Antes de irse estuvo contemplando, complacido, el carboncillo que Juan Barreto le había hecho a Esther. «Ésta es una obra de arte», dictaminó. «Yo, en mis adentros, me reía de él tomándolo por un palurdo», se recriminaba Juan Barreto.
Algún tiempito después mi amigo recibió unas líneas que, luego del encuentro callejero con Mrs. Stubard y Esther, cambiaron definitivamente el rumbo de su vida. ¿Se animaría el «artista» a pintar un retrato de Primrose, la yegua estrella del establo de Mr. Patrick Chick, a la que él preparaba, y cuyo dueño, feliz con las satisfacciones que le daba en los hipódromos, quería eternizarla en un óleo? Le ofrecía 200 libras si el retrato le gustaba; si no, Juan podría quedarse con la tela y recibiría 50 pounds por el esfuerzo. «Todavía me zumban las orejas del vértigo que tuve leyendo aquella carta de Charles.» Juan revolvía los ojos con excitación retrospectiva.
Gracias a Primrose, a Charles y a Mr. Chick, Juan Barreto dejó de ser un hippy insolvente y pasó a ser un hippy de salón, al que su talento para inmortalizar en las telas a potrancas, yeguas, reproductores y corredores («bichos de los que yo era completamente ignorante») fue abriendo poco a poco las puertas de las casas de los dueños y criadores de caballos de Newmarket. A Mr. Chick el óleo de Primrose le gustó y le alcanzó al maravillado Juan Barreto las 200 libras prometidas. Lo primero que hizo Juan fue comprarle a Mrs. Stubard un sombrerito con flores y un paraguas que hacía juego con él.
Habían pasado cuatro años desde entonces. Juan no se acababa de creer del todo la fantástica mutación de su fortuna. Había pintado por lo menos un centenar de óleos de caballos e innumerables dibujos, apuntes, bocetos a lápiz y a carboncillo y tenía tanto trabajo que los dueños de establos de Newmarket debían esperar semanas para que atendiera sus pedidos. Se había comprado una casita en el campo a medio camino entre Cambridge y Newmarket y un pied-à-terre en Earl's Court, para sus temporadas en Londres. Todas las veces que venía a la ciudad iba a visitar a su hada madrina y a sacar de paseo a Esther. Cuando.la perrita murió él y Mrs. Stubard la enterraron en el jardín de la casa.
Vi a Juan Barreto varias veces en el curso de aquel año, en todas mis idas a Londres, y lo tuve alojado unos días en mi piso de París durante unas vacaciones que se tomó para ver en el Grand Palais una exposición dedicada a «El Siglo de Rembrandt». La moda hippy había entrado en Francia apenas y las gentes se volvían en la calle a mirar a Juan por su indumentaria. Era una excelente persona. Cada vez que yo iba a Londres a trabajar le avisaba con antelación y él se las arreglaba para dejar Newmarket y darme por lo menos una noche de música pop y disipación londinense. Gracias a él hice cosas que nunca había hecho, pasar noches blancas en discotecas o en fiestas hippies en las que el olor de la hierba impregnaba el aire y se servían unos pasteles preparados con hachís que disparaban al novato que era yo en unos gelatinosos viajes suprasensibles, a veces divertidos y a veces pesadillescos.
Lo que resultó para mí más sorprendente -y agradable, por qué no- fue lo fácil que resultaba en esas fiestas acariciar y hacer el amor a cualquier chica. Sólo entonces descubrí hasta qué punto se habían ensanchado los marcos morales en los que yo había sido educado por mi tía Alberta y que, en cierta forma, seguían regulando más o menos mi vida en París. Las francesas tenían, en el imaginario universal, la fama de ser libres, desprejuiciadas y de no oponer demasiados remilgos a la hora de irse a la cama con un varón, pero, en verdad, quienes llevaron esa libertad a un extremo sin precedentes fueron las chicas y los chicos de la revolución hippy londinense, que, por lo menos en el círculo de conocidos de Juan Barreto, se iban a la cama con el desconocido o la desconocida con quien acababan de bailar y volvían al poco rato como si nada a seguir la fiesta y repetir el plato.
– La vida que has llevado en París es la de un funcionario de la Unesco, Ricardo -se burlaba Juan-, la de un miraflorino puritano. Te aseguro que en muchos ambientes de París hay la misma libertad que aquí.
Seguramente era verdad. Mi vida parisina -mi vida, en general- había sido bastante sobria, incluso en los períodos sin contrato de trabajo, en los que, casi siempre, en lugar de echar una cana al aire, me dedicaba a perfeccionar el ruso con un profesor particular, porque, aunque podía interpretarlo, no me sentía tan seguro con la lengua de Tolstoi y Dostoievski como con el inglés y el francés. Le había tomado el gusto y leía en ruso más que en ningún otro idioma. Aquellos esporádicos fines de semana en Inglaterra, participando en las noches de música pop, hierba y sexo del swinging London, marcaron una inflexión en lo que había sido antes (y seguiría siendo después) una vida muy austera. Pero en aquellos fines de semana londinenses, que me regalaba a mí mismo luego de terminar un contrato de trabajo, gracias al retratista de caballos terminé haciendo cosas en las que no me reconocía: bailar como un desmelenado y sin zapatos, fumar hierba o mascar pepitas de peyote y, casi siempre, como remate de esas noches agitadas, hacer el amor, a menudo en los lugares más inaparentes, bajo las mesas, en cuartos de baño minúsculos, en clósets, en jardines, con alguna chica, a veces muy joven, con la que apenas cambiábamos palabra y de cuyo nombre no volvería a acordarme después de aquella vez.
Juan insistió mucho, desde nuestro primer encuentro, en que cada vez que fuera a Londres me quedara en su pied-à-terre de Earl's Court. Él lo ocupaba apenas porque la mayor parte del tiempo la pasaba en Newmarket transfiriendo equinos de la realidad a las telas. Yo le haría un favor desapolillando el pisito de cuando en cuando. Si coincidíamos en Londres, tampoco habría problema porque él podía dormir donde Mrs. Stubard -seguía conservando su cuarto- y, en último caso, en su pied-à-terre se podía instalar una cama plegable en el único dormitorio. Insistió tanto que, al final, acepté. Como no permitió que le pagara ni un centavo por el alquiler, yo trataba de compensarlo trayéndole cada vez, de París, alguna buena botella de Bordeaux, unos quesos Camembert o Brie y unas latitas de páté de foie que le hacían brillar los ojos. Juan era ahora un hippy que no hacía dietas ni creía en el vegetarianismo.
Me gustó mucho Earl's Court, me enamoré de su fauna. El barrio respiraba juventud, música, unas vidas sin orejeras ni cálculos, grandes dosis de ingenuidad, la voluntad de vivir al día, fuera de la moral y los valores convencionales, buscando un placer que rehuía los viejos mitos burgueses de la felicidad -el dinero, el poder, la familia, la posición, el éxito social- y lo encontraba en formas simples y pasivas de existencia: la música, los paraísos artificiales, la promiscuidad y un absoluto desinterés por el resto de los problemas que sacudían a la sociedad. Con su hedonismo tranquilo, pacífico, los hippies no hacían daño a nadie; tampoco ejercían el apostolado, no querían convencer ni reclutar a esas gentes con las que habían roto para llevar su vida alternativa: querían que los dejaran en paz, absortos en su egoísmo frugal y su sueño psicodélico.
Yo sabía que nunca sería uno de ellos, porque, pese a creerme una persona bastante libre de prejuicios, jamás me sentiría natural dejándome crecer los pelos hasta los hombros o vistiéndome con capas, collares y blusas tornasoladas, ni practicando entreveros sexuales colectivos. Pero sentía una gran simpatía y hasta una envidia melancólica por esos muchachos y muchachas, entregados sin la menor aprensión al confuso idealismo que guiaba sus conductas y sin imaginar los riesgos que por todo ello estaban obligados a correr.