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La niña mala llegó media hora después que yo, envuelta en un entallado abrigo de cuero, un sombrerito que le hacía juego y unos botines hasta las rodillas. Además del bolso llevaba un cartapacio lleno de cuadernos y libros de unos cursos sobre arte moderno que, me explicó después, seguía tres veces por semana en Christie's. Antes de mirarme, echó una ojeada a la habitación e hizo un pequeño signo de asentimiento, aprobando. Cuando, por fin, se dignó mirarme, ya la tenía yo en mis brazos y había comenzado a desvestirla.

– Ten cuidado -me instruyó-. No me vayas a arrugar la ropa.

La desnudé con todas las precauciones del mundo, estudiando, como objetos preciosos y únicos, las prendas que llevaba encima, besando con unción cada centímetro de piel que aparecía a mi vista, aspirando el aura suave, ligeramente perfumada, que brotaba de su cuerpo. Ahora tenía una pequeña cicatriz casi invisible cerca de la ingle, pues la habían operado del apéndice, y llevaba el pubis más escarmenado que antaño. Sentía deseo, emoción, ternura, mientras besaba sus empeines, sus axilas fragantes, los insinuados huesecillos de la columna en su espalda y sus nalgas paraditas, delicadas al tacto como el terciopelo. Le besé los menudos pechos, largamente, loco de dicha.

– No te habrás olvidado lo que me gusta, niño bueno -me susurró al oído, por fin.

Y, sin esperar mi respuesta, se puso de espaldas, abriendo las piernas para hacer sitio a mi cabeza, a la vez que se cubría los ojos con el brazo derecho. Sentí que comenzaba a apartarse más y mejor de mí, del Russell Hotel, de Londres, a concentrarse totalmente, con esa intensidad que yo no había visto nunca en ninguna mujer, en ese placer suyo, solitario, personal, egoísta, que mis labios habían aprendido a darle. Lamiendo, sorbiendo, besando, mordisqueando su sexo pequeñito, la sentí humedecerse y vibrar. Se demoró mucho en terminar. Pero qué delicioso y exaltante era sentirla ronroneando, meciéndose, sumida en el vértigo del deseo, hasta que, por fin, un largo gemido estremeció su cuerpecito de pies a cabeza. «Ven, ven», susurró, ahogada. Entré en ella con facilidad y la apreté con tanta fuerza que salió de la inercia en que la había dejado el orgasmo. Se quejó, retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: «Me aplastas».

Con mi boca pegada a la suya, le rogué:

– Por una vez en tu vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero saber cómo suena, siquiera una vez.

Después, cuando habíamos terminado de hacer el amor, y conversábamos, desnudos sobre la colcha amarilla, amenazados por los fieros guerreros mogoles y yo le acariciaba los pechos, la cintura, besaba la casi invisible cicatriz y jugaba con su liso vientre, pegando el oído a su ombligo y escuchando los rumores profundos de su cuerpo, le pregunté por qué no me había dado gusto, diciéndome esa pequeña mentira al oído. ¿No la había dicho tantas veces, a tantos?

– Por eso -me respondió en el acto, sin piedad-. Yo nunca he dicho «te quiero», «te amo», sintiéndolo de verdad. A nadie. Sólo he dicho esas cosas de a mentiras. Porque yo nunca he querido a nadie, Ricardito. Les he mentido a todos, siempre. Creo que el único hombre al que nunca le he mentido en la cama has sido tú.

– Vaya, viniendo de ti, eso es toda una declaración de amor. ¿Había conseguido por fin eso que había buscado tanto, ahora que estaba casada con un hombre rico y poderoso?

Una sombra veló sus ojos y su voz se empañó:

– Sí y no. Porque, aunque ahora tengo seguridad y puedo comprarme lo que quiero, estoy obligada a vivir en Newmarket y a pasarme la vida hablando de caballos.

Lo dijo con una amargura que parecía salirle del fondo del alma. Y, entonces, de pronto, se sinceró conmigo de una manera inesperada, como si no pudiera ya guardar adentro todo aquello. Odiaba los caballos con todas sus fuerzas y también a todas sus amistades y relaciones de Newmarket, propietarios, preparadores, jockeys, empleados, palafreneros, perros y gatos y todas las personas que directa o indirectamente tenían que ver con los equinos, malditos engendros que, además, eran el único tema de conversación y preocupación de esa horrible gente que la rodeaba. No sólo en los hipódromos, en las pistas de entrenamiento, en los establos, también en las cenas, las recepciones, los matrimonios, los cumpleaños y en los encuentros casuales las gentes de Newmarket hablaban de las enfermedades, accidentes, aprontes, proezas o desgracias de los horribles cuadrúpedos. A ella esta vida había conseguido amargarle los días, y hasta las noches, porque, últimamente, tenía pesadillas con los caballos de Newmarket. Y, aunque no me lo dijo, era fácil adivinar que de su odio inconmensurable hacia los caballos y Newmarket tampoco se libraba su marido. Mr. David Richardson, compadecido de las angustias y depresiones de su mujer, le había dado permiso desde hacía algunos meses para que viniera a Londres -ciudad a la que la fauna de Newmarket detestaba y en la que rara vez ponía los pies- a seguir cursillos de historia del arte en Christie's y Sotheby's, a tomar clases de arreglos florales en Out of the Bloom, en Camden, y hasta sesiones de yoga y de meditación trascendental en un ashram de Chelsea que la distrajeran un poco de los estragos psicológicos que le causaba la hípica.

– Vaya, vaya, niña mala -me burlé yo, encantado de oír lo que me contaba-. ¿Descubriste que no siempre el dinero es la felicidad? ¿Tengo esperanzas, pues, de que un día de éstos despidas a Mr. Richardson y te cases conmigo? París es más divertido que el infierno caballuno de Suffblk, como sabes.

Pero ella no tenía ganas de bromear. Su disgusto por Newmarket era todavía más grave de lo que me pareció aquella vez, un verdadero trauma. Creo que ni una sola tarde, de las muchas en que nos vimos e hicimos el amor en el curso de los dos años siguientes en las distintas habitaciones del Russell Hotel -llegué a tener la impresión de que las conocía todas de memoria-, dejó la niña mala de desfogarse conmigo, vociferando contra los caballos y la gente de Newmarket, cuya vida le parecía monótona, estúpida, la más tonta del mundo. ¿Por qué, si era tan infeliz con la existencia que llevaba, no le ponía término? ¿Qué esperaba para separarse de David Richardson, un hombre con el que evidentemente no se había casado por amor?

– No me atrevo a pedirle el divorcio -me reconoció, una de esas tardes-. No sé qué me pasaría.

– No te pasaría nada. ¿Estás casada con todas las de la ley, no? Aquí las parejas se descasan sin ningún problema.

– No lo sé -me dijo ella, yendo en las confidencias un poco más lejos que de costumbre-. Nos casamos en Gibraltar y no estoy segura de que mi matrimonio tenga la misma validez aquí. Tampoco sé cómo averiguarlo sin que David se entere. Tú no conoces a los ricos, niño bueno. Y menos a David. Para casarse conmigo, tramó con sus abogados un divorcio en el que dejó a su primera mujer poco menos que en la calle. No quiero que me pase lo mismo. Él tiene los mejores abogados, las mejores relaciones. Y yo, en Inglaterra, soy menos que nadie, una pobre shit.

Nunca pude averiguar cómo lo había conocido, cuándo y de qué manera surgió ese romance con David Richardson que la catapultó de París a Newmarket. Era evidente que había hecho un mal cálculo creyendo que, con semejante conquista, conquistaría también esa libertad ilimitada que ella asociaba con la fortuna. No sólo no era feliz; a simple vista, más lo había sido como esposa del funcionario francés al que abandonó. Cuando, otra de esas tardes, ella misma me habló de Robert Arnoux y me exigió que le relatara con pelos y señales la conversación que tuvimos la noche que me invitó a cenar a Chez Eux, lo hice, sin omitirle nada, contándole incluso cómo a su ex marido se le llenaron los ojos de lágrimas al referirme que ella se había fugado con todos los ahorros de la cuenta conjunta que tenían en un banco suizo.