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Todavía en esos años, aunque no por mucho tiempo más, los empleados de los bancos, aseguradoras y compañías financieras de la City vestían el atuendo tradicional de pantalón a rayas, chaqueta negra, sombrerito bombín y el infaltable paraguas negro bajo el brazo. Pero, en las callecitas de casas de dos o tres pisos, con jardincillos a la entrada y en la parte trasera, de Earl's Court, se veía a las gentes vestidas como si fueran a un baile de disfraces, incluso en harapos, a menudo descalzas, pero siempre con un sentido estético aguzado, buscando lo llamativo, lo exótico, lo distinto, y con detalles de picardía y humor. A mí me maravillaba mi vecina, Marina, una colombiana que había venido a Londres a estudiar danza. Tenía un hámster que constantemente se le escapaba al pied-à-terre de Juan y a mí me daba tremendos sustos pues solía treparse a la cama y acurrucarse entre las sábanas. Marina, aunque vivía con grandes apuros de dinero y debía de tener muy poca ropa, rara vez se vestía dos veces de la misma manera: aparecía un

día con unos grandes overoles de payaso y un tongo en la cabeza y al día siguiente con una minifalda que prácticamente no dejaba ningún secreto de su cuerpo librado a la fantasía de los paseantes. Un día me la encontré en la estación de Earl's Court montada en unos zancos y con la cara desfigurada por la Unionjack, la bandera británica, pintada de oreja a oreja.

Muchos hippies, acaso la mayoría, procedían de la clase media o alta, y su rebelión era familiar, dirigida contra la regulada vida de sus padres, contra lo que consideraban la hipocresía de sus costumbres puritanas y las fachadas sociales tras las que escondían su egoísmo, su espíritu insular y su falta de imaginación. Eran simpáticos su pacifismo, su naturismo, su vegetarianismo, su afanosa búsqueda de una vida espiritual que diera trascendencia a su rechazo de un mundo materialista y roído por prejuicios clasistas, sociales y sexuales con el que no querían saber nada. Pero todo ello era anárquico, espontáneo, sin centro ni dirección, ni siquiera ideas, porque los hippies -por lo menos los que conocí y observé de cerca-, aunque decían identificarse con la poesía de los beatniks-Alien Ginsberg hizo un recital de sus poemas en Trafalgar Square en el que cantó y bailó danzas hindúes y al que asistieron miles de jóvenes-, lo cierto es que leían muy poco o no leían nada. Su filosofía no estaba basada en el pensamiento y la razón sino en los sentimientos: en el feeling.

Una mañana en que me hallaba en el pied-à-terre de Juan dedicado a la prosaica tarea de planchar unas camisas y calzoncillos que acababa de lavar en la Laundromat de Earl's Court, me tocaron la puerta. Abrí y me encontré con media docena de muchachos rapados al coco, que llevaban botas comando, pantalones cortos y casacas de cuero de corte militar, algunos de ellos con cruces y medallas guerreras en el pecho. Me preguntaron por el pub Swag and Tails, que estaba a la vuelta de la esquina. Fueron los primeros skin heads (cabezas rapadas) que vi. Desde entonces, esas pandillas aparecían de cuando en cuando por el barrio, a veces armados de garrotes, y los benignos hippies que habían extendido en las veredas sus mantas para vender sus chucherías artesanales tenían que salir volando, algunos con sus criaturas en los brazos, porque los skin heads les profesaban un odio cerril. No era sólo un odio a su modo de vida sino también clasista, porque esos matones, jugando a los SS, procedían de sectores obreros y marginales y encarnaban su propio tipo de rebelión. Se convirtieron en las fuerzas de choque de un partido minúsculo, el National Front, racista, que pedía la expulsión de los negros de Inglaterra. Su ídolo era Enoch Powell, un parlamentario conservador que, en un discurso que causó revuelo, había profetizado de manera apocalíptica que «correrían ríos de sangre en Gran Bretaña» si no se atajaba la inmigración. La aparición de los cabezas rapadas creó cierta tensión y hubo algunos hechos de violencia en el barrio, pero aislados. En lo que a mí concierne, todas esas cortas estancias en Earl's Court fueron muy gratas. Hasta el tío Ataúlfo lo advirtió. Nos escribíamos con cierta frecuencia; yo le contaba mis descubrimientos londinenses y él me daba sus quejas sobre los desastres económicos que la dictadura del general Velasco Alvarado comenzaba a causar en el Perú. En una de sus cartas, me dijo: «Veo que lo pasas muy bien en Londres, que esa ciudad te hace feliz».

El barrio se había llenado de pequeños cafés y restaurantes vegetarianos, y casas donde se ofrecían todas las variedades de té de la India, atendidas por chicas y chicos hippies que preparaban ellos mismos esas perfumadas infusiones a la vista del cliente. El desprecio de los hippies al mundo industrial los había incitado a resucitar la artesanía en todas sus formas y a mitificar el trabajo manuaclass="underline" tejían bolsas, confeccionaban sandalias, aros, collares, túnicas, turbantes, colguijos. A mí me encantaba ir a sentarme a leer allí, como lo hacía en los bistrots de París -pero qué distinto era el ambiente de cada sitio-, sobre todo a un garaje con cuatro mesitas, donde atendía Annette, una chica francesa de largos cabellos sujetados en trenza y unos pies muy bonitos, con la que solíamos tener largas conversaciones sobre las diferencias entre el yoga asanas y el yoga pranayama, de los que ella parecía saber todo y yo nada.

El pied-à-terre de Juan era minúsculo, alegre y acogedor. Estaba en el primer piso de una casa de dos plantas, dividida y subdividida en pequeños apartamentos, y constaba de un solo dormitorio, con un bañito y una cocinilla empotrada. La habitación era amplia, con dos ventanales que le aseguraban una buena ventilación y una excelente vista sobre Philbeach Gardens, callecita en forma de medialuna, y sobre el jardín interior, al que la falta de cuidado había convertido en un hirsuto bosquecillo. En una época, en ese jardín hubo una carpa sioux en la que vivía una pareja de hippies con dos niñitos que gateaban. Ella venía al pied-à-terre a calentar los biberones de sus hijos y me enseñaba una manera de respirar reteniendo el aire y paseándolo por todo el cuerpo que, me decía muy seria, evaporaba todas las tendencias belicosas del instinto humano.

Además de la cama, el cuarto tenía una gran mesa llena de objetos raros comprados por Juan Barreto en Portobello Road y, en las paredes, multitud de grabados, algunas imágenes del Perú -el inevitable Machu Picchu en lugar preferente- y fotos de Juan con gentes diversas y en lugares distintos. Y un alto de cajas donde guardaba libros y revistas. Había también algunos libros en una repisa, pero lo que abundaba en el lugar eran los discos: tenía una excelente colección de rock-and-roll y de música pop, inglesa y norteamericana, en torno a un aparato de radio y tocadiscos de primera calidad.

Un día en que por tercera o cuarta vez examinaba las fotografías de Juan -la más divertida era una tomada en el paraíso equino de Newmarket, en la que mi amigo aparecía montado en un pura sangre de soberbia estampa coronado con una herradura de flores de acanto cuyas riendas sujetaban un jockey y un señor rozagante, sin duda el propietario, ambos riéndose del pobre jinete que parecía muy inseguro arriba de ese Pegaso-, una de las fotos me llamó la atención. Tomada en medio de una fiesta, las personas risueñas que miraban a la cámara, tres o cuatro parejas, iban muy bien vestidas y con copas en las manos. ¿Qué? Un mero parecido. Volví a escudriñarla y deseché la idea. Ese día regresaba a París. Los dos meses que estuve sin volver a Londres aquella sospecha me estuvo rondando hasta volverse una idea fija. ¿Podía ser que la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux, estuviera ahora en Newmarket? Me lo pregunté muchas veces, acariciando entre los dedos la escobillita Guerlain que ella dejó en mi departamento el último día que la vi y que yo llevaba siempre conmigo, como un amuleto. Demasiado improbable, demasiada casualidad, demasiado todo. Pero no conseguí arrancarme la sospecha -la ilusión- de la cabeza. Y empecé a contar los días para que un nuevo contrato me devolviera al pied-à-terre de Earl's Court.