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Robert Arnoux me preguntó desde cuándo la conocía. Le mentí que sólo desde 1960 o 1961, en París, cuando pasó rumbo a Cuba como una de las becadas del MIR para recibir entrenamiento guerrillero.

– Es decir, no sabe usted nada de su pasado, de su familia -asintió el señor Arnoux, como hablando solo-. Yo siempre supe que me mentía. Respecto a su familia y a su infancia, quiero decir. Pero, la excusaba. Me parecían mentiras piadosas, para disimular una niñez y una juventud que la avergonzaban. Porque ella debe ser de una clase social muy modesta, ¿no es verdad?

– No le gustaba hablar de eso. Nunca me contó nada de su familia. Pero, sin duda, sí, de una clase muy modesta.

– A mí me daba pena, adivinaba toda esa montaña de prejuicios de la sociedad peruana, los grandes apellidos, el racismo -me interrumpió-. Que había estado en el Sophianum, el mejor colegio de monjas de Lima, donde se educaban las chicas de la alta sociedad. Que su padre era dueño de una hacienda algodonera. Que había roto con su familia por idealismo, para hacerse revolucionaria ¡Nunca le interesó la revolución, estoy seguro! Jamás le oí una sola opinión política desde que la conocí. Hubiera hecho cualquier cosa para salir de Cuba. Hasta casarse conmigo. Cuando salimos, le propuse un viaje al Perú, para conocer a su familia. Me contó otras fábulas, por supuesto. Que, por haber estado en el MIR y en Cuba, si ponía los pies en el Perú la meterían presa. Yo le perdonaba esas fantasías. Comprendía que nacían de su inseguridad. Le habían contagiado esos prejuicios sociales y raciales, tan fuertes en los países sudamericanos. Por eso me inventó esa biografía de niña aristócrata que nunca fue.

A ratos tenía la impresión de que monsieur Arnoux se olvidaba de mí. Incluso su mirada se perdía en algún punto del vacío y bajaba tanto la voz que sus palabras se volvían un murmullo inaudible. Otras veces, volviendo en sí, me miraba con desconfianza y odio y me urgía a decirle si yo estaba enterado de que ella tenía un amante. Yo era su compatriota, su amigo, ¿no me había hecho nunca confidencias?

– Jamás me dijo una palabra. Nunca lo sospeché. Yo creía que ustedes se llevaban muy bien, que eran felices.

– Yo también lo creía -murmuró, cabizbajo. Pidió otra botella de vino. Y añadió, con la vista velada y la voz acida-: No tenía necesidad de hacer lo que hizo. Fue feo, fue sucio, fue desleal actuar así conmigo. Yo le había dado mi nombre, me desvivía por hacerla feliz. Puse en peligro mi carrera para sacarla de Cuba. Aquello fue un verdadero víacrucis. La deslealtad no puede llegar a esos extremos. Tanto cálculo, tanta hipocresía, es inhumano.

Se calló de golpe. Movía los labios sin emitir sonido y su bigotito cuadriculado se retorcía y estiraba. Había empuñado el vaso vacío y lo estrujaba como si quisiera hacerlo añicos. Tenía los ojitos inyectados y húmedos.

No sabía qué decirle, cualquier frase de consuelo me saldría falsa y ridícula. De pronto, comprendí que tanta desesperación no sólo se debía al abandono. Había algo más que quería contarme, pero le costaba trabajo.

– Los ahorros de toda mi vida -susurró monsieur Arnoux, mirándome de manera acusadora, como si yo fuera culpable de su tragedia-. ¿Usted se da cuenta? Soy un hombre mayor, no estoy en condiciones de rehacer toda una vida. ¿Lo comprende? No sólo engañarme vaya usted a saber con quién, un gángster con el que debió planear la fechoría. Además, eso: mandarse mudar con todo el dinero de la cuenta que teníamos en Suiza. Yo le había dado esa prueba de confianza, ¿lo ve usted? Una cuenta conjunta. Por si tenía yo un accidente, una muerte súbita. Para que los impuestos a la sucesión no se llevaran todo lo que había ahorrado en una vida de trabajo y sacrificio. ¿Se da cuenta qué deslealtad, qué vileza? Fue a Suiza a hacer un depósito y se llevó todo, todo, y me dejó en la ruina. Chapean, un coup de maitre! Ella sabía que no podía denunciarla sin delatarme, sin arruinar mi reputación y mi cargo. Sabía que si la denunciaba sería el primer perjudicado, por tener cuentas secretas, por evadir impuestos. ¿Se da cuenta qué bien planeado? ¿Cree usted posible tanta crueldad, con alguien que sólo le dio amor, devoción?

Iba y volvía sobre el mismo tema, con intervalos en los que bebíamos vino, callados, cada uno absorto en sus propios pensamientos. ¿Era perverso preguntarme qué le dolía más, el abandono o el robo de su cuenta secreta en Suiza? Yo sentía lástima por él, y remordimientos de conciencia, pero no sabía cómo animarlo. Me limitaba a intercalar frases breves, amistosas, de tiempo en tiempo. En realidad, no quería conversar conmigo. Me había invitado porque necesitaba que alguien lo escuchara, decir en voz alta ante un testigo cosas que desde la desaparición de su mujer le quemaban el corazón.

– Disculpe usted, necesitaba desahogarme -me dijo al fin, cuando, partidos todos los comensales, quedamos solitarios, observados con miradas impacientes por los mozos de Chez Eux-. Le agradezco su paciencia. Espero que esta catarsis me haga bien.

Le dije que, dentro de un tiempo, todo esto quedaría atrás, que no había mal que durara cien años. Y, mientras hablaba, me sentí completamente hipócrita, tan culpable como si yo hubiera planeado la fuga de la ex madame Arnoux y el saqueo de su cuenta secreta.

– Si se la encuentra alguna vez, dígaselo, por favor. No necesitaba hacer eso. Yo le hubiera dado todo. ¿Quería mi dinero? Se lo hubiera dado. Pero, no así, no así.

Nos despedimos en la puerta del restaurante, bajo el resplandor de las luces de la Torre Eiffel. Fue la última vez que vi al maltratado monsieur Robert Arnoux.

La columna Túpac Amaru del MIR comandada por Guillermo Lobatón duró unos cinco meses más que la que tenía su cuartel general en Mesa Pelada. Como había ocurrido con Luis de la Puente, Paúl Escobar y los miristas que perecieron en el valle de La Convención, tampoco el Ejército dio precisiones sobre la manera como aniquiló a todos los miembros de esa guerrilla. A lo largo de todo el segundo semestre de 1965, ayudados por los ashaninka del Gran Pajonal, Lobatón y sus compañeros estuvieron eludiendo la persecución de las fuerzas especiales del Ejército que se movilizaban en helicópteros y por tierra y escarmentaban con ferocidad a los caseríos indígenas que los escondían y alimentaban. Al final, la columna en ruinas, doce hombres destrozados por los mosquitos, la fatiga y las enfermedades, el 7 de enero de 1966 cayó en las cercanías del río Sotziqui. ¿Murieron en combate o los capturaron vivos y ejecutaron? Nunca se encontraron sus tumbas. Según rumores inverificables, Lobatón y su segundo fueron subidos a un helicóptero y arrojados a la selva para que los animales desaparecieran sus cadáveres. La compañera francesa de Lobatón, Jacqueline, intentó a lo largo de varios años, a través de campañas en el Perú y en el extranjero, que el gobierno revelara dónde estaban las tumbas de los alzados de esa guerrilla efímera, sin conseguirlo. ¿Hubo sobrevivientes? ¿Llevaban una existencia clandestina en ese Perú convulsionado y dividido de los últimos tiempos de Belaunde Terry? Yo, mientras poquito a poquito me reponía de la desaparición de la niña mala, seguía aquellos lejanos sucesos a través de las cartas del tío Ataúlfo. Lo notaba cada vez más pesimista sobre la posibilidad de que no se desplomara la democracia en el Perú. «Los mismos militares que derrotaron a las guerrillas se preparan ahora para derrotar al Estado de Derecho y dar otro cuartelazo», me aseguraba.

Un buen día, de la manera más inesperada, me di de bruces en Alemania con un sobreviviente de Mesa Pelada: nada menos que Alfonso el Espiritista, aquel muchacho enviado a París por un grupo teosófico de Lima al que el gordo Paúl arrebató a los espíritus y a la ultratumba para hacer de él un guerrillero. Yo estaba en Frankfurt, trabajando en una conferencia internacional sobre comunicaciones; y, en un descanso, escapé a un almacén a hacer unas compras. Junto a la caja, alguien me cogió del brazo. Lo reconocí al instante. En los cuatro años que no lo veía había engordado y se había dejado el pelo muy largo -la nueva moda en Europa-, pero su cara blancona, de expresión reservada y algo triste, era la misma. Estaba en Alemania desde hacía unos meses. Había obtenido el estatuto de refugiado político y vivía con una chica de Frankfurt a la que había conocido en París, en los tiempos de Paúl. Fuimos a tomar un café en la misma cafetería del almacén, llena de señoras con niños regordetes y atendida por turcos.