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¿De dónde sacaba dinero para esos vestidos y joyas? Aunque yo no era un experto en lujos, me daba cuenta de que, para lucir esos modelos exclusivos y para cambiar de vestuario de ese modo -cada vez que la veía estaba con un vestido nuevo y estrenando unos primorosos zapatitos-, se necesitaban más ingresos de los que podía tener un funcionario de la Unesco, por más que fuera el brazo derecho del Director. Se lo traté de sonsacar, preguntándole si, además de engañar de vez en cuando a monsieur Robert Arnoux conmigo, no lo engañaba también con algún millonario gracias al cual podía vestirse con modelos de las grandes tiendas y con joyas de las mil y una noches.

– Si sólo te tuviera como amante a ti, andaría como una pordiosera, pichiruchi -me respondió, y no bromeaba.

Pero inmediatamente me dio una explicación que parecía impecable, aunque yo estaba seguro de que era falsa. Los vestidos y las joyas que llevaba no eran comprados sino prestados por los grandes modistos de l'avenue Montaigne y los joyeros de la place Vendóme, que, a manera de publicidad para sus creaciones, los hacían lucir por las damas chic que frecuentaban el gran mundo. De modo que gracias a sus relaciones sociales ella podía vestirse y adornarse como las elegantes de París. ¿O me creía yo que con el sueldito de un diplomático francés podía ella competir en lujos con las grandes damas de la Ciudad Luz?

Algunas semanas después de aquel baile de l'Opera recibí una llamada de la niña mala en la oficina de la Unesco.

– Robert tiene que acompañar a su jefe a Varsovia este fin de semana -me anunció-. ¡Te sacaste la lotería, niño bueno! Te puedo dedicar sábado y domingo a ti sólito. A ver qué programa me preparas.

Dediqué horas a imaginar qué podía sorprenderla y divertirla, qué lugares curiosos de París no conocía, a estudiar qué espectáculos daban ese sábado y qué restaurante, bar o bistrot podía llamarle la atención por su originalidad o carácter secreto y exclusivo. Al final, después de barajar mil posibilidades y descartarlas todas, terminé eligiendo, para la mañana del sábado, si hacía buen tiempo, un paseo al cementerio de perros de Asniéres, situado en una islita de árboles frondosos en medio del río, y una cena en Chez Allard, de la rué de Saint André des Arts, en la misma mesa en la que yo había visto una noche a Pablo Neruda cenando con dos cucharas, una en cada mano. Para prestigiar el local a sus ojos, diría a la señora Arnoux que ése era el restaurante favorito del poeta y le inventaría el menú que ordenaba siempre. La idea de pasar una noche entera con ella, de hacerle el amor, gustar en mis labios el parpadeo de «su sexo de pestañas nocturnas» (un verso del poema Material nupcial, de Neruda, que yo le había recitado al oído la primera noche que pasamos juntos, en mi buhardilla del Hotel du Sénat), sentir que se dormía en mis brazos y despertar en la mañana del domingo con su cuerpecito tibio acurrucado contra el mío, me tuvo los tres o cuatro días que faltaban para el sábado en un estado en el que la ilusión, la alegría y el miedo a que algo frustrara el plan apenas me permitían concentrarme en el trabajo. El revisor de mis traducciones debió enmendarme la plana un par de veces.

Ese sábado fue esplendoroso. En mi flamante Dauphine, comprada hacía un mes, llevé a madame Arnoux a media mañana al cementerio de perros de Asniéres, que ella no conocía. Estuvimos más de una hora curioseando entre las tumbas -además de perros, había gatos, conejitos y loros enterrados allí- y leyendo los epitafios sentidos, poéticos, risueños y absurdos con que los dueños habían despedido a sus animales queridos. Ella parecía de veras divertida. Sonreía, su mano abandonada en la mía, con sus ojos color miel oscura encendidos por el sol primaveral y los cabellos agitados por una brisa que corría con el río. Llevaba una blusa ligera, transparente, que dejaba ver la orilla de sus pechos, una casaca suelta que aleteaba con sus movimientos y unos botines de taco alto color ladrillo. Se quedó un buen rato contemplando la estatua al perro desconocido de la entrada y, con aire melancólico, lamentó tener una vida «tan complicada», si no, le hubiera gustado adoptar un cachorrito. Tomé nota, mentalmente: ése sería mi regalo el día de su cumpleaños, si conseguía averiguarlo.

La estreché por la cintura, la atraje hacia mí y le dije que si se decidía a dejar a monsieur Arnoux y casarse conmigo me comprometía a que tuviera una vida normal y criara todos los perros que se le antojara. En vez de contestarme, me preguntó, burlándose:

– ¿La idea de pasar la noche conmigo te hace el hombre más feliz del mundo, miraflorino? Te lo pregunto, para que me digas una de esas huachaferías que tanto te gusta decirme.

– Nada podría hacerme más feliz -le dije, apretando mis labios contra los suyos-. Hace años que sueño con eso, guerrillera.

– ¿Cuántas veces me vas a hacer el amor? -siguió ella, con el mismo tonito burlón.

– Todas las que pueda, niña mala. Diez, si me da el cuerpo.

– Te permito sólo dos -me advirtió, mordiéndome la oreja-. Una al acostarnos y otra al despertarnos. Eso sí, nada de levantarse tempranito. Para no tener nunca arrugas, necesito ocho horas de sueño como mínimo.

Nunca había estado tan juguetona como esa mañana.Y creo que nunca lo estaría después, tampoco. No la recordaba tan natural, abandonándose al instante, sin posar, sin inventarse un rol, mientras aspiraba la tibieza del día y se dejaba invadir por la luz que tamizaban las copas de los sauces llorones y adorar. Parecía más muchachita de lo que era, casi una adolescente, y no una mujer de cerca de treinta años. Comimos un sandwich de jamón con pepinillos y un vaso de vino en un bistrot de Asniéres, a orillas del río, y luego fuimos a la Cinémathéque de la rué d'Ulm a ver Les enfants du Paradis, de Marcel Carné, que yo había visto pero ella no. A la salida, habló de lo jovencitos que aparecían Jean-Louis Barrault y María Casares, ya no se hacían películas así, y me confesó que el final la había hecho lagrimear. Le propuse que fuéramos a mi departamento a descansar hasta la hora de la cena, pero no quiso, meternos en la casa ahora me daría malas ideas. Más bien, aprovechando la tarde tan bonita, que camináramos un poco. Estuvimos entrando y saliendo de las galerías de la rué de Seine y luego nos sentamos a tomar un refresco en una terraza de la rué de Buci. Le conté que una mañana había visto por allí, comprando pescado fresco, a André Bretón. Las calles y los cafés estaban repletos y los parisinos tenían esas expresiones distendidas y simpáticas que ponen los días de buen tiempo, esa rareza. Hacía mucho que no me sentía tan contento, optimista y esperanzado. Entonces, el diablo sacó la cola y divisé el titular de Le Monde que leía mi vecino: «El Ejército destruye el cuartel general de la guerrilla peruana». El subtítulo decía: «Mueren Luis de la Puente y varios líderes del MIR». Corrí a comprar el periódico al quiosco de la esquina. Firmaba la noticia el corresponsal del diario en América del Sur, Marcel Niedergang, y había un recuadro de Claude Julien explicando qué era el MIR peruano y dando información sobre Luis de la Puente y la situación política del Perú. En agosto de 1965, fuerzas especiales del Ejército peruano habían cercado Mesa Pelada, una montaña al este de la ciudad de Quillabamba, en el valle cusqueño de La Convención, y capturado el campamento Illarec ch'aska (lucero del alba), dando muerte a muchos guerrilleros. Luis de la Puente, Paúl Escobar y un puñado de seguídores habían conseguido huir pero los comandos, luego de una larga cacería, los cercaron y les dieron muerte. La información precisaba que aviones militares habían bombardeado Mesa Pelada, usando napalm. Los cadáveres no habían sido entregados a los familiares ni exhibidos a la prensa. Según el comunicado oficial, fueron enterrados en un lugar desconocido, para evitar que sus tumbas se convirtieran en sitios de peregrinación revolucionaria. El Ejército mostró a los periodistas las armas, los uniformes y muchos documentos, así como mapas y equipos de radio que los guerrilleros tenían en Mesa Pelada. De este modo, la columna Pachacútec, uno de los focos rebeldes de la revolución peruana, quedaba aniquilada. El Ejército esperaba que la columna Túpac Amaru, dirigida por Guillermo Lobatón, también cercada, cayera pronto.