Apenas regresé a Francia, luego de subir a mi buhardilla del Hotel du Sénat y aun antes de desempacar, lo primero que hice fue llamar por teléfono a madame Robert Arnoux.
Me dio cita al día siguiente y me dijo que, si quería, podíamos almorzar juntos. La recogí a la salida de la Alliance Francaise, en el boulevard Raspail, donde estaba siguiendo un curso acelerado de francés, y fuimos a almorzar un curry d'agneau a La Coupole, en el boulevard Montparnasse. Estaba vestida con sencillez, pantalones y sandalias y una casaca ligera. Llevaba unos pendientes de colores que hacían juego con su collar y su pulsera y un bolso colgado al hombro, y cada vez que movía la cabeza sus cabellos ondeaban con alegría. La besé en las mejillas y en las manos y ella me saludó con un «Creí que vendrías más quemadito del verano limeño, Ricardito». Se había vuelto una mujercita muy elegante, en verdad: combinaba los colores con gusto y se maquillaba con mucha gracia. Yo la observaba, todavía estupefacto con su mudanza. «No quiero que me cuentes nada del Perú», me advirtió, de modo tan categórico que no le pregunté por qué. Más bien, le conté lo de mi herencia. ¿Me ayudaría a buscar un pisito donde mudarme?
Aplaudió, entusiasmada:
– Me encanta la idea, niño bueno. Y te ayudaré a amueblarlo y decorarlo. Ya tengo práctica, con el mío. Está quedando lindo, verás.
Luego de una semana de trajines, en las tardes, después de sus clases de francés, que nos llevaban a recorrer agencias y pisos en el Barrio Latino, Montparnasse y el XIVéme, encontré un departamento de dos cuartos, baño y cocina en la rué Joseph Granier, en un edificio art déco de los años treinta, con dibujos geométricos -rombos, triángulos y círculos- en la fachada, por las vecindades de la École Militaire, en el VIIéme, muy cerca de la Unesco. Estaba en buen estado y, aunque daba a un patio interior y por ahora había que subir a pie los cuatro pisos del edificio -el ascensor estaba en construcción-, tenía mucha luz, pues, además de dos ventanales, una gran claraboya cóncava lo exponía al cielo de París. Costaba cerca de setenta mil dólares pero no tuve dificultad en que la Société Genérale, el banco donde tenía mi cuenta, me concediera un préstamo por lo que me faltaba. Aquellas semanas, buscando piso y, luego, mientras lo hacía vivible, -limpiándolo, pintándolo y amueblándolo con cuatro cachivaches comprados en La Samaritaine y en el Marché aux Puces, veía a madame Robert Arnoux todos los días, de lunes a viernes -sábados y domingos ella los pasaba con su marido, en el campo-, desde la salida de sus clases hasta las cuatro o cinco de la tarde. Se divertía ayudándome en mis trajines, practicando su francés con corredores inmobiliarios y porteras, y mostraba tan buen humor que -se lo dije- parecía que aquel departamentito al que estaba dando vida fuera para que lo compartiéramos.
– Es lo que te gustaría, ¿no, niño bueno?
Estábamos en un bistrot de l'avenue de Tourville, junto a les Invalides, y yo le besaba las manos y le buscaba la boca, loco de amor y de deseo. Asentí, varias veces.
– El día que te mudes, lo estrenaremos -me prometió.
Cumplió su promesa. Fue la segunda vez que hicimos el amor, esta vez a plena luz de un día que entraba a chorros por la ancha claraboya desde la cual unas palomas curiosas nos observaban desnudos y abrazados sobre el colchón sin sábanas, recién liberado del plástico en que lo había traído envuelto el camión de La Samaritaine. Las paredes olían a pintura fresca. Su cuerpo seguía tan delgadito y bien formado como en mi memoria, con su estrecha cintura que parecía caber en mis manos y su pubis de ralos vellos, más blanco que el terso vientre o los muslos donde la piel se oscurecía y matizaba con un viso verdoso pálido. Toda ella despedía una fragancia delicada, pero se acentuaba en el nido tibio de sus axilas depiladas, tras de sus orejas y en su sexo pequeñito y húmedo. En sus arqueados empeines la piel dejaba traslucir unas venitas azules y a mí me enternecía imaginar la sangre fluyendo despacito por ellas. Como la vez anterior, se dejó acariciar con total pasividad y escuchó callada, fingiendo una exagerada atención o como si no oyera nada y pensara en otra cosa, las palabras intensas, atropelladas, que yo le decía al oído o a la boca mientras pugnaba por separarle los labios.
– Hazme venir, primero -me susurró, con un tonito que escondía una orden-. Con tu boca. Después, será más fácil que entres. No te vayas a venir todavía. Me gusta sentirme irrigada.
Hablaba con tanta frialdad que no parecía una muchacha haciendo el amor sino un médico que formula una descripción técnica y ajena del placer. No me importaba nada, era totalmente feliz, como no lo había sido en mucho tiempo, acaso nunca. «Jamás podré pagarte tanta felicidad, niña mala.» Estuve largo rato con mis labios aplastados contra su sexo fruncido, sintiendo que los vellos de su pubis me cosquilleaban la nariz, lamiendo con avidez, con ternura, su clítoris pequeñito, hasta que la sentí moverse, excitada, y terminar con un temblor de su bajo vientre y sus piernas.
– Entra, ahora -susurró, con la misma vocecita mandona.
Tampoco esta vez fue fácil. Era estrecha, se encogía, me resistía, se quejaba, hasta que por fin lo conseguí. Sentí mi sexo como fracturado por esa viscera palpitante que lo estrangulaba. Pero era un dolor maravilloso, un vértigo en el que me hundía, trémulo. Casi inmediatamente eyaculé.
– Te vienes muy rápido -me riñó la señora Arnoux, jalándome los cabellos-. Tienes que aprender a demorarte, si quieres hacerme gozar.
– Aprenderé todo lo que tú quieras, guerrillera, pero ahora calla y bésame.
Ese mismo día, al despedirnos, me invitó a cenar, para presentarme a su marido. Tomamos una copa en su bonito departamento de Passy, decorado de la manera más burguesa que cabía imaginar, con cortinajes de terciopelo, mullidas alfombras, muebles de época, mesitas con figuritas de porcelana y, en las paredes, unos grabados de Gavarni y de Daumier con escenas picantes. Fuimos a cenar a un bistrot de la vecindad cuya especialidad, según el diplomático, era coq au vin. Y, de postre, sugería la tarte tatin.
Monsieur Robert Arnoux era bajito, calvo, con un bigotito mosca que se movía cuando hablaba, de anteojos de espesos cristales, y debía doblarle la edad a su mujer. La trataba con grandes miramientos, poniéndole o retirándole la silla y ayudándola con el impermeable. Toda la noche estuvo alerta, sirviéndole vino cuando se le vaciaba la copa y alcanzándole la panera si le hacía falta pan. No era muy simpático, más bien algo estirado y cortante, pero parecía muy culto, en efecto, y hablaba de Cuba y de América Latina con gran seguridad. Su español era perfecto, con un ligero deje en el que se advertían los años que había servido en el Caribe. En verdad, no estaba en la delegación francesa de la Unesco sino cedido por el Quai d'Orsay como asesor y director de gabinete del director general, René Maheu, un compañero de Jean-Paul Sartre y de Raymond Aron en la École Nórmale, del que se decía que era un discreto genio. Yo lo había visto algunas veces, siempre escoltado por ese calvito bizco que resultó ser el marido de madame Arnoux. Cuando le conté que trabajaba como traductor «temporero» para el departamento de español, me ofreció recomendarme a «Chames, una excelente persona». Me preguntó qué pensaba de lo que ocurría en el Perú y yo le dije que hacía tiempo no recibía noticias de Lima.