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Unos meses después de la partida de Paúl el señor Chames, cuando no había trabajo para mí en la Unesco, comenzó a recomendarme para que me contrataran también de traductor en conferencias y congresos internacionales en París o en otras ciudades europeas. Mi primer contrato fue en la Junta de Energía Atómica, en Viena, y, el segundo, en Atenas, un congreso internacional del algodón. Esos viajes de pocos días, bien pagados, me permitían conocer lugares donde de otro modo nunca hubiera ido. Aunque los nuevos trabajos recortaron algo mi tiempo, no abandoné mi estudios de ruso ni las prácticas de interpretación, pero seguí con ellos de manera interrumpida.

Fue a la vuelta de uno de esos viajecitos de trabajo, esta vez a Glasgow, una conferencia sobre tarifas aduaneras en Europa, que me encontré en el Hotel du Sénat una carta de un primo hermano de mi padre, el Dr. Ataúlfo Lamiel, abogado de Lima. Este tío segundo, al que apenas había tratado, me informaba que mi tía Alberta había muerto, de una pulmonía, y me había hecho su heredero universal. Era indispensable que fuera a Lima para acelerar los trámites de la sucesión. El tío Ataúlfo me ofrecía adelantarme el pasaje en avión, a cuenta de aquella herencia, que, me anunciaba, no haría de mí un millonario pero sería una buena ayuda en mi estancia parisina. Fui a la oficina de correos de Vaugirard a enviarle un telegrama, diciéndole que yo me pagaría el pasaje y que viajaría a Lima lo antes posible.

La muerte de la tía Alberta me dejó hecho una noche muchos días. Era una mujer sana y no había cumplido setenta años. Aunque conservadora y prejuiciosa a más no poder, esta tía solterona, hermana mayor de mi padre, había sido siempre muy cariñosa conmigo y, sin su generosidad y cuidados, no sé qué hubiera sido de mí. A la muerte de mis padres, en un estúpido accidente automovilístico, atropellados por un camión que se dio a la fuga, cuando viajaban a Trujillo, a la boda de la hija de unos íntimos amigos -yo tenía diez años-, ella los reemplazó. Hasta que terminé la carrera de abogado y me vine a París, viví en su casa y, aunque sus anacrónicas manías a menudo me exasperaban, la quería mucho. Ella, desde que me adoptó, se dedicó a mí en cuerpo y alma. Sin la tía Alberta, me iba a quedar solo como un hongo y mis vínculos con el Perú tarde o temprano se eclipsarían.

Esa misma tarde fui a las oficinas de Air France a comprar un pasaje de ida y vuelta a Lima, y luego pasé por la Unesco a explicarle al señor Chames que debía tomar unas vacaciones forzosas. Cruzaba el hall de la entrada cuando me di con una elegante señora de tacones de aguja, envuelta en una capa negra con filos de piel, que me quedó mirando como si nos conociéramos.

– Vaya, vaya, qué chiquito es el mundo -me dijo, acercándose y tendiéndome la mejilla-. ¿Qué haces tú por acá, niño bueno?

– Trabajo aquí, de traductor -alcancé a balbucear, totalmente desconcertado por la sorpresa, y muy consciente del perfume a esencia de lavanda que me entró por las narices al besarla. Era ella, pero había que hacer un gran esfuerzo para reconocer en esa cara tan bien maquillada, en esos labios rojos, en esas cejas depiladas, en esas pestañas sedosas y curvas que sombreaban unos ojos picaros que el lápiz negro había alargado y profundizado y en esas manos de largas uñas que parecían recién salidas de la manicurista, a la camarada Arlette.

– Cómo has cambiado desde la última vez -le dije, mirándola de arriba abajo-. ¿Hace como tres años, no?

– ¿Cambiado para mejor o para peor? -me preguntó, totalmente dueña de sí misma, haciendo sobre el sitio, con las manos en la cintura, una media vuelta de modelo.

– Para mejor -reconocí, sin reponerme todavía de la impresión- La verdad, estás lindísima. Supongo que ya no te puedo llamar Lily ni chilenita, ni camarada Arlette la guerrillera. ¿Cómo diablos te llamas ahora?

Ella se rió, mostrándome la sortija de oro de su mano derecha:

– Ahora llevo el nombre de mi marido, como se usa en Francia: madame Robert Arnoux.

Me atreví a preguntarle si podíamos tomar un café, para recordar los viejos tiempos.

– Ahora no, mi marido me está esperando -se excusó, con burla-. Es diplomático y trabaja aquí, en la delegación francesa. Mañana a las once, en Les Deux Magots. ¿Conoces, no?

Esa noche estuve largamente desvelado, pensando en ella y en la tía Alberta. Cuando al fin pesqué el sueño tuve una disparatada pesadilla en que ambas aparecían agrediéndose con ferocidad, indiferentes a mis súplicas para que resolvieran su diferendo como personas civilizadas. La pelea se debía a que mi tía Alberta acusaba a la chilenita de haberle robado su nuevo nombre a un personaje de Flaubert. Me desperté agitado, sudando, todavía oscuro, entre maullidos de gato.

Cuando llegué a Les Deux Magots, madame Roben Arnoux estaba ya allí, en una mesa de la terraza protegida por una vidriera, fumando con boquilla de marfil, y tomándose un café. Parecía un maniquí de Vogue vestida toda de amarillo, con unos zapatitos blancos y una sombrilla floreada. El cambio era extraordinario, en verdad.

– ¿Todavía sigues enamorado de mí? -me dijo de entrada, rompiendo el hielo.

– Lo peor es que creo que sí -admití, sintiendo calor en las mejillas-. Y, si no lo estuviera, volvería a estarlo desde hoy mismo. Te has convertido en una mujer bellísima, además de elegantísima. Te veo y no creo lo que veo, niña mala.

– Ya ves lo que te perdiste por cobarde -replicó, sus ojitos color miel constelados de chispas burlonas- mientras me echaba una bocanada de humo a la cara con toda intención-. Si aquella vez que te propuse quedarme contigo me hubieras dicho sí, ahora sería tu mujer. Pero no querías quedar mal con tu amigo, el camarada Jean, y me despachaste a Cuba. Perdiste la ocasión de tu vida, Ricardito.

– ¿No tiene compostura? ¿No puedo hacer examen de conciencia, dolor de corazón y propósito de enmienda?

– Ahora ya es tarde, niño bueno. ¿Qué partido puede ser para la esposa de un diplomático francés un pichiruchi traductor de la Unesco?

Hablaba sin dejar de sonreír, moviendo su boca con una coquetería más refinada que la que yo le recordaba. Contemplando sus labios tan marcados y sensuales, arrullado por la música de su voz, tuve unos deseos enormes de besarla. Sentí que se me apuraba el corazón.

– Bueno, si ya no puedes ser mi mujer, queda siempre la posibilidad de que seamos amantes.

– Soy una esposa fiel, la perfecta casada -me aseguró, simulando ponerse seria. Y, sin transición-: ¿Qué fue del camarada Jean?. ¿Regresó al Perú a hacer la revolución?

– Hace varios meses. No he sabido nada de él ni de los otros. Ni he leído ni oído que haya guerrillas por allá. A lo mejor todos esos castillos en el aire revolucionarios se hicieron humo. Y todos los guerrilleros se volvieron a sus casas y se olvidaron del asunto.