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No apareció, ni en ese paseo, ni en el pequeño restaurante indio donde Juan me llevó esa noche a comer un curry tandoori, ni tampoco al día siguiente, en la larga, interminable subasta de yeguas y potrancas y caballos de carrera y sementales en el Tattersalls, que se celebró bajo una gran carpa de lona. Yo me aburrí soberanamente. Me sorprendió el número de árabes que había allí, algunos en chilabas, pujando en cada remate y pagando a veces sumas astronómicas, que yo nunca sospeché pudieran pagarse por un cuadrúpedo. Ninguna de las muchas personas que Juan me presentó durante la subasta, y en los descansos en que los asistentes tomaban champagne y comían zanahorias, pepinos y arenques en vasos y platos de cartón, pronunció el nombre que esperaba: Mr. David Richardson.

Pero, esa noche, nada más entrar a la suntuosa mansión del signar Ariosti, sentí que de golpe se me secaba la garganta y que me dolían las uñas de manos y pies. Ahí estaba, a menos de diez metros, sentada en el brazo de un sofá, con una larga copa en la mano. Me miraba como si no me hubiera visto nunca en la vida. Antes de que yo pudiera dirigirle la palabra o acercarle la cara para besarle la mejilla, me estiró una mano desganada y me saludó en inglés como al perfecto extranjero: «How do you do?». Y, sin darme tiempo a responderle, me volvió la espalda y se enfrascó de nuevo en la charla con la gente que la rodeaba. Al poco rato la oí contar, con el más absoluto desparpajo y en un inglés aproximado pero muy expresivo, cómo su padre la llevaba a ella de niña en la Ciudad de México, todas las semanas, a un concierto o a una ópera. Así le había inculcado una pasión precoz por la música clásica.

No había cambiado mucho en estos cuatro años. Tenía siempre la fachita esbelta, bien formada, de cintura estrecha, las piernas delgaditas y torneadas y los tobillos tan finos y quebradizos como las muñecas. Parecía más segura de sí misma y más desenvuelta que antes y movía la cabeza al final de cada frase con estudiada displicencia. Se había aclarado algo el pelo y lo llevaba más largo que en París, con unas ondas que no le recordaba; su maquillaje era más sencillo y natural que el recargado que acostumbraba llevar madame Arnoux, Vestía una falda muy corta, según la moda, que mostraba sus rodillas y una blusita escotada que dejaba al aire sus lindos hombros lisos y sedosos y destacaba su cuello, airoso estambre cercado por una cadenita de plata de la que colgaba una piedra preciosa, un zafiro tal vez, que con sus movimientos se balanceaba con picardía sobre la abertura donde asomaban sus senos paraditos. Divisé su anillo de casada en el anular de su mano izquierda, a la manera protestante. ¿Se habría convertido a la religión anglicana, también? Mr. Richardson, a quien Juan me presentó en la sala contigua, era un sesentón exuberante, con una camisa amarilla eléctrica y un pañuelo del mismo color que rebalsaba sobre su elegantísimo traje azul. Ebrio y eufórico, contaba chistes sobre sus andanzas por Japón que divertían mucho al corro de invitados que lo rodeaba, al mismo tiempo que les llenaba las copas con una botella de Dom Perignon que aparecía y reaparecía en sus manos como por arte de magia. Juan me explicó que era un hombre muy rico, que pasaba parte del año haciendo negocios en Asia, pero que el norte de su vida era la pasten aristócrata por excelencia: los caballos.

El centenar de personas que llenaba las estancias y el porche, frente al que se abría un vasto jardín con una piscina de azulejos iluminada, respondía más o menos a lo que Juan Barreto me había anunciado: un mundo muy inglés, al que se habían integrado algunos caballistas forasteros, como el dueño de casa, el signar Ariosti, o mi exótica compatriota disfrazada de mexicana, Mrs. Richardson. Todo el mundo andaba bastante bebido, y todos parecían conocerse mucho y comunicarse en un lenguaje cifrado cuyo tema recurrente era la hípica. En un momento en que conseguí sentarme en el grupo que rodeaba a Mrs. Richardson, entendí que varias de esas personas, entre ellas la niña mala y su marido, habían ido hacía poco a Dubai, invitados en el avión privado de un jeque árabe, a la inauguración de un hipódromo. Los habían tratado a cuerpo de rey. Eso de que los musulmanes no bebían alcohol, decían, sería cierto para los musulmanes pobres, pero los otros, los caballistas de Dubai por ejemplo, bebían y atendían a sus huéspedes con los vinos y el champagne más exquisitos de Francia.

Pese a mis esfuerzos, no conseguí en el curso de la larga noche cambiar palabra con Mrs. Richardson. Cada vez que, guardando ciertas formas, me le acercaba, ella se alejaba, con el pretexto de ir a saludar a alguien, llegarse al buffet o al bar, o poniéndose a secretearse con una amiga. Y tampoco conseguí cruzar con ella una mirada, pues, aunque no me cabía la menor duda de que era perfectamente consciente de que yo estaba siempre persiguiéndola con la vista, no me daba la cara jamás, y, por el contrario, siempre se las arreglaba para ofrecerme la espalda o el perfil. Era verdad lo que me había dicho Juan Barreto: su inglés era primario y a ratos incomprensible, trufado de incorrecciones, pero lo hablaba con tanta frescura y convicción y con una musiquita latinoamericana tan simpática, que resultaba gracioso, además de expresivo. Para llenar los vacíos, acompañaba sus palabras con una gesticulación incesante y unos visajes y expresiones que eran un consumado espectáculo de coquetería.

Charles, el sobrino de Mrs. Stubard, resultó un muchacho encantador. Me contó que, por culpa de Juan, había comenzado a leer libros de viajeros ingleses por el Perú y que estaba planeando ir a pasar unas vacaciones en el Cusco y hacer el trekking hasta Machu Picchu. Quería convencer a Juan para que lo acompañara. Si yo quería sumarme a la aventura, welcome.

A eso de las dos de la mañana, cuando la gente comenzaba a despedirse del signor Ariosti, en un súbito arranque al que debieron incitarme las numerosas copas de champagne que llevaba encima, me aparté de una pareja que me interrogaba sobre mis experiencias como intérprete profesional, y esquivé a mi amigo Juan Barreto, que por cuarta o quinta vez en la noche quería arrastrarme a una salita a admirar el retrato de cuerpo entero que había pintado de Belicoso, una de las estrellas del establo del dueño de casa, y crucé el salón hacia el grupo donde estaba Mrs. Richardson. La cogí del brazo con fuerza, y, sonriéndole, la obligué a apartarse de quienes la rodeaban. Me miró con un desagrado que le torció la boca y le oí proferir las primeras palabrotas desde que la conocí:

– Suéltame, fucking beast-murmuró, entre dientes-. Suéltame, me vas a meter en un lío.

– Si no me llamas por teléfono, le diré a Mr. Richardson que estás casada en Francia y que te persigue la policía de Suiza por vaciar la cuenta secreta de monsieur Arnoux.

Y le puse en la mano un papelito con el teléfono del pied-à-terre de Juan en Earl's Court. Después de un instante de pasmo y mudez -su carita se volvió un rictus- lanzó una carcajada, abriendo mucho los ojos:

– Oh, my God! You are learning, niño bueno -exclamó, reponiéndose de la sorpresa, con un tonito de aprobación profesional.

Dio media vuelta y regresó al grupito del que yo la había arrancado.

Estuve segurísimo de que no me llamaría. Yo era un testigo incómodo de un pasado que ella quería borrar a toda costa; si no, jamás hubiera actuado como lo había hecho toda la noche, esquivándome de esa manera. Sin embargo, me llamó a Earl's Court dos días después, muy temprano. Apenas pudimos hablar porque, como solía hacerlo antaño, se limitó a darme órdenes:

– Te espero mañana, a las tres, en el Russell Hotel. ¿Conoces? En Russell Square, cerca del Museo Británico. Puntualidad inglesa, por favor.

Estuve allí con media hora de anticipación. Me sudaban las manos y respiraba con dificultad. El lugar no podía haber sido mejor elegido. El viejo hotel belle époque, con su fachada y sus largos pasillos estilo pompier oriental, parecía semivacío, y todavía más el bar de techo altísimo y paredes forradas de madera, con mesitas muy separadas y, algunas, escondidas entre tabiques y gruesas alfombras que apagaban las pisadas y la conversación. Detrás del mostrador, un mozo hojeaba el Evening Standard.