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«Mrs. Stubard era un ángel caído del cielo», según Juan Barreto. «Había enmarcado mi carboncillo de la perrita y lo tenía en una mesita de la sala. Se veía muy bien.» Hizo que Juan se lavara también las manos con agua y jabón («Desde el primer momento adoptó ese aire de mamá mandona que todavía tiene conmigo») y le preparó un par de sandwiches de tomate, queso y pepinillos y una taza de té. Estuvieron conversando un buen rato y ella exigió que Juan le contara su vida de pe a pa. Era alerta y ávida por saberlo todo sobre el mundo, e insistía en que Juan le describiera con lujo de detalles cómo eran, de dónde salían y qué vidas llevaban los hippies.

«Aunque no te lo creas, el que resultó fascinado por la viejita fui yo. Iba a verla no sólo para que me diera de comer, sino porque la pasaba bacán conversando con ella. Tenía un cuerpo de setenta, pero un espíritu de quince. Y, muérete, la volví una hippy.»

Juan caía por la casita de St. John's Wood una vez por semana, bañaba y peinaba a Esther, ayudaba a Mrs. Stubard a podar y regar el jardín, y, a veces, la acompañaba a hacer la compra al vecino almacén de Sainsbury. Los aburguesados residentes de St. John's Wood observarían extrañados a la asimétrica pareja. Juan la ayudaba a cocinar -le enseñó las recetas peruanas de la papa rellena, el ají de gallina y el ceviche-, le lavaba los platos y luego tenían conversadas sobremesas en las que Juan le hacía oír conciertos de los Beatles y los Rolling Stones, le contaba sus mil y una aventuras y anécdotas de los chicos y chicas hippies que había conocido en sus peregrinaciones por Londres, la India y el Nepal. La curiosidad de Mrs. Stubard no se contentó con las explicaciones de Juan sobre cómo el cannabis agudizaba la lucidez y la sensibilidad, principalmente para la música. Al final, venciendo sus prejuicios -era una metodista practicante-, dio dinero a Juan para que le hiciera probar la marihuana. «Era tan inquieta que, te juro, hubiera sido capaz de aventarse una cápsula de LSD si yo la animaba.» La sesión de marihuana se hizo con el fondo musical de la banda sonora de Yellow Submarine, la película de los Beatles que Mrs. Stubard y Juan fueron a ver del brazo a un cine de estreno en Picadilly Circus. Mi amigo estaba asustado de que a su protectora y amiga el viaje le sentara mal, y, en efecto, terminó quejándose de dolor de cabeza y quedándose dormida patas arriba sobre la alfombra de la sala, después de dos horas de

una excitación extraordinaria, en las que habló como una lora, lanzando carcajadas y haciendo unas figuras de ballet ante los ojos estupefactos de Juan y Esther.

La relación se convirtió en algo más que amistad, en un compañerismo cómplice y fraterno, pese a las diferencias de edad, lengua y procedencia. «Con ella me sentía como si fuera mi mamá, mi hermana, mi compinche y mi ángel de la guarda.»

Como si los testimonios de Juan sobre la subcul-tura hippy no le bastaran, Mrs. Stubard le propuso un día que invitara a dos o tres de sus amigos a tomar el té. Él tenía toda clase de dudas. Temía las consecuencias de aquel intento de mezclar el agua y el aceite, pero, al final, organizó la reunión. Seleccionó a tres entre las más presentables de sus amistades hippies y Íes advirtió que si hacían pasar un mal rato a Mrs. Stubard, o se robaban algo de su casa, él, rompiendo su vocación pacifista, les apretaría el pescuezo. Las dos chicas y el muchacho -Rene, Jody y Aspern- vendían incienso y unos bolsos tejidos según supuestos modelos afganos en las calles de Earl's Court. Se comportaron más o menos bien y dieron buena cuenta de la torta de fresas inflada de crema y de los pastelillos que les preparó Mrs. Stubard, pero, cuando encendieron un palito de incienso explicando a la dueña de casa que así se purificaría espiritualmente el ambiente y el karma de cada uno de los presentes se manifestaría mejor, resultó que Mrs. Stubard tenía un organismo alérgico a las nubéculas purificaderas: le vinieron unas ruidosas e imparables rachas de estornudos que le enrojecieron los ojos y la nariz y dispararon los ladridos de Esther. Superado este incidente, la velada procedió más o menos bien hasta que Rene, Jody y Aspern explicaron a Mrs. Stubard que formaban un triángulo amoroso y que hacer el amor a tres era rendir culto a la Santísima Trinidad -Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo- y una manera todavía más firme de poner en práctica la divisa «Hagan el amor, no la guerra», que había aprobado en la última demostración de Trafalgar Square contra la guerra de Vietnam nada menos que el filósofo y matemático Bertrand Russell. Para la moral metodista en la que había sido educada, aquello del amor tripartito resultó algo que Mrs. Stubard no había imaginado ni en la pesadilla más escabrosa. «A la pobre se le descolgó la mandíbula y el resto de la tarde estuvo mirando con un estupor catatónico al trío que le llevé. Después, me confesó, con aire melancólico, que, educándola como se educaban las inglesas de su generación, a ella la habían privado de muchas cosas curiosas de la vida. Y me contó que nunca había visto desnudo a su marido, porque, desde el primero hasta el último día, hicieron el amor a oscuras.»

De visitarla una vez por semana, Juan pasó a dos, a tres y, finalmente, a vivir con Mrs. Stubard, quien le arregló el cuartito que había sido el de su finado esposo, pues en los últimos años tuvieron cuartos separados. La convivencia, contrariamente a lo que Juan temía, fue perfecta. La dueña de casa no intentaba entrometerse para nada en la vida de Juan, ni le preguntaba por qué algunas noches se quedaba a dormir afuera o llegaba a acostarse cuando los vecinos de St. John's Wood partían al trabajo. Le dio llave de la casa. «Lo único que le preocupaba es que me diera un baño un par de veces por semana», se reía Juan. «Porque, aunque no te lo creas, casi tres años de hippy callejero me quitaron la costumbre de la ducha. En casa de Mrs. Stubard, poco a poco, fui redescubriendo la perversión miraflorina de la ducha diaria.»

Además de ayudarla en el jardín, en la cocina, a pasear a Esther y sacar a la calle el tarro de la basura, Juan tenía con Mrs. Stubard largas pláticas familiares, cada uno con una taza de té en las manos y una fuente de galletitas de jengibre frente a ellos. Él le contaba cosas del Perú y ella de una Inglaterra que, desde la perspectiva del swinging London, parecía prehistórica: niños y niñas que hasta los dieciséis años permanecían en severos internados y donde, salvo en los barrios mal afamados de Soho, St. Paneras y el East End, la vida cesaba a las nueve de la noche. La única diversión que se permitían Mrs. Stubard y su esposo era ir de vez en cuando a algún concierto o a alguna ópera en el Covent Carden. En las vacaciones de verano pasaban una semana en Bristol, en casa de unos cuñados, y otra en los lagos de Escocia, que a su esposo le encantaban. Mrs. Stubard nunca había salido de Gran Bretaña. Pero se interesaba por las cosas del mundo: leía The Times con atención, empezando por las necrológicas, y escuchaba en la radio las noticias de la BBC a la una y a las ocho de la noche. Nunca se le había pasado por la cabeza comprar un aparato de televisión e iba al cine rara vez. Pero tenía un tocadiscos, donde oía sinfonías de Mozart, de Beethoven y de Benjamín Britten.

Un buen día vino a tomar el té con ella su sobrino Charles, el único pariente cercano que le quedaba. Era preparador de caballos en Newmarket, todo un personaje según su tía. Y debía de serlo, a juzgar por el Jaguar rojo que estacionó en la puerta de la casa. Joven y jovial, de rubios pelos crespos y cachetes encarnados, se sorprendió de que en la casa no hubiera una sola botella de good Scotch y que tuviera que contentarse con una copa de un vinito dulce de moscatel que, después del té y los consabidos pastelitos de pepino y la torta de queso y limón, sacó Mrs. Stubard para agasajarlo. Se mostró muy cordial con Juan, aunque tuvo dificultad para situar en el mundo el exótico país del que procedía el hippy de la casa -confundía al Perú con México-, algo que él mismo se censuró con espíritu deportivo: «Me compraré un mapamundi y un manual de geografía para no volver a meter la pata como hoy». Se quedó hasta el anochecer, contando anécdotas de los pura sangre que preparaba en Newmarket para las carreras. Y les confesó que había resultado preparador porque no pudo ser jockey, debido a su contextura robusta. «Ser jockey es terriblemente sacrificado, pero, también, la profesión más hermosa del mundo. ¡Ganar el Derby, triunfar en Ascot, imagínense! Mejor que sacarse el primer premio de la lotería.»