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Alfonso el Espiritista se salvó de milagro del ataque de los comandos del Ejército que arrasaron Mesa Pelada. Había sido enviado a Quillabamba pocos días antes por Luis de la Puente; las comunicaciones no estaban funcionando bien con las bases de apoyo urbanas y en el campamento no se tenía noticias de un grupo de cinco muchachos ya entrenados cuya venida estaba prevista para semanas atrás.

– La base de apoyo cusqueña estaba infiltrada -me explicó, hablando con la misma calma que yo le recordaba-. Capturaron a varios, y, en la tortura, alguno habló. Así llegaron a Mesa Pelada. Nosotros no habíamos empezado las operaciones, en verdad. Lobatón y Máximo Velando se adelantaron a los planes, allá en Junín. Y, luego de esa emboscada de Yahuarina en que mataron a tantos policías, nos echaron al Ejército encima. Nosotros, en el Cuzco, todavía no habíamos empezado a movernos. La idea de De la Puente no era quedarse en el campamento, sino ir de un lado al otro. «El foco guerrillero es el movimiento perpetuo», la enseñanza del Che. Pero no nos dieron tiempo y quedamos encerrados en la zona de seguridad.

El Espiritista hablaba con una curiosa distancia sobre lo que decía, como si aquello hubiera ocurrido hacía siglos. No sabía por qué conjunción de circunstancias no cayó en las redadas que desmantelaron las bases de apoyo del MIR en Quillabamba y en el Cuzco. Estuvo escondido en casa de una familia cuzqueña, a la que conocía de antaño, por su secta teosófica. Se portaron muy bien con él, pese al miedo que tenían. Luego de un par de meses, lo sacaron de la ciudad, oculto en un camión de mercancías, hasta Puno. De allí, le fue fácil pasar a Bolivia, donde, luego de un largo trámite, consiguió que Alemania Occidental lo admitiera como refugiado político.

– Cuéntame del gordo Paúl, allá arriba, en Mesa Pelada.

Se había adaptado bien a esa vida y a los 3.800 metros de altura, por lo visto. Su ánimo no decayó nunca, aunque a veces, en las marchas explorando el territorio en torno al campamento, su corpachón le jugaba malas pasadas. Sobre todo cuando había que trepar montañas o bajar precipicios bajo lluvias diluviales. Una vez se cayó, en una cuesta que era un lodazal, y rodó veinte, treinta metros. Sus compañeros creían que se había abierto la cabeza, pero se levantó de lo más fresco, bañado en barro de pies a cabeza.

– Adelgazó bastante -añadió Alfonso-. La mañana en que me despedí de él, en Illarec ch'aska, estaba casi tan delgado como tú. Algunas veces hablábamos de ti. «¿Qué estará haciendo nuestro embajador en la Unesco?», decía. «¿Se habrá animado a publicar esas poesías que escribe a escondidas?» Nunca perdió el humor. Siempre ganaba los concursos de chistes que hacíamos en las noches, para no aburrirnos. Su mujer y su hijo están viviendo ahora en Cuba.

Hubiera querido quedarme un buen rato con Alfonso el Espiritista, pero tenía que volver a la conferencia. Nos despedimos con un abrazo y le di mi teléfono para que me llamara si alguna vez pasaba por París.

Poco antes o poco después de esta conversación, se cumplieron las torvas profecías del tío Ataúlfo. El 3 de octubre de 1968 los militares, encabezados por el general Juan Velasco Alvarado, dieron el cuartelazo que acabó con la democracia que presidía Belaunde Terry, éste fue despachado al exilio y se inauguró una nueva dictadura militar en el Perú que duraría doce años.

III. Retratista de caballos en el swinging London

En la segunda mitad de los sesenta, Londres desplazó a París como la ciudad de las modas que, partiendo de Europa, se desparramaban por el mundo. La música reemplazó a los libros y a las ideas como centro de atracción de los jóvenes, sobre todo a partir de los Beatles, pero también de Cliff Richard, los Shadows, los Rolling Stones con Mick Jagger y otras bandas y cantantes ingleses, y de los hippies y la revolución psicodélica de los flower children. Como antes a París a hacer la revolución, muchos latinoamericanos emigraron a Londres a enrolarse en las huestes del cannabis, la música pop y la vida promiscua. Carnaby Street sustituyó a Saint Germain como ombligo del mundo. En Londres nacieron la minifalda, los largos cabellos y los estrafalarios atuendos que consagraron los musicales Hair y Jesus Christ Superstar, la popularización de las drogas, comenzando por la marihuana y terminando por el ácido lisérgico, la fascinación por el espiritualismo hindú, el budismo, la práctica del amor libre, la salida del ropero de los homosexuales y las campañas del orgullo gay, así como un rechazo en bloque del establishment burgués, no en nombre de la revolución socialista a la que los hippies eran indiferentes, sino de un pacifismo hedonista y anárquico, amansado por el amor a la naturaleza y a los animales y una abjuración de la moral tradicional. Ya no fueron los debates de la Mutualité, el Nouveau Román, refinados cantautores como Leo Ferré o Georges Brassens, ni los cinemas de arte parisino, los puntos de referencia para los jóvenes rebeldes, sino Trafalgar Square y los parques donde, detrás de Vanessa Redgrave y Tariq Alí, se manifestaban contra la guerra de Vietnam entre conciertos multitudinarios de los grandes ídolos y soplidos de hierba colombiana, y con los pubs y las discotecas como símbolos de la nueva cultura que tenía a millones de jóvenes de ambos sexos imantados por Londres. Aquellos años fueron también, en Inglaterra, de esplendor teatral, y el montaje del Marat-Sade, de Peter Weiss, que en 1964 dirigió Peter Brook, hasta entonces conocido sobre todo por sus revolucionarias escenificaciones de Shakespeare, fue un acontecimiento en toda Europa. Nunca volví a ver en un escenario nada que se me grabara con tanta fuerza en la memoria.

Por una de esas extrañas conjugaciones que trama el azar, resulté, en los años finales de los sesenta, pasando muchas temporadas en Inglaterra y viviendo en el corazón mismo del swinging London: en Earl's Court, una zona muy animada y cosmopolita de Kensington que, por la afluencia de neozelandeses y australianos, era conocida como el Valle del Canguro (Kangaroo Valley). Precisamente, la aventura de mayo de 1968, en que los jóvenes de París llenaron el Barrio Latino de barricadas y declararon que había que ser realistas eligiendo lo imposible, a mí me sorprendió en Londres, donde, debido a las huelgas que paralizaron las estaciones y aeropuertos de Francia, quedé varado un par de semanas, sin poder averiguar si le había ocurrido algo a mi pisito de la Ecole Militaire.

Al volver a París descubrí que estaba intacto, pues la revolución de mayo del 68 en realidad no había desbordado el perímetro del Barrio Latino y Saint Germain-des-Prés. Contrariamente a lo que muchos profetizaron en aquellos días de euforia, no tuvo mayor trascendencia política, salvo acelerar la caída de De Gaulle, inaugurar la breve era de cinco años de Pompidou y revelar la existencia de una izquierda más moderna que la del Partido Comunista francés («la crapule stalinienne», según expresión de Cohn-Bendit, uno de los líderes del 68). Las costumbres se volvieron más libres, pero, desde el punto de vista cultural, con la desaparición de toda una ilustre generación -Mauriac, Camus, Sartre, Aron, Merleau Ponty, Malraux-, en aquellos años vino una discreta retracción cultural, en la que, en vez de creadores, los maitres à penser pasaron a ser los críticos, estructuralistas primero, a la manera de Michel Foucault y Roland Barthes, y luego los deconstructivistas, tipo Gilíes Deleuze y Jacques Derrida, de arrogantes y esotéricas retóricas, aislados en sus cabalas de devotos y alejados del gran público, cuya vida cultural, a consecuencia de esa evolución, resultó banalizándose cada vez más.