Aquéllos fueron unos años de mucho trabajo para mí, aunque, como hubiera dicho la niña mala, de mediocres logros: saltar de traductor a intérprete. Como la primera vez, llené el hueco de su desaparición abrumándome de obligaciones. Retomé mis clases de ruso y de interpretación simultánea, a las que me dediqué con tesón, después de las horas que pasaba en la Unesco. Estuve dos veranos en la URSS, por dos meses cada vez, la primera en Moscú y la segunda en Leningrado, siguiendo cursos intensivos en lengua rusa especiales para intérpretes, en unos recintos universitarios desolados, donde nos sentíamos como en un internado de jesuítas.
Unos dos años después de mi última cena con Robert Arnoux, tuve una relación sentimental un tanto apagada con Cécile, funcionaria de la Unesco, atractiva y simpática, pero abstemia, vegetariana y católica a machamartillo, con la que la compenetración era perfecta sólo cuando hacíamos el amor, pues en todo lo demás encarnábamos las antípodas. En algún momento contemplamos la posibilidad de vivir juntos, pero los dos nos asustamos -sobre todo, yo- con la perspectiva de la cohabitación siendo tan diferentes y no existiendo, en el fondo, entre nosotros, ni sombra de verdadero amor. Nuestra relación se marchitó por aburrimiento y un buen día dejamos de vernos y llamarnos.
Me costó trabajo obtener mis primeros contratos como intérprete, a pesar de superar todas las pruebas y tener los diplomas correspondientes. Pero este circuito era más cerrado que el de los traductores y las asociaciones del gremio, verdaderas mafias, admitían nuevos miembros a cuentagotas. Sólo lo conseguí cuando, al ingles y al francés, pude añadir el ruso entre los idiomas que traducía al español. Los contratos como intérprete me hicieron viajar mucho por Europa y con frecuencia a Londres, sobre todo para conferencias y seminarios económicos. Un buen día de 1970, en el consulado del Perú, en Sloane Street, donde había ido a renovar mi pasaporte, me encontré con un amigo de infancia y compañero del Colegio Champagnat de Miraflores que hacía lo mismo: Juan Barreto,
Estaba convertido en un hippy, pero no del género zarrapastroso, sino elegante. Llevaba sueltos hasta los hombros y pintando algunas canas unos cabellos sedosos, y exhibía una barbita algo rala que formaba en torno a su boca un cuidado bozal. Yo lo recordaba gordito y chato, pero ahora me sobrepasaba por unos centímetros y lucía delgado como un figurín. Vestía unos pantalones de terciopelo color guinda y unas sandalias que, en vez de cuero, parecían de pergamino, un blusón oriental de seda con figurillas estampadas, una llamarada de color emir as dos batientes de su chaleco abierto y campanudo, que me recordó los de unos pastores turcomanos de un documental sobre Mesopotamia que vi en el Palais de Chaillot, dentro de la serie Connaissance du monde, que yo seguía cada mes.
Fuimos a tomar un café, en los alrededores del consulado, y la conversación resultó tan amena que lo invité a almorzar a un pub de Kensington Gardens. Estuvimos juntos más de dos horas, él hablando y yo escuchando e intercalando monosílabos.
Su historia era novelable. Yo recordaba que, en los últimos años de colegio, Juan había comenzado a colaborar en Radio El Sol como comentarista y locutor de fútbol, y que sus compañeros maristas le augurábamos un gran futuro de periodista deportivo. «Pero, en realidad, eso era un juego de niños», me dijo, «mi verdadera vocación fue siempre la pintura». Estuvo en la Escuela de Bellas Artes de Lima y llegó a participar en una exhibición colectiva en el Instituto de Arte Contemporáneo del jirón Ocoña. Luego su padre lo envió a seguir un curso de diseño y color a la St. Martin School of Arts de Londres. Apenas llegó a Inglaterra, decidió que esa ciudad era la suya («Parecía que me estaba esperando, hermano») y que no la abandonaría nunca más. Cuando anunció a su padre que no regresaría al Perú, aquél le cortó los viáticos. Inició entonces una existencia paupérrima, de artista callejero, haciendo retratos a turistas en Leicester Square o en las puertas de Harrods, y pintando con tiza en las veredas el Parlamento, el Big Ben o la Torre de Londres y pasando luego la gorra a los mirones. Durmió en el YMCA y en bed and breakfast miserables y, como otros drop outs, las noches de invierno se refugió en asilos religiosos para desechos humanos e hizo largas colas en las parroquias e instituciones de beneficencia donde repartían dos veces al día un plato de sopa caliente. Muchas veces pernoctó a la intemperie, en los parques o, envuelto en cartones, en los vestíbulos de las tiendas. «Llegué a estar desesperado, pero, ni una sola vez en todo ese tiempo me sentí tan jodido como para pedirle a mi padre el pasaje de regreso al Perú.»
Pese a su insolvencia, con otros hippies vagabundos se las arregló para llegar a Katmandú, donde descubrió que en el espiritualizado Nepal era más difícil sobrevivir sin dinero que en la materialista Europa. La solidaridad de sus compañeros de trashumancia fue decisiva para que no se muriera de hambre ni de enfermedad, porque en la India tuvo una fiebre de malta que lo puso en un tris de partir al otro mundo. La chica y los dos chicos que viajaban con él se turnaron a su cabecera, mientras convalecía en un inmundo hospital de Madras donde las ratas se paseaban entre los enfermos tendidos en el suelo sobre esteras.
– Ya me había acostumbrado totalmente a esa vida de tramp, a que mi casa fuera la calle, cuando cambió mi suerte.
Estaba pintando retratos a carboncillo, por un par de libras esterlinas cada uno, a las puertas del Victoria amp; Albert Museum, en Brompton Road, cuando, inesperadamente, una señora con una sombrilla para el sol y unos guantes de gasa le pidió que retratara a la perrita que paseaba, una King Charles de manchas blancas y cafés, cepillada, lavada y peinada con aires de lady. La perrita se llamaba Esther. El dibujo doble que le hizo Juan, «de frente y de perfil», encantó a la señora. Cuando iba a pagarle descubrió que no llevaba consigo ni un centavo, porque le habían robado la cartera o la había olvidado en casa. «No importa», le dijo Juan. «Ha sido un honor trabajar para una modelo tan distinguida.» La señora, confundida y llena de agradecimiento, se fue. Pero luego de dar unos pasos, regresó y alcanzó a Juan una tarjeta. «Si alguna vez pasa por aquí, toque la puerta, para que salude a su nueva amiga.» Le señalaba a la perrita.
Mrs. Stubard, enfermera jubilada, viuda y sin hijos, se convirtió en el hada madrina cuya varita mágica sacó a Juan Barrete de las calles de Londres y, poco a poco, lo fue limpiando («Una de las consecuencias de ser un tramp es que no te bañas nunca y ni hueles lo hediondo que estás»), alimentando, vistiendo, y, finalmente, catapultando al medio más inglés de los ingleses: el mundo de los dueños de establos, jinetes, preparadores y aficionados a la hípica de Newmarket, donde nacen, crecen, mueren y se entierran los caballos de carreras más famosos de Gran Bretaña y acaso del mundo.
Mrs. Stubard vivía sola, con la pequeña Esther, en una casita de ladrillos rojos y un pequeño jardín que ella rnisma cuidaba y mantenía primoroso, en una sección tranquila y próspera de Saint John's Wood. La había heredado de su marido, un pediatra que se pasó toda su vida en los pabellones y consultorios del Charing Cross Hospital cuidando niños ajenos y que nunca pudo tener uno propio. Juan Barreto tocó la puerta de la viuda un mediodía en que tenía más hambre, soledad y angustia que otros. Ella lo reconoció enseguida.
– He venido a saber cómo anda mi amiga Esther. Y, si no es mucho pedir, a que me convide un pedazo de pan.
– Pase, artista -le sonrió ella-. ¿Le importaría sacudirse un poco esas asquerosas sandalias que lleva? Y aproveche también para lavarse los pies en el caño del jardín.