Al volver a mi casa, sorprendido por su brusca partida, descubrí que había dejado olvidada su escobilla de dientes en el cuarto de baño. Una preciosa escobillita que llevaba impresa en el estuche la firma del fabricante: Guer-lain. ¿Olvidada? A lo mejor, no. A lo mejor era un olvido deliberado para dejarme un recuerdo de esa noche triste y ese despertar feliz.
Esa semana no pude verla ni hablar con ella y, la siguiente, sin conseguir tampoco despedirme -su teléfono no contestaba a ninguna hora-, partí a Viena, a trabajar una quincena de días en la Junta de Energía Atómica. Me encantaba esa ciudad barroca, elegante y próspera, pero
el trabajo de un «temporero» en esos períodos en que las organizaciones internacionales tienen congresos, juntas generales o la conferencia anual -que es cuando necesitan traductores e intérpretes extras- es tan intenso que no me dejaba tiempo para museos, conciertos y funciones de ópera, salvo, algún mediodía, una visita a la carrera al Albertina. En las noches, muerto de cansancio, apenas alcanzaba a meterme en uno de esos antiguos cafés, el Central, el Landtmann, el Hawelka, el Frauenhuber, que parecían decorados belle époque, a tomar un wiener schnitzel, la versión austriaca del bistec apañado que preparaba mi tía Alberta, y un vaso de espumosa cerveza. Llegaba a mi cama medio grogui. Varias veces llamé a la niña mala, pero nadie contestaba el teléfono o sonaba siempre ocupado. No me atrevía a telefonear a Robert Arnoux a la Unesco para no despertar sus sospechas. Terminados los quince días, el señor Chames me telegrafió proponiéndome diez días de contrato en Roma, en un seminario seguido de una conferencia de la FAO, de modo que viajé a Italia sin pasar por París. Tampoco desde Roma pude hablar con ella. Apenas volví a Francia, la llamé. Sin éxito, por supuesto. ¿Qué pasaba? Empecé a pensar, angustiado, en un accidente, una enfermedad, una tragedia doméstica.
Estaba tan nervioso por la imposibilidad de comunicarme con madame Arnoux, que tuve que leer dos veces la última carta del tío Ataúlfo, que encontré esperándome en París. No podía concentrarme, sacar de la cabeza a la chilenita. El tío Ataúlfo me daba largas explicaciones sobre la situación política peruana. La columna Túpac Amaru del MIR, encabezada por Lobatón, no había sido capturada aún, aunque los comunicados del Ejército daban parte de choques constantes en los que siempre tenían bajas los guerrilleros. Según la prensa, Lobatón y su gente se habían internado en la selva y conseguido aliados entre las tribus amazónicas, principalmente los ashaninka, diseminados en la región encuadrada por los ríos Ene, Perene, Satipo y Anapati. Había rumores de que comunidades ashaninka, seducidas por la personalidad de Lobatón, lo identificaban con un héroe mítico, el justiciero atávico Itomi Pava, que, según la leyenda, volvería alguna vez para restaurar el poderío de esa nación. La aviación militar había bombardeado aldeas selváticas, sospechando que ocultaban a los miristas.
Después de nuevos intentos infructuosos de hablar con madame Arnoux, decidí ir a la Unesco a buscar a su marido, con el pretexto de invitarlos a cenar. Pasé antes a saludar al señor Chames y a los colegas de la oficina de español. Luego subí al sexto piso, el sanctasanctórum, donde estaban los despachos de los jefes. Desde la puerta divisé la cara desmoronada y el bigotito mosca de monsieur Arnoux. Dio un extraño respingo al verme, y lo noté más hosco que nunca, como si mi presencia le desagradara. ¿Estaba enfermo? Parecía haber envejecido diez años en las pocas semanas que no lo veía. Me estiró una mano encogida sin decir una palabra, y esperó que yo hablara, clavándome una mirada perforante ton sus ojitos de roedor.
– He estado trabajando fuera de París, en Viena y en Roma, este último mes. Me gustaría invitarlos a cenar una de estas noches que tengan libre.
Me siguió mirando, sin responder. Estaba muy pálido ahora, tenía una expresión desolada y fruncía la boca, como si le costara esfuerzo hablar. Me temblaron las manos. ¿Me iba a decir que su mujer había muerto?
– Entonces, usted no está enterado -murmuró, con sequedad-. ¿O juega una comedia?
Desconcertado, no supe qué responderle.
– Toda la Unesco lo sabe -añadió, bajito, con sorna-. Soy el hazmerreír de la organización. Mi mujer me ha dejado, y ni siquiera sé por quién. Pensé que era por usted, señor Somocurcio.
Se le cortó la voz antes de terminar de decir mi apellido. La barbilla le temblaba y me pareció que le chocaban los dientes. Balbuceé que lo sentía, no estaba al corriente de nada, repetí tontamente que este mes había estado trabajando fuera de París, en Viena y Roma. Y me despedí, sin que monsieur Arnoux me devolviera el hasta luego.
La sorpresa y el disgusto fueron tan grandes que, en el ascensor, me vino una arcada y, en el bañito del pasillo, vomité. ¿Con quién se había ido? ¿Seguiría viviendo en París con su amante? Un pensamiento me acompañó todos los días siguientes: ese fin de semana que me regaló era una despedida. Para que yo tuviera algo especial que añorar. Las sobras que se echan al perro, Ricardito. Unos días siniestros siguieron a aquella brevísima visita a monsieur Arnoux. Por primera vez en mi vida, padecí de insomnio. Me pasaba las noches sudando, con la mente en blanco, apretando la escobülita de dientes de Guerlain que había guardado como un amuleto en mi velador, rumiando mi despecho y mis celos. Al día siguiente estaba hecho una ruina, el cuerpo cortado por escalofríos y sin ánimos para nada, ni ganas de comer. El médico me recetó unos Nembutales que, más que dormirme, me desmayaban. Tenía un despertar desasosegado y con muñecos, como si arrastrara una resaca feroz. Todo el tiempo me maldecía por lo estúpido que fui aquella vez, despachándola a Cuba, anteponiendo mi amistad con Paúl al amor que sentía por ella. Si la hubiera retenido, seguiríamos juntos y la vida no sería este desvelo, este vacío, esta bilis.
El señor Chames me ayudó a salir de la lenta disolución emocional en que me hallaba, dándome un contrato de un mes. Tuve ganas de agradecérselo de rodillas. Gracias a la rutina del trabajo en la Unesco fui saliendo poco a poco de la crisis en que me dejó la desaparición de la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux. ¿Cómo se llamaba ahora? ¿Qué personalidad, qué nombre, qué historia había adoptado en esta nueva etapa de su vida? Su nuevo amante debía ser muy importante, bastante más que ese asesor del Director de la Unesco, ya muy modesto para sus ambiciones, al que había dejado hecho un trapo. Me lo había advertido claramente aquella última mañana: «Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy rico y poderoso». Estaba seguro de que, esta vez sí, no la vería más. Tenías que sobreponerte y olvidar a la peruanita milcaras, convencerte de que ella fue sólo un mal sueño, niño bueno.
Pero a los pocos días de haber retomado el trabajo en la Unesco, monsieur Arnoux se presentó en el cubículo que era mi oficina, mientras yo traducía un informe sobre la educación bilingüe en los países del África subsahariana.
– Lamento haber sido brusco con usted el otro día -me dijo, incómodo-. Estaba en muy mal estado de ánimo en aquel momento.
Me propuso que cenáramos juntos. Y, aunque sabía que aquella cena sería catastrófica para mi estado de ánimo, la curiosidad, oír hablar de ella, saber qué pasó, fueron más fuertes, y acepté.
Fuimos a Chez Eux, un restaurante en el VIIème, no lejos de mi casa. Fue la cena más tensa y difícil a la que he asistido nunca. Pero, también, fascinante, porque en ella descubrí muchas cosas de la ex madame Arnoux, y supe, asimismo, lo lejos que había llegado ya en su búsqueda de esa seguridad que ella identificaba con la riqueza.
Pedimos un whisky con hielo y Perrier como aperitivo y, luego, vino tinto, con una comida que apenas probamos. Chez Eux tenía un menú fijo, compuesto de exquisiteces que venían en unos cazos hondos, y nuestra mesa se fue llenando de patés, caracoles, ensaladas, pescados y carnes, que los sorprendidos camareros se iban llevando casi intactos para hacer sitio a una gran variedad de postres, uno bañado en chocolate hirviendo, sin entender por qué desairábamos todos esos manjares.