– Como buen francés, lo único que le dolía era la plata -me comentó, sin impresionarse lo más mínimo-. ¡Sus ahorros! Cuatro reales ridículos que no me alcanzaron ni para un año de vida. Me usó para sacar plata de Francia a escondidas. No sólo la suya, también la de sus amigos. Habrían podido meterme presa, si me pescaban. Además, era un tacaño, lo peor que puede ser alguien en la vida.
– Ya que eres tan fría y tan perversa, por qué no matas a David Richardson, niña mala. Te evitarás los; riesgos del divorcio y heredarás su fortuna.
– Porque no sabría cómo hacerlo sin que me metan presa -me contestó, sin sonreír-. ¿Te animarías tú? Te ofrezco el diez por ciento de su herencia. Es mucha, mucha plata.
Jugábamos, pero yo no podía evitar, cuando le oía decirme esas barbaridades con tanta soltura, un escalofrío. Ya no era aquella muchachita vulnerable que, pasando mil pellejerías, había salido adelante gracias a una audacia y una determinación poco comunes; ahora era una mujer hecha y derecha, convencida de que la vida era una jungla donde sólo triunfaban los peores, dispuesta a todo para no ser vencida y seguir escalando posiciones. ¿Incluso a despachar al otro mundo a su marido para heredarlo, si podía hacerlo con absoluta garantía de impunidad? «Por supuesto», me decía, con esa miradita burlona y feroz. «¿Te doy miedo, niño bueno?»
Sólo cuando David Richardson la llevaba con él en sus viajes de negocios por Asia, se divertía. Por lo que me contó, algo bastante vago, su marido era broker, intermediario de diversas commodities, que Indonesia, Corea, Taiwán, Tailandia y Japón exportaban a Europa y por eso hacía viajes frecuentes allá a entrevistarse con los proveedores. No siempre lo acompañaba; cuando lo hacía, sentía una gran liberación. Seúl, Bangkok, Tokio, eran las compensaciones que le permitían soportar Newmarket. Mientras él celebraba sus cenas y reuniones de negocios, ella hacía turismo, visitaba templos y museos y se compraba ropa o adornos para su casa. Por ejemplo, tenía una maravillosa colección de kimonos japoneses y gran variedad de muñecos articulados del teatro balines. ¿Me permitiría, alguna vez, cuando su marido estuviera de viaje, ir a Newmarket y echar un vistazo a su casa? No, nunca. Yo no debía asomar por allá jamás, aunque Juan Barreto volviera a invitarme. Salvo, claro, que me decidiera a tomar en serio su propuesta homicida.
Esos dos años, en los cuales pasé largas temporadas en el swinging London, pernoctando en el pied-à-terre de Juan Barreto en Earl's Court, y viendo a la niña mala una o dos veces por semana, fueron los más felices de mi vida hasta entonces. Gané menos dinero como intérprete, porque, por Londres, deseché muchos contratos en París y otras ciudades europeas, incluida Moscú, donde las conferencias y congresos internacionales se hicieron más frecuentes hacia fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, y, en cambio, acepté trabajos bastante mal pagados cuyo único atractivo era que me llevaban a Inglaterra. Pero por nada del mundo hubiera cambiado la felicidad de llegar al Russell Hotel, donde a todos los camareros y camareras llegué a conocerlos por sus nombres, y esperar, en estado de trance, la llegada de Mrs. Richardson. Cada vez me sorprendía con un vestido, una ropa interior, un perfume o unos zapatitos nuevos. Una de aquellas tardes, como yo le había pedido, se trajo en una bolsa varios kimonos de su colección y me hizo una exhibición, andando y moviéndose por el cuarto, con los piececitos muy juntos y la sonrisa estereotipada de una geisha. Siempre noté, en su cuerpo menudo y en el viso ligeramente verdoso de su piel, una huella oriental, herencia de algún ancestro del que ella no tenía noticia, y que aquella tarde se me hizo más evidente que nunca.
Hacíamos el amor, conversábamos desnudos, mientras yo jugaba con sus cabellos y su cuerpo, y, algunas veces, si lo permitía el tiempo, antes de que regresara a Newmarket dábamos un paseo por un parque. Si llovía, nos metíamos a algún cine, y veíamos la película de la mano. Otrjas veces íbamos a tomar té con los scones que a ella le gustaban, a Fortnum and Masón, y, una vez, a los célebres y opulentos tes del Hotel Ritz, pero no. volvimos porque al salir ella divisó en una mesa a una pareja de Newmarket. La vi ponerse pálida. En esos dos años yo me convencí de que, en mi caso al menos, era falso que el amor se empobreciera o desapareciera con el uso. El mío crecía cada día. Yo estudiaba minuciosamente las galerías, los museos, los cinemas de arte, las exposiciones, los itinerarios recomendados -los pubs más antiguos de la ciudad, las ferias de anticuarios, los escenarios de las novelas de Dickens-, para proponerle paseos que pudieran divertirla, y, cada vez, también, la sorprendía con algún regalito de París, que, si no por su precio, podía impresionarla por su originalidad. A veces, contenta con el regalo, me decía «te mereces un besito» y, por un segundo, me juntaba los labios. Apoyados en los míos, quietos, se dejaban besar por mí, sin responder.
¿Llegó a quererme un poco en aquellos dos años? Nunca me lo dijo, desde luego, eso habría sido una demostración de debilidad que no se hubiera, ni me hubiera, perdonado. Pero creo que llegó a acostumbrarse a mi devoción, a sentirse halagada por el amor que yo vertía sobre ella a manos llenas más de lo que se atrevía a confesarse a sí misma. Le gustaba que la hiciera gozar con mi boca, y que luego, apenas había alcanzado el orgasmo, la penetrara y «la irrigara». Y, también, que le dijera de todas las formas posibles y de mil maneras que la amaba. «¿Qué cursilerías me vas a decir hoy día?» era a veces su saludo.
– Que lo más excitante que hay en ti, después de este clítoris enanito, es tu manzana de Adán. Cuando sube, pero, principalmente, cuando baja bailando por tu garganta.
Si conseguía hacerla reír, me sentía colmado, como, de niño, tras aquella acción buena que los hermanos del Colegio Champagnat de Miraflores nos recomendaban hacer a diario, para santificar el día. Una tarde tuvimos un curioso incidente, de larga cola. Yo estaba trabajando en un congreso organizado por British Petroleum, en una sala de conferencias de Uxbridge, en las afueras de Londres, y me fue imposible salir a reunirme con ella -había pedido permiso para ausentarme en la tarde- porque el compañero que debía reemplazarme se enfermó. La llamé por teléfono al Russell Hotel, dándole toda clase de disculpas. Sin responderme una palabra, me cortó. Volví a llamar y ya no estaba en la habitación.
El viernes siguiente -nos veíamos los miércoles y los viernes, por lo general, los días de sus supuestas clases de arte en Christie's- me hizo esperar más de dos horas, sin llamar para explicarme su tardanza. Apareció, por fin, con la cara fruncida, cuando yo ya no creía que vendría.
– ¿No podías llamarme? -protesté-. Me has tenido con los nervios…
No pude terminar porque una cachetada, lanzada con todas sus fuerzas, me cerró la boca.
– Tu a mí no me dejas plantada, pichiruchi -vibraba de indignación y tenía la voz descompuesta-. Tú, si tienes una cita conmigo…
No la dejé acabar la frase porque me abalancé sobre ella y con todo el peso de mi cuerpo la hice rodar sobre la cama. Se defendió un poco al principio, pero, no mucho después, dejó de resistir. Y, casi de inmediato, sentí que me besaba y abrazaba también, y me ayudaba a desnudarla. Nunca antes había hecho algo así. Por primera vez sentí su cuerpecito enredándose en el mío, trenzándome las piernas, sus labios apretándose contra los míos y su lengua pugnando con la mía. Sus manos se hundían en mi espalda, en mi cuello. Le rogué que me perdonara, jamás volvería a ocurrir, le agradecí que me hiciera tan feliz, que por primera vez me demostrara que también me quería. Entonces, la sentí sollozar y vi sus ojos mojados.
– Amor mío, corazón, no llores, y por esa tontería -la acariñé, sorbiéndole las lágrimas-. No volverá a ocurrir, te lo prometo. Te amo, te amo.