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Nunca les vi la cara a sus papas. Ellas nunca nos llevaron ni a mí ni a ninguna chica o chico del barrio a su casa. Nunca celebraron un cumpleaños, ni dieron una fiesta, ni nos invitaron a tomar el té y a jugar, como si se avergonzaran de que viéramos lo modesto que era el lugar donde vivían. A mí, que fueran pobretones y que se avergonzaran de todo lo que no tenían me llenaba de compasión, aumentaba mi amor por la chilenita y me infundía designios altruistas: «Cuando Lily y yo nos casemos, nos llevaremos a vivir con nosotros a toda su familia».

Pero, a mis amigos, y sobre todo a mis amigas miraflorinas, les daba mala espina que Lucy y Lily no nos abrieran las puertas de su casa. «¿Serán tan muertas de hambre que no pueden organizar ni siquiera una fiesta?», se preguntaban. «Acaso no es por pobres, sino por amarretes», trataba de componerla Tico Tiravante, empeorándola.

Los chicos del barrio empezaron de pronto a hablar mal de las chilenitas por la manera corno se maquillaban y vestían, a burlarse del escaso vestuario que lucían -todos conocíamos ya de memoria esas falditas, blusitas y sandalias que, para disimular, combinaban de todas las maneras posibles-, y yo las defendía, lleno de santa indignación, esos rajes eran envidia, envidia verde, envidia ponzoñosa, porque en las fiestas las chilenitas nunca planchaban, todos los chicos hacían cola para sacarlas a bailar

– «Porque se dejan pegar el cuerpo, así quién va a planchar», replicaba Laura- o porque, en las reuniones en el barrio, en los juegos, en la playa o en el Parque Salazar, eran siempre el centro de la atracción, y todos los chicos las rodeaban, en tanto que a las otras… -«¡Porque son unas agrandadas y unas descaradas y porque con ellas ustedes se atreven a contar unos chistes colorados que nosotras no les permitiríamos!», contraatacaba Teresita-, y, por último, porque las chilenitas eran regias, modernas, despercudidas, y ellas, en cambio, unas remilgadas, unas atrasadas, unas anticuadas, unas cucufatas y unas prejuiciadas. «¡A mucha honra!», respondía Ilse, sacándonos cachita. Pero, aunque rajaban de ellas, las chicas del Barrio Alegre las seguían invitando a las fiestas y saliendo con ellas en patota a los baños de Miraflores, a la misa de doce los domingos, a las matinées y a dar las vueltas obligadas por el Parque Salazar desde el atardecer hasta la aparición de las primeras estrellas que, en ese verano, chisporrotearon en el cielo de Lima de enero a marzo sin que, estoy seguro, ni un solo día las ocultaran las nubes, como ocurre siempre en esta ciudad las cuatro quintas partes del año. Lo hacían porque los chicos se lo pedíamos, y porque, en el fondo, las chicas de Miraflores sentían por las chilenitas la fascinación que ejerce sobre el pajarito la cobra que lo hipnotiza antes de tragárselo, la pecadora sobre la santa, el diablo sobre el ángel. Envidiaban en las forasteras venidas de ese remoto país que era Chile la libertad, que ellas no tenían, de salir a todas partes y quedarse paseando o bailando hasta tardísimo sin pedir permiso para un ratito más, sin que su papá, su mamá o alguna hermana mayor o una tía viniera a espiar por las ventanas de la fiesta con quién y cómo bailaban, o a llevárselas a casa porque ya eran las doce de la noche, hora en que las chicas decentes no estaban bailando ni conversando en las calles con hombres -eso hacían las agrandadas, las huachafas y las cholas- sino en sus casitas y en su cama, soñando con los angelitos. Envidiaban que las chilenitas fueran tan sueltas, bailaran con tantos disfuerzos sin importarles si se les descubrían las rodillas, y moviendo los hombros, los pechitos y el potito como no lo hacía ninguna chica en Miraflores, y que, a lo mejor, se permitieran con los chicos libertades que ellas ni se atrevían a imaginar. Pero, si eran tan libres, ¿por qué ni Lily ni Lucy querían tener enamorado? ¿Por qué nos decían que no a todos los que les caíamos? No sólo a mí me había dicho Lily que no; también a Lalo Molfino y a Lucho Claux, y Lucy les había dicho no a Loyer, a Pepe Cánepa y al pintoncito de Julio Bienvenida, el primer miraflorino al que, sin siquiera haber terminado el colegio, sus padres le regalaron un Volkswagen al cumplir quince años. ¿Por qué las chilenitas, que eran tan libres, no querían tener enamorado?

Ese y otros misterios relacionados con Lily y Lucy se aclararon inesperadamente el 30 de marzo de 1950, el último día de aquel verano memorable, en la fiesta de Marirosa Álvarez-Calderón, la gordita pufi. Una fiesta que marcaría época y quedaría en la memoria de todos los asistentes para siempre. La casa de los Álvarez-Calderón, en la esquina de 28 de Julio y La Paz, era la más linda de Miraflores y acaso del Perú con sus jardines de altos árboles, sus tipas de flores amarillas, sus campanillas, sus rosales y su piscina de azulejos. Las fiestas de Marirosa eran siempre con orquesta y un enjambre de mozos que servían pasteles, bocaditos, sándwiches, jugos y toda clase de bebidas no alcohólicas a lo largo de la noche, unas fiestas para las que los invitados nos preparábamos como para subir al cielo. Todo iba de maravillas hasta que, con las luces apagadas, el centenar de chicas y chicos rodeamos a Marirosa y le cantamos el Happy Birthday y ella sopló y apagó la torta con las quince velitas e hicimos cola para darle el abrazo consabido.

Cuando a Lily y Lucy les tocó el turno de abrazarla, Marirosa, una chanchita feliz cuyos rollos rebalsaban el rosado vestido con un gran moño a la espalda que llevaba, después de besarlas en la mejilla,, abrió mucho los ojos:

– ¿Ustedes son chilenas, no? Les voy a presentar a mi tía Adriana. Es chilena también, acaba de llegar de Santiago. Vengan, vengan.

Las cogió de la mano y se las llevó al interior de la casa, gritando: «Tía Adriana, tía Adriana, aquí te tengo una sorpresa».

Por los cristales del largo ventanal, rectángulo iluminado que enmarcaba un gran salón con una chimenea apagada, paredes con paisajes y retratos al óleo, sillones, sofás, alfombras, y una docena de señoras y señores con copas en las manos, vi irrumpir instantes después a Marirosa con las chilenitas, y alcancé a ver, desvaída y fugaz, la silueta de una señora muy alta, muy arreglada, muy hermosa, con un cigarrillo humeando en la punta de una larga boquilla, adelantándose a saludar a sus jóvenes compatriotas con una sonrisa condescendiente.

Me fui a tomar un jugo de mango y a fumar un Viceroy a escondidas, entre las casetas de vestir de la piscina. Allí me encontré con Juan Barreto, mi amigo y compañero del Colegio Champagnat, que había venido a refugiarse también en esas soledades para fumarse un pitillo. A boca de jarro me preguntó:

– ¿Te importaría que le cayera a Lily, flaco?

Sabía que, aunque lo parecíamos, no éramos enamorados, y sabía también -como todo el mundo, me precisó- que yo le había caído tres veces y que las tres me había dicho nones. Le respondí que me importaba muchísimo, porque, aunque Lily me había dicho no, ése era un jueguecito que ella se traía -en Chile las chicas eran así-, pero, en realidad, yo le gustaba, era como si fuéramos enamorados, y además, esta noche yo ya había empezado a caerle por cuarta y definitiva vez, y ella estaba por decirme que sí cuando la aparición de la torta con las quince velitas de la gordita pufi nos interrumpió. Pero, ahora que saliera de hablar con la tía de Marirosa, le seguiría cayendo y ella me aceptaría y desde esta noche sería mi enamorada con todas las de la ley.