceso, denotaba cierta falta de buen gusto y sus incondicionales botas altas hacían demasiado ruido al andar, pero lo que a ademanes y a costumbres se refiere era un perfecto caballero sin tacha. Su popularidad en París, ciudad en la que residía desde 1899, era enorme, y su presencia, requerida en las grandes ocasiones, hacía las delicias de insoportables damas entradas en años que, como Mme D' Almeida, alimentaban sin tregua su vanidad y ponían en peligro su vida, merced a sus indiscretos comentarios, con más frecuencia de la deseada.
Kerrigan, sin embargo, no se llevaba muy bien con la mayoría de los ilustres expedicionarios franceses; él gozaba de sus simpatías pero ellos no de la suya. Solía tratarlos con una reservada tolerancia que a veces rayaba en un soterrado desprecio que se manifestaba mediante un repentino laconismo que los demás tomaban por excentricidad, cuando más bien respondía -eso al menos intuía Arledge- a un estado de tremenda desilusión y tristeza. En tales momentos nada podía hacerle recuperar su amplia sonrisa; buscaba un sillón y permanecía allí durante largo rato, casi acurrucado, meditativo; su mirada despedía insatisfacción por todo lo que había a su alrededor. Estos mutismos, que por lo general iban seguidos de una de sus súbitas partidas hacia tierras bañadas por el mar, eran escasos, pero en los meses que precedieron a su visita matinal a la rue Buffault se habían hecho más frecuentes, suceso tal vez motivado por un artículo sobre los americanos instalados en Europa que había aparecido poco antes, bajo pseudónimo, en una revista británica y en el que le eran dedicadas unas frases descorteses («…envejecido hombre de acción, intenta que la atención recaiga sobre su persona mediante la explotación de pequeñas incógnitas que rodean a su vida, cuando su imagen, tras cinco años de sosegada y confortable estancia en París, se ha convertido en la de un potentado en conservador de la sociedad de medianoche, falto de ambiciones y enemigo del riesgo…»), y por ello, dejando de lado la natural excitación que su plan, una vez aceptado, despertó en Arledge, éste no pudo dejar de sentir una inmensa alegría al contemplarle de nuevo lleno de vitalidad y entusiasmo, derrochando energías, los ojos brillantes. Este desdén por el resto de los viajeros llevó a Kerrigan a confiar al escritor inglés afincado en Francia los problemas con que se iba topando a medida que el tiempo avanzaba y la fecha señalada se aproximaba; y aunque Arledge no podía ayudarle a resolverlos, le ofrecía la oportunidad de retroceder en el pasado y de regresar a los paisajes en que había transcurrido su juventud, con lo que su momentáneos abatimientos encontraban un rápido fin. La distante amistad de Arledge y Kerrigan se intensificó y se hizo más cordial durante aquella temporada, sin que ello significara que los extremos siempre molestos que invitan a la confianza fueran alcanzados.
A esta serie de inconvenientes e incentivos (todos ellos de idéntica consecuencia: avivar el deseo de partir) se añadió, entre los segundos, uno que, enriquecido por una mala costumbre, llegó a arrebatarle el sueño a Arledge más de una noche. La curiosidad, pues de ella se trataba, fue en Victor Arledge, desde niño, más que una característica, un método, y entre sus futuros compañeros de viaje había un personaje que llamaba su atención en este sentido con más fuerza de lo normal. Era un expedicionario inglés, residente en Londres, llamado Hugh Everett Bayham, pianista joven y prometedor, hijo de un acomodado terrateniente, asiduo de la vida nocturna londinense, casado con la conocida actriz Margaret Holloway. Pero no eran estos datos, vulgares y carentes de atractivo, los que hacían que los oídos de Arledge se agudizaran cada vez que aquel nombre era mencionado en su presencia. Poco antes de que Kerrigan concibiera la realización de aquella travesía, Arledge había recibido una larga carta de Esmond Handl -solían escribirse aproximadamente cada dos meses- en la que le hablaba de Bayham y de un extraño suceso que había tenido lugar en torno a él. Cuando Arledge tuvo noticia de ello sintió impulsos de trasladarse a Londres y, por medio de Handl, ponerse en contacto con Bayham, tal era el misterio que rodeaba a su persona; pero la pereza, tan arraigada en él como la curiosidad si no más, le disuadió, y aquel asunto cayó en el olvido; mas no por mucho tiempo: una semana después de haber firmado la tarjeta que decidía su participación en la aventura del Tallahassee Kerrigan le anunció que cuatro músicos ingleses habían dado su conformidad para ser parte integrante de la expedición. Y uno de ellos era Hugh Everett Bayham. Desde entonces, espoleado por la perspectiva de un encuentro con él, el interés de Arledge no sólo volvió a aparecer sino que se fue incrementando a medida que los días se sucedían. La carta de Handl fue rescatada de entre sus gigantescas pilas de correspondencia, ocupó un lugar privilegiado en su mesa de trabajo y fue releída con regularidad.
"Mi querido amigo:
Por una vez voy a poder omitir las noticias consabidas y monocordes con que acerca de nuestras actividades y progresos te suelo atosigar. En esta ocasión tengo algo mucho más interesante que contar y estoy seguro de que el relato que voy a ofrecerte será de tu agrado; ello permite que por adelantado goce de tu agradecimiento. Sin embargo, antes de nada, y para que esta carta no resulte demasiado extraña a tus ojos, te diré que Clara se encuentra en perfecto estado de salud después de una ligera afección pulmonar que la retuvo en cama: durante diez días y que todo marcha muy bien entre nosotros, que Adiós, querida Bárbara cosecha éxitos diarios de público y de crítica, que, Margaret Holloway ha accedido a pasarse por una vez a la comedia e interpretar el papel principal de nuestra próxima obra al lado de Roger Gaylord, y que te deseo gloria y vítores en el teatro Antoine. Y una vez demostrado que soy yo y no un impostor el que escribe, pasaré a narrarte las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham, buen amigo -si bien reciente-, músico de indudable talento, hombre de gran imaginación -aunque no desmesurada-, figura continental del momento, de quien, como recordarás, ya te hablé en mi última carta con motivo de nuestra presentación.