Выбрать главу

Después, cuando nos vestíamos, ella permanecía muda, con una expresión rencorosa, arrepentida de su debilidad. Traté de mejorarle el humor, bromeando:

– ¿Ya dejaste de quererme, tan rápido?

Me miró con cólera, un buen rato, y cuando habló su voz sonó muy dura:

– No te equivoques, Ricardito. No creas que te he hecho esa escena porque me muero por ti. Ningún hombre me importa mucho y tú no eres la excepción. Pero tengo mi amor propio y a mí nadie me deja plantada en un cuarto de hotel.

Le dije que estaba dolida de que yo hubiera descubierto que, a pesar de todas sus paradas, desplantes e insultos, algo sentía por mí. Fue el segundo error grave que cometí con la niña mala desde aquel día que, en vez de retenerla en París, la animé a partir a Cuba a seguir su entrenamiento de guerrillera. Me miró muy seria, sin decir nada un buen rato y, por fin, murmuró, llena de altivez y desprecio:

– ¿Eso crees? Ya verás que no es así, pichiruchi.

Salió de la habitación, sin despedirse. Pensé que sería un malhumor pasajero, pero no supe de ella toda la semana siguiente. Pasé el miércoles y el viernes esperándola en vano, acompañado en mi soledad por los beligerantes mogoles. El siguiente miércoles, al llegar al Russell Hotel, el conserje hindú me entregó una cartita. Muy escueta, me informaba que estaba partiendo a Japón con «David». Ni siquiera me decía por cuánto tiempo ni que me llamaría apenas regresara a Inglaterra. Me llené de malos presagios y maldije mi metida de pata. Conociéndola, esta notita de dos frases podía ser una larga y, acaso, definitiva despedida.

En aquellos dos años mi amistad con Juan Barrero se había estrechado. Pasé muchos días en su pied-à-terre

de Earl's Court, ocultándole siempre, por supuesto, mis encuentros con la niña mala. Por esa época, 1972 o 1973, el movimiento hippy entró en una rápida desintegración y pasó a convertirse en una moda burguesa. La revolución psicodélica resultó menos profunda y seria de lo que creían sus cultores. Lo más creativo que produjo, la música, fue rápidamente integrada por el establishment y entró a formar parte de la cultura oficial y a hacer millonarios y multimillonarios a los antiguos rebeldes y marginales, a sus representantes y a las empresas discográficas, empezando por los propios Beatles y terminando por los Rolling Stones. En vez de la liberación de los espíritus, «la expansión indefinida de la mente humana», según aseguraba el gurú del ácido lisérgico, el antiguo profesor de Harvard, doctor Timothy Leary, las drogas, la vida promiscua y sin frenos, trajeron buen número de problemas y algunas desgracias personales y familiares. Nadie vivió tan visceralmente este cambio de circunstancias como mi amigo Juan Barrete.

Había sido siempre muy sano y, de repente, empezó a quejarse de gripes y resfríos que se abatían sobre él con mucha frecuencia, acompañados de fortísimas neuralgias. Su médico, en Cambridge, le aconsejó unas vacaciones en un clima más cálido que el inglés. Estuvo diez días en Ibiza y volvió a Londres tostado y risueño, lleno de anécdotas picantes sobre las hot nights de Ibiza, «algo que nunca hubiera podido imaginar en un país con la fama de cucufato que tiene España».

Fue en esta época que Mrs. Richardson partió a Tokio, acompañando a su marido. Dejé de ver a Juan cerca de un mes. Estuve trabajando en Ginebra y Bruselas y ninguna de las veces que lo llamé, a Londres y a Newmarket, contestó el teléfono. Esas cuatro semanas tampoco recibí noticia alguna de la niña mala. Cuando regresé a Londres, mi vecina de Earl's Court, la colombiana Marina, me dijo que Juan llevaba varios días internado en el Westminster Hospital. Lo tenían en el pabellón de enfermedades infecciosas, sometido a toda clase de exámenes. Se había adelgazado mucho. Lo encontré con la barba crecida, abrigadísimo bajo un alto de mantas y angustiado porque «estos médicos chambones no consiguen diagnosticar mi enfermedad». Le habían dicho primero que tenía un herpes genital, que se le había complicado, y, luego, que se trataba más bien de una especie de sarcoma. Ahora sólo le decían vaguedades. Se le encendieron los ojos cuando me vio asomar junto a su cama:

– Me siento más solo que un perro, mi hermano -me confesó-. No sabes cuánto me alegra verte. He descubierto que, aunque conozco a un millón de gringos, tú eres el único amigo que tengo. Amigo de amistad a la peruana, la que llega hasta el tuétano, quiero decir. Las amistades aquí son muy superficiales, la verdad. Los ingleses no tienen tiempo para la amistad.

Mrs. Stubard había dejado hacía algunos meses la casita de St. John's Wood. Estaba delicada de salud y se había retirado a un asilo de ancianos en Suffolk. Vino a visitar a Juan una vez, pero era demasiado trajín para ella y no había vuelto. «La pobre sufre de la espalda y fue un verdadero acto de heroísmo llegar hasta aquí.» Juan era otra persona; la enfermedad le había hecho perder el optimismo, la seguridad, y lo había llenado de miedos:

– Me estoy muriendo y no saben de qué -me dijo, con voz cavernosa, la segunda o tercera vez que fui a verlo-. No creo que me lo oculten para no asustarme, los médicos ingleses te dicen siempre la verdad, aunque sea espantosa. Lo que pasa es que no saben qué me pasa.

Los exámenes no daban nada preciso, los médicos empezaron de pronto a hablar de un virus escurridizo, no bien identificado, que atacaba el sistema inmunológico, lo que había vuelto a Juan propenso a toda clase de infecciones. Se hallaba en un estado de extrema debilidad, con los ojos hundidos, la piel cerúlea, los huesos saltados. Todo el tiempo se pasaba las maños por la cara, como para comprobar que todavía estaba allí. Yo lo acompañaba todas las horas en que estaban autorizadas las visitas. Lo veía consumirse cada día más, al tiempo que se hundía en la desesperación. Un día me pidió que le consiguiera un cura católico, porque quería confesarse. No me fue fácil. El párroco del Brompton Oratory con el que hablé me dijo que le era imposible desplazarse a los hospitales. Pero me dio el teléfono de un convento de dominicos, que prestaban este servicio. Tuve que ir en persona a gestionar el asunto. Vino a ver a Juan un curita irlandés, colorado y simpático, con el que mi amigo sostuvo una larga conversación. El dominico volvió a verlo dos o tres veces. Esos diálogos lo serenaban, por unos días. Y de ellos resultó la decisión trascendental que tomó: escribir a su familia, con la que no había vuelto a tener relación hacía más de diez años.

Estaba muy débil para escribir, de modo que me dictó una carta larga, sentida, en la que resumía a sus padres su carrera de pintor en Newmarket, con detalles de humor. Les decía que, aunque había tenido muchas veces deseo de escribirles y de hacer las paces con ellos, lo había atajado siempre un estúpido prurito de amor propio, del que estaba arrepentido. Porque los quería y extrañaba mucho. En una posdata añadía algo que, estaba seguro, los alegraría: después de haber estado alejado muchos años de la Iglesia, Dios le había permitido volver a la fe en que había sido criado, lo que ahora daba paz a su vida. No les decía palabra sobre su enfermedad.

Sin comunicárselo a Juan, pedí una cita al jefe del departamento de enfermedades infecciosas del Westminster Hospital. El doctor Rotkof, hombre bastante mayor y un poco seco, de barbita entrecana y nariz tuberosa, antes de contestar mis preguntas quiso saber qué grado de parentesco tenía con el enfermo.

– Somos amigos, doctor. Él no tiene familiares aquí en Inglaterra. Me gustaría poder escribir a sus padres, allá en el Perú, diciéndoles cuál es el verdadero estado de Juan.

– No le puedo decir gran cosa, salvo que es muy grave -me espetó, sin rodeos-. Puede morir en cualquier momento. Su organismo carece de defensas y un resfrío podría acabar con él.

Se trataba de una enfermedad nueva, de la que se habían detectado ya bastantes casos, en Estados Unidos y en el Reino Unido. Atacaba con especial dureza a las comunidades de homosexuales, a los adictos a la heroína y a todas las drogas intravenosas, así como a los hemofílicos. Salvo que la esperma y la sangre eran las vías principales para la transmisión del «síndrome» -nadie hablaba del sida todavía-, se sabía poca cosa de su origen y naturaleza. Devastaba el sistema inmunológico y exponía al paciente a todas las enfermedades. Una constante eran esas llagas en las piernas y el abdomen que atormentaban tanto a mi amigo. Aturdido con lo que acababa de oír, pregunté al doctor Rotkof qué me aconsejaba que hiciera. ¿Decírselo a Juan? Se encogió de hombros e hizo una especie de puchero. Eso dependía enteramente de mí. Tal vez sí, tal vez no. Aunque, acaso sí, si mi amigo debía tomar algunas disposiciones en relación con su deceso.