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Habrían pasado unos seis u ocho meses de aquella tarde en que Paúl me dio las malas noticias de la camarada Arlette, cuando, una mañana muy temprano, el gordo, a quien no veía hacía tiempo, vino a buscarme al hotel para que desayunáramos juntos. Fuimos a Le Tournon, un bistrot en la calle de ese nombre, en la esquina de Vaugirard.

– Aunque no te lo debería decir, he venido a despedirme -me anunció-. Dejo París. Sí, mi viejo, parto al Perú. Nadie lo sabe aquí, así que no sabes nada tú tampoco. Mi mujer y Jean-Paul ya están allá.

La noticia me dejó mudo. Y, de pronto, me entró un miedo espantoso, que traté de ocultar.

– No te preocupes -me tranquilizó Paúl, con esa sonrisa que le inflaba los cachetes y daba a su cara un aspecto

de payaso-. No me pasará nada, ya verás. Y, cuando la revolución triunfe, te mandaremos de embajador a la Unesco. ¡Prometido!

Durante un rato estuvimos sorbiendo nuestras tazas de café, en silencio. Mi croissant se había quedado intacto sobre la mesa y Paúl, empeñado en bromear, me dijo que, como por lo visto algo me estaba quitando el apetito, él se sacrificaría dando cuenta de esa crujiente medialuna.

– A donde voy los croissants deben ser malísimos -añadió.

Entonces, sin poder contenerme más, le dije que iba a hacer una imperdonable estupidez. No iba a ayudar a la revolución, ni al MIR, ni a sus camaradas. El lo sabía tan bien como yo. Su gordura, que lo dejaba acezando apenas caminaba una cuadra en Saint Germain, sería en los Andes un estorbo tremendo para la guerrilla, y, por eso mismo, él sería uno de los primeros a quienes los soldados matarían apenas se iniciara el alzamiento.

– ¿Te vas a hacer matar por los chismes estúpidos de cuatro resentidos de París que te acusan de oportunista? Recapacita, gordo, no puedes hacer una cojudez así.

– Lo que digan los peruanitos de París me importa un carajo, compadre. No se trata de ellos, se trata de mí. Es una cuestión de principio. Mi obligación es estar allá.

Y pasó otra vez a bromear y a asegurarme que, a pesar de sus 120 kiios, en el entrenamiento militar había pasado todas las pruebas y, además, mostrado una excelente puntería. Su decisión de volver al Perú le había traído discusiones con Luis de la Puente y la dirección del MIR. Todos querían que siguiera en Europa, como representante del movimiento ante las organizaciones y gobiernos hermanos, pero él, con su terquedad a prueba de balas, terminó por imponerse. Viendo que no había nada que hacer y que mi mejor amigo de París había decidido poco menos que suicidarse, le pregunté si su partida significaba que la insurrección estallaría pronto.

– Cuestión de un par de meses, acaso menos.

Tenían tres campamentos montados en la sierra, uno en el departamento del Cuzco, otro en Piura y otro en la región del centro, en la vertiente oriental de la Cordillera, por la ceja de selva de Junín. Contrariamente a mis profecías, me aseguró que la gran mayoría de los becados se habían internado en los Andes. Las deserciones habían sido menos del diez por ciento. Con un entusiasmo que a ratos se volvía euforia, me dijo que la operación retorno de los becados había sido un éxito. Estaba feliz, porque la había dirigido él mismo. Habían vuelto de uno en uno o de dos en dos, en complicadas trayectorias que a algunos muchachos, para borrar las pistas, les hicieron dar la vuelta al mundo. Nadie había sido descubierto. En el Perú, De la Puente, Lobatón y los demás habían tendido redes urbanas de apoyo, formado equipos médicos, instalado en los campamentos estaciones de radio, así como escondites dispersos para el parque y los explosivos. Los contactos con los sindicatos campesinos, sobre todo en el Cuzco, eran excelentes y esperaban que, una vez iniciada la rebelión, muchos comuneros se incorporaran a la lucha. Hablaba con alegría, convencido de lo que decía, con seguridad, exaltado. Yo no podía disimular mi tristeza.

– Ya sé que no me crees nada, don incrédulo -murmuró, al fin.

– Te juro que nada me gustaría más que creerte, Paúl. Y tener el entusiasmo que tú.

Él asintió, observándome con su afectuosa sonrisa de luna llena.

– ¿Y tú? -me preguntó, cogiéndome el brazo-. ¿Tú qué, mi viejo?

– Yo, nada -le respondí-. Yo, aquí, de traductor en!a Unesco, en París.

Vaciló un momento, temeroso de que lo que iba a decir pudiera lastimarme. Era una pregunta que, sin duda, había estado comiéndole la lengua hacía tiempo.

– ¿Eso es lo que quieres ser en la vida? ¿Nada más que eso? Todos los que vienen a París aspiran a ser pintores, escritores, músicos, actores, directores de teatro, a hacer un doctorado o la revolución. ¿Tú sólo quieres eso, vivir en París? Nunca me lo he tragado, viejito, te confieso.

– Ya sé que no. Pero, es la pura verdad, Paúl. De chiquito, decía que quería ser diplomático, pero era sólo para que me mandaran a París. Eso es lo que quiero: vivir aquí. ¿Te parece poco?

Le señalé los árboles del Luxemburgo: cargados de verdura, desbordaban las rejas del jardín y lucían airosos bajo el cielo encapotado. ¿No era lo mejor que podía pasarle a una persona? ¿Vivir, como en el verso de Vallejo, entre «los frondosos castaños de París»?

– Reconoce que escribes poesías a escondidas -insistió Paúl-. Que es tu vicio secreto. Muchas veces hemos hablado de eso, con otros peruanos. Todos creen que escribes y que no te atreves a confesarlo por tu espíritu autocrítico. O por timidez. Todos los sudamericanos vienen a París a hacer grandes cosas ¿Quieres hacerme creer que tú eres la excepción a la regla?

– Te juro que lo soy, Paúl. No tengo más ambiciones que seguir aquí, como ahora.

Lo acompañé a tomar el metro en el Carrefour del Odeón. Cuando nos abrazamos, no pude evitar que se me mojaran los ojos.

– Cuídate, gordo. No hagas cojudeces alla arriba, por favor.

– Sí, sí, claro que sí, Ricardo -me volvió a abrazar. Y vi que él también tenía los ojos húmedos.

Me quedé allí, en la boca de la estación, viéndolo bajar las escaleras con lentitud, estorbado por su redondo corpachón. Tuve la seguridad absoluta de que era la última vez que lo veía.

La partida del gordo Paúl me dejó algo vacío, porque él fue el mejor compañero de aquellos tiempos inciertos de mi instalación en París. Felizmente, los contratos de «temporero» en la Unesco y mis clases de ruso y de interpretación simultánea me tenían muy ocupado y en las noches llegaba a mi buhardilla del Hotel du Sénat casi sin fuerzas para pensar en la camarada Arlette o el gordo Paúl. A partir de esa época, creo, sin habérmelo propuesto, fui insensiblemente apartándome de los peruanos de París, a los que antes veía con cierta frecuencia. No buscaba la soledad, pero ésta no era problema para mí desde que quedé huérfano y mi tía Alberta me tomó a su cargo. Gracias a la Unesco ya no tenía angustias de supervivencia; el sueldo de traductor y los giros esporádicos de mi tía me alcanzaban para vivir y pagarme mis placeres parisinos: el cine, las exposiciones, el teatro y los libros. Era un cliente asiduo de la librería La Joie de Lire, de la rué Saint Séverin, y de los bouquinistes de los muelles del Sena. Iba al TNP, a la Comedie Francaise, al Odeón y, de vez en cuando, a los conciertos en la Sala Pleyel.

Y por esa época tuve también el amago de un romance con Carmencita, la muchacha española que, vestida de negro de pies a cabeza como Juliette Greco, cantaba, acompañándose de una guitarra, en L'Escale, el barcito de la rue Monsieur le Prince frecuentado por españoles y sudamericanos. Era española pero no había pisado nunca su país, porque sus padres, republicanos, no podían o no querían volver allá mientras viviera Franco. Esa ambigua situación la atormentaba y aparecía con frecuencia en su conversación. Carmencita era alta, delgada, con una melenita a lo garcón y unos ojos melancólicos. No tenía una gran voz, pero sí muy melodiosa, y sobre todo decía maravillosamente, susurrándolas y con unas pausas y énfasis de mucho efecto, canciones adaptadas de letrillas, poemas, refranes y decires del Siglo de Oro. Había vivido un par de años con un actor y la ruptura con él la dejó tan afectada que -me lo dijo con esa brusquedad que tanto me chocaba al principio en mis colegas españoles de la Unesco- «no quería liarse con ningún tío por el momento» Pero aceptaba que la invitara al cine, a cenar y, una noche, fuimos al Olympia a oír a Leo Ferré, al que los dos preferíamos a los otros cantantes de moda del momento; Charles Aznavour y Georges Brassens. Al despedirnos¡ luego del concierto, en el metro de l'Opéra, me dijo, rozándome los labios: «Estás empezando a gustarme, peruanito». Absurdamente, cada vez que salía con Carmencita me invadía un malestar, el sentimiento de estar siendo desleal con la amante del comandante Chacón, un personaje al que me imaginaba de grandes bigotes y contoneando en las caderas un par de pistolones. Mi relación con la española no pasó de ahí porque una noche la descubrí en un rincón de L'Escale muy acarameladita en brazos de un señor enchalinado y patilludo.