– No sé por qué pones esa cara, tú sabías que esto ocurriría tarde o temprano -se sorprendió madame Arnoux-. Tú mismo me dijiste muchas veces que eso sólo podía terminar así.
– Lo decía como un conjuro, para que no ocurriera.
Se lo había dicho y lo había pensado y temido, por supuesto, pero otra cosa era saber que había ocurrido y que Paúl, el buen amigo y compañero de mis primeros tiempos en París, era ahora un cadáver pudriéndose en algún despoblado de los Andes orientales, tal vez después de haber sido ejecutado, y sin duda torturado si los soldados lo cogieron vivo. Haciendo de tripas corazón, le propuse a la chilenita que nos olvidáramos del tema y que no dejáramos que esa noticia estropeara el regalo de los dioses que era tenerla para mí todo un fin de semana. Ella lo consiguió sin dificultad; el Perú, me parecía, era para ella algo que con toda deliberación había expulsado de su memoria como una masa de malos recuerdos (¿pobreza, racismo, discriminación, postergación, frustraciones múltiples?), y, tal vez, hacía tiempo que había tomado la decisión de cortar para siempre con su tierra natal. Yo, en cambio, pese a mis esfuerzos por olvidarme de la maldita noticia de Le Monde y concentrarme en la niña mala, no pude. A lo largo de toda la cena en Chez Allard el fantasma de mi amigo estuvo quitándome el apetito y el humor.
– Me parece que no estás para faire la fète -me dijo, compasiva, a la hora del postre-. ¿Quieres que lo dejemos para otra vez, Picardito?
Protesté que no y le besé las manos y le juré que, pese a la horrible noticia, pasar una noche con ella era lo más maravilloso que me había ocurrido nunca. Pero, cuando llegamos a mi departamento de Joseph Granier y ella sacó de su maletín de mano un coqueto baby doll, su escobilla de dientes y una muda de ropa para el día siguiente, y nos tendimos sobre la cama -yo había comprado flores para la salita y el dormitorio- y comencé a acariciarla, me di cuenta, avergonzado y humillado, que no estaba en condiciones de hacerle el amor.
– A esto, los franceses le llaman un fiasco -dijo, riéndose-. ¿Sabes que es la primera vez que me pasa con un hombre?
– ¿Cuántos has tenido? Deja que adivine. ¿Diez? ¿Veinte?
– Soy pésima en matemáticas -se enojó. Y se vengó con una orden-: Más bien, hazme terminar con tu boca. Yo no tengo por qué guardar luto. Apenas conocí a tu amigo Paúl, y, además, acuérdate, por su culpa tuve que ir a Cuba.
Y, sin más, con la misma naturalidad con que hubiera encendido un cigarrillo, abrió las piernas y se tendió de espaldas, con un brazo sobre los ojos, en esa inmovilidad total, de concentración profunda en que, olvidándose de mí y del mundo circundante, acostumbraba sumirse a esperar su placer. Tardaba siempre mucho en excitarse y terminar, pero esa noche tardó todavía más que de costumbre, y, dos o tres veces, con la lengua acalambrada, debí parar unos instantes de besarla y sorberla. Cada vez, su mano me amonestaba, tirándome de los cabellos o pellizcándome la espalda. Al fin, la sentí moverse y oí ese ronroneo suavecito que parecía subirle a la boca desde el vientre, y sentí el encogimiento de sus miembros y su largo suspiro complacido. «Gracias, Ricardito», murmuró. Casi de inmediato, se quedó dormida. Yo estuve desvelado mucho rato, con una angustia que me estrujaba la garganta. Tuve un sueño difícil, con pesadillas que al día siguiente apenas recordaba.
Desperté cerca de las nueve de la mañana. Ya no había sol. Por la claraboya se divisaba el cielo encapotado, color panza de burro, el eterno cielo parisino. Ella dormía, dándome la espalda. Parecía muy joven y frágil, con ese cuerpecito de niña, ahora sosegado, apenas conmovido por una respiración ligera y espaciada. Nadie, viéndola así, se hubiera imaginado la vida difícil que debió haber llevado desde que nació. Traté de imaginarme la infancia que tuvo, por ser pobre en ese infierno que es el Perú para los pobres, y su adolescencia, acaso todavía peor, las mil pellejerías, entregas, sacrificios, concesiones, que habría debido de hacer, en el Perú, en Cuba, para salir adelante y llegar donde había llegado. Y lo dura y fría que la había vuelto el tener que defenderse con uñas y dientes contra el infortunio, todas las camas por las que debió pasar para no ser aplastada en ese campo de batalla que sus experiencias la habían convencido era la vida. Sentía una inmensa ternura por ella. Estaba seguro que la querría siempre, para mi dicha y también mi desdicha. Verla y sentirla respirar me inflamaron. Comencé a besarle la espalda, muy despacio, el culito respingado, el cuello y los hombros, y, haciéndola ladearse, los pechos y la boca. Ella simulaba dormir, pero estaba ya despierta, pues se acomodó de espaldas de manera que pudiera recibirme. La sentí húmeda, y, por primera vez, pude entrar en ella sin dificultad, sin sentirme haciendo el amor a una virgen. La quería, la quería, no podía vivir sin ella. Le rogué que dejara a monsieur Arnoux y se viniera conmigo, ganaría mucho dinero, la engreiría, le costearía todos los caprichos, le…
– Vaya, te has redimido -se echó a reír-, y hasta te aguantaste más que otras veces. Creí que te habías vuelto impotente, después del fiasco de anoche.
Le propuse prepararle el desayuno, pero ella prefirió que saliésemos a tomarlo a la calle, estaba antojada de un croissant croustillant. Nos duchamos juntos, me dejó jabonarla y secarla y, sentado en la cama, verla vestirse, peinarse y arreglarse. Yo mismo le calcé los mocasines, besándole antes, uno por uno, los dedos de los pies. Fuimos de la mano a un bistrot de l'avenue de la Bourdonnais, donde, en efecto, las mediaslunas crujían como si acabaran de salir del horno.
– Si esa vez, en lugar de despacharme a Cuba, me hubieras hecho quedar contigo aquí en París, ¿cuánto habríamos durado, Ricardito?
– Toda la vida. Te habría hecho tan feliz que no me hubieras dejado nunca.
Dejó de hablar en broma y me miró, muy seria y algo despectiva:
– Qué ingenuo y qué iluso eres -silabeó, desafiándome con sus ojos-. No me conoces. Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.
– ¿Y si el dinero no fuera la felicidad, niña mala?
– Felicidad, no sé ni me importa lo que es, Ricardito. De lo que sí estoy segura es que no es esa cosa romántica y huachafa que es para ti. El dinero da seguridad, te defiende, te permite gozar a fondo de la vida sin preocuparte por el mañana. La única felicidad que se puede tocar.
Se me quedó mirando, con esa expresión fría que se agudizaba a veces de manera extraña y parecía congelar la vida a su alrededor.
– Tú eres buena gente, pero tienes un terrible defecto: tu falta de ambición. Estás contento con lo que has conseguido, ¿no? Pero eso es nada, niño bueno. Por eso no podría ser tu mujer. Yo nunca estaré contenta con lo que tenga. Siempre querré más.
No supe qué contestarle, porque, aunque me doliese, había dicho algo cierto. Para mí la felicidad era tenerla a ella y vivir en París. ¿Significaba eso que eras un irredimible mediocre, Ricardito? Sí, probablemente. Antes de regresar al departamento, madame Robert Arnoux se levantó a telefonear. Volvió con la cara preocupada.
– Lo siento, pero tengo que irme, niño bueno. Se me han complicado las cosas.
No me dio más explicaciones ni aceptó que la llevara a su casa o donde tenía que ir. Subimos a que recogiera su maletín de mano y la acompañé a tomar un taxi a la estación, junto al metro de la Ecole Militaire.
– Pese a todo, fue un bonito fin de semana -se despidió, rozándome los labios-. Chau, mon amour.