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– Bueno, esas guerrillas en la sierra -dijo, encogiéndose de hombros, como si no les diera mucha importancia-. Esos atracos a haciendas y asaltos a la policía. ¡Qué absurdo! Justamente en el Perú, uno de los pocos países latinoamericanos que está tratando de construir una democracia.

Así, pues, ya habían ocurrido las primeras acciones de la guerrilla mirista.

– Tienes que dejar a ese caballero cuanto antes y casarte conmigo -le dije a la chilenita, la próxima vez que nos vimos-. ¿Me vas a hacer creer que estás enamorada de un Matusalén que, además de parecer tu abuelo, es feísimo?

– Otra calumnia contra mi marido y no me verás nunca más -me amenazó, y, en una de esas fulminantes mudanzas que eran su especialidad, se rió-: ¿De veras parece viejísimo a mi lado?

Esta mi segunda luna de miel con madame Arnoux terminó poco después de aquella cena porque, apenas me mudé al barrio de la Ecole Militaire, el señor Chames me renovó mi contrato. Entonces, debido a mis horarios, ya no pude verla sino a ratitos, algún mediodía en que, en esa hora y media libre entre la una y las dos y media, en vez de subir al restaurante de la Unesco, me iba a comer un sandwich con ella en cualquier bistrot, o algunas tardes en que, no sé con qué pretextos, ella se libraba de monsieur Arnoux para ir a un cine conmigo. Veíamos la película tomados de la mano y yo la besaba en la oscuridad. “Tu m´embetes”, practicaba ella su francés. «Je veux voír le film, grosse béte.» Había hecho rápidos progresos en la lengua de Montaigne; se lanzaba a hablarla sin el menor pudor y sus faltas de sintaxis y de fonética resultaban divertidas, una gracia más de su personalidad. No volvimos a hacer el amor hasta muchas semanas después, luego de un viaje de ella a Suiza, sola, del que volvió a París varias horas antes de lo previsto para pasar un rato conmigo en su departamento de la rué Joseph Granier.

Todo en la vida de la señora Arnoux seguía siendo bastante misterioso, como lo había sido en la de Lily la chilenita y en la de la guerrillera Arlette. Si era cierto lo que me contaba, hacía ahora una intensa vida social, de recepciones, cenas y cócteles, donde se codeaba con el tout París, y, por ejemplo, ayer había conocido a Maurice Couve de Murville, ministro de Relaciones Exteriores del general De Gaulle, y la semana pasada vio a Jean Cocteau presentarse, en una proyección privada de Morir en Madrid, un documental de Frédéric Rossif, del brazo de su amante, el actor Jean Marais, que, dicho sea de paso, era guapísimo, y mañana iría a un té que le daban sus amigas a Farah Diba, la esposa del Sha de Irán, en visita privada a París. ¿Meros delirios de grandeza y esnobismo o, en efecto, su marido la había introducido en ese mundillo de luminarias y frivolidades que la deslumbraba? Por otra parte, constantemente estaba haciendo, o me decía que estaba haciendo, viajes a Suiza, a Alemania, a Bélgica, de apenas dos o tres días, por razones nunca claras: exposiciones, galas, fiestas, conciertos. Como sus explicaciones me parecían tan evidentemente fantasiosas opté por no hacerle más preguntas sobre sus viajes, simulando creerle al pie de la letra las razones que se dignaba darme a veces de esos centelleantes desplazamientos.

Una tarde de mediados de 1965, en la Unesco, un compañero de oficina, un viejo republicano español que hacía años escribía «una novela definitiva sobre la guerra civil que corregiría las inexactitudes de Hemingway», y que se titularía Por quién no doblan las campanas, me alcanzó el ejemplar de Le Monde que hojeaba. Los guerrilleros de la columna Túpac Amaru del MIR, que dirigía Lobatón y operaba en las provincias de La Concepción y Satipo, en el departamento de Junín, habían saqueado el polvorín de una mina, volado un puente sobre el río Moraniyoc, ocupado la hacienda Runatullo y repartido los víveres entre los campesinos. Y, un par de semanas después, emboscado a un destacamento de la Guardia Civil en el

desfiladero de Yahuarina. Nueve guardias civiles, entre ellos el mayor al mando de la patrulla, murieron en el combate. En Lima, había habido atentados con bombas en el Hotel Crillón y el Club Nacional. El gobierno de Belaunde había decretado el estado de sitio en toda la sierra central. Sentí que se me encogía el corazón. Ese día y los siguientes estuve desasosegado, con la cara del gordo Paúl estampillada en mi mente.

El tío Ataúlfo me escribía de cuando en cuando -había reemplazado a la tía Alberta como mi único corresponsal en el Perú- unas cartas llenas de comentarios sobre la actualidad política. Por él me enteré de que, aunque la guerrilla actuaba de manera muy esporádica en Lima, las acciones militares en el centro y el sur de los Andes tenían convulsionado al país. El Comercio y La Prensa, y apristas y odriístas, ahora aliados contra el gobierno, acusaban a Belaunde Terry de debilidad frente a los rebeldes castristas, y hasta de secretas complicidades con la insurrección. El gobierno había encargado al Ejército la represión de los rebeldes. «Esto se está poniendo feo, sobrino, y me temo que en cualquier momento haya golpe. Se oye ruido de sables en el ambiente. ¡Cuándo no será Pascua en diciembre en nuestro Perú!» En sus cariñosas cartas, la tía Dolores ponía siempre un recuerdo de su puño y letra.

De una manera totalmente inesperada, resulté haciendo buenas migas con monsieur Robert Arnoux. Se presentó un día en la oficina de español de la Unesco a proponerme, a la hora del almuerzo, que subiéramos a la cafetería a tomar un bocado juntos. Por ninguna razón especial, para charlar un poco, el tiempo de despachar un Gitanes con filtro, la marca que fumábamos los dos. Desde entonces caía a veces, cuando sus compromisos se lo permitían, e íbamos a tomar un café y un bocadillo mientras comentábamos la actualidad política en Francia y en América Latina, y la vida cultural parisina, de la que estaba también muy al día. Era un hombre con lecturas e ideas y se quejaba de que, aunque trabajar junto a Rene Maheu era interesante, tenía el inconveniente de que sólo le quedaba tiempo para leer los fines de semana e ir muy rara vez al teatro y a conciertos.

Gracias a él tuve que alquilar un esmoquin y vestirme de etiqueta, por primera y sin duda última vez en mi vida, para asistir a un ballet, seguido de cena y baile, a beneficio de la Unesco, en l'Opéra de París. Nunca había entrado en el imponente local, engalanado con los frescos para la cúpula pintados por Chagall. Todo me pareció hermoso y elegante. Pero aún me lo pareció más la ex chilenita y ex guerrillera, que, con un vaporoso vestido de gasa blanca con flores estampadas que le dejaba los hombros descubiertos, y un peinado alto, llena de alhajas en el cuello, las orejas y las manos, me dejó boquiabierto de admiración. Toda la noche los vejetes conocidos de monsieur Arnoux se le acercaban, le besaban la mano y la miraban con brillos codiciosos en los ojos. «Quelle beauté exotiqué!», le oí decir a uno de esos excitados moscardones. Por fin pude sacarla a bailar. Apretándola, le dije al oído que nunca había imaginado siquiera que podía estar alguna vez tan bella como en ese momento. Y que me desgarraba las entrañas pensar que, luego del baile, en su casa de Passy sería su marido y no yo quien la desnudaría y amaría. La beauté exotiqué se dejaba adorar con una sonrisita condescendiente, que remató con un comentario crueclass="underline" «Qué huachaferías me dices, Ricardito». Yo aspiraba la fragancia que manaba de toda ella y sentía tanto deseo de poseerla que apenas podía respirar.