Quedé tan afectado por la conversación con el doctor Rotkof que no me atreví a volver a la habitación de Juan, seguro de que por mi cara adivinaría todo. Tenía mucha pena por él. Qué hubiera dado por ver aquella tarde a Mrs. Richardson y sentirla, aunque fuera por un par de horas, a mi lado. Juan Barreto me había dicho una gran verdad: aunque yo también conocía a cientos de personas aquí en Europa, el único amigo que tenía «a la peruana» se me iba a morir en cualquier momento. Y la mujer que quería estaba en el otro extremo del mundo, con su marido, y, fiel a su costumbre, hacía más de un mes que no daba señales de vida. Cumplía su amenaza, demostrando al pichiruchi insolente que no estaba enamorada en absoluto, que podía prescindir de él como de una baratija inservible. Desde hacía días me angustiaba la sospecha de que, una vez más, iba a desaparecer sin dejar rastro. ¿Para esto habías soñado tanto desde niño con escapar del Perú y vivir en Europa, Ricardo Somocurcio? En esos días londinenses me sentí solo y triste como un perro vagabundo.
Sin decir nada a Juan, escribí una carta a sus padres, explicándoles que se encontraba muy delicado, víctima de una enfermedad desconocida, y lo que me había advertido el doctor Rotkof: que un desenlace fatal podía sobrevenir en cualquier momento. Les decía que, aunque yo habitaba en París, permanecería en Londres todo el tiempo que hiciera falta para acompañar a Juan. Les di el teléfono y la dirección del pied-à-terre de Earl's Court y les pedí instrucciones.
Me llamaron apenas recibieron mi carta, que les llegó al mismo tiempo que la que Juan me dictó para ellos. Su padre estaba destrozado con la noticia, pero, al mismo tiempo, feliz de recuperar al hijo pródigo. Hacían arreglos para venir a Londres. Me pidió que les reservara un hotelito modesto, pues no disponían de mucho dinero. Lo tranquilicé; se quedarían en el pied-à-terre de Juan donde podrían cocinar, de modo que la estancia londinense les resultara menos cara. Quedamos en que yo prepararía a Juan sobre su próxima llegada.
Dos semanas después, el ingeniero Clímaco Barreto y su esposa Eufrasia estaban instalados en Earl's Court y yo me había mudado a un bed and breakfast de Bayswater. La llegada de sus padres tuvo un efecto enormemente positivo sobre Juan. Recuperó la esperanza, el humor y pareció reponerse. Hasta lograba retener algunos de los alimentos que le traía mañana y tarde la enfermera, en tanto que, antes, todo lo que se llevaba a la boca le producía arcadas. Los señores Barreto eran bastante jóvenes -él había trabajado toda su vida en la hacienda Paramonga, hasta que el gobierno del general Velasco la expropió a sus dueños, y entonces renunció y consiguió un puestecito de profesor de matemáticas en una de las nuevas universidades que brotaban en Lima como hongos-, o estaban muy bien conservados, pues apenas parecían en la cincuentena. Él era alto y con el aspecto deportivo de quien se ha pasado la vida en el campo y, ella, una mujercita menuda y enérgica, cuya manera de hablar, el tono suave, la abundancia de diminutivos y la música de mi viejo barrio miraflorino, me puso nostálgico. Oyéndola, sentía larguísimo el tiempo transcurrido desde que salí del Perú a vivir la aventura europea. Pero, alternando con ellos, confirmé también que me sería imposible volver allá, para hablar y pensar como hablaban y pensaban los padres de Juan. Sus comentarios sobre lo que veían en Earl's Court, por ejemplo, me revelaban de manera muy gráfica cuánto había cambiado yo en todos estos años. No era una revelación entusiasmante. Había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda. ¿Qué era, entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo, ni en Francia, ni mucho menos en Inglaterra. ¿Qué eras, pues, Ricardito? Tal vez, lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que, como le gustaba definirnos a mi colega Salomón Toledano, sólo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros.
Con los padres de Juan Barreto en Londres, pude regresar a París, a trabajar. Acepté los contratos que me proponían, aunque fueran de uno o dos días, pues, debido al tiempo que permanecí en Inglaterra acompañando a Juan, mis ingresos habían caído en picada.
Aunque Mrs. Richardson me lo había prohibido, comencé a llamar a su casa de Newmarket para averiguar cuándo regresarían los esposos de su viaje a Japón. La persona que me respondía, una empleada filipina, no lo sabía. Yo me hacía pasar cada vez por una persona diferente, pero tenía la sospecha de que la filipina me reconocía y me daba con el teléfono en las narices: «They are not yet back».
Hasta que un día, cuando ya desesperaba de encontrarla nunca, la propia Mrs. Richardson me contestó el teléfono. Me reconoció al instante pues hubo un largo silencio. «¿Puedes hablar?», le pregunté. Me contestó con voz cortante, llena de furia contenida: «No. ¿Estás en París? Te llamaré a la Unesco o a tu casa, apenas pueda». Y me cortó, con un golpe que subrayaba su disgusto. Me llamó ese mismo día, en la noche, a mi pisito de la Ecole Militaire.
– Por haberte dejado plantada una vez, me pegaste y me hiciste aquel escándalo -me quejé, con acento cariñoso-. ¿Qué tendría que hacerte yo por dejarme sin noticias tuyas cerca de tres meses?
– No vuelvas a llamar a Newmarket nunca más en tu vida -me riñó, con un desagrado que rechinaba en sus palabras-. Esto no es broma. Estoy en un problema muy serio con mi marido. No debemos vernos ni hablarnos, por un tiempo. Por favor. Te ruego. Si es verdad que me quieres, haz eso por mí. Nos veremos cuando todo esto pase, te prometo. Pero no me llames nunca más. Estoy en un lío y tengo que cuidarme.
– Espera, espera, no cortes. Dime al menos cómo sigue Juan Barreto.
– Ya se murió. Sus padres se han llevado los restos a Lima. Vinieron a Newmarket a poner en venta su casita. Otra cosa, Ricardo. Evita venir a Londres por un tiempo, si no te importa. Porque, si vienes, sin quererlo me puedes crear un problema muy serio. No te puedo decir más, ahora.
Y me cortó, sin decir adiós. Me quedé vacío y descompuesto. Sentí tanta cólera, tanta desmoralización, tanto desprecio de mí mismo, que tomé -¡una vez más!- la resolución de arrancarme de la memoria y, para decirlo con una de esas huachaferías que la hacían reír, de mi corazón, a Mrs. Richardson. Era estúpido seguir amando a una personita tan insensible, que estaba harta de mí, que jugaba conmigo como si fuera un pelele, que jamás me había demostrado la menor consideración. ¡Esta vez sí te librarías de la peruanita, Ricardo Somocurcio!
Varias semanas después recibí unas líneas, desde Lima, de los padres de Juan Barreto. Me agradecían que les hubiera echado una mano y se disculpaban por no haberme escrito ni llamado, como yo les pedí. Pero, la muerte de Juan, tan súbita, los dejó aturdidos, enloquecidos, sin atinar a nada. Los trámites para repatriar los restos fueron horribles, y, si no hubiera sido por la gente de la embajada peruana, jamás habrían conseguido llevárselo y enterrarlo en el Perú como él quería. Por lo menos, habían conseguido darle ese gusto al hijo adorado de cuya pérdida nunca se consolarían. De todas maneras, en medio de su dolor, era un consuelo saber que Juan había muerto corno un santo, reconciliado con Dios y con la religión, en verdadero estado angélico. Así se lo había dicho el padre dominico que le administró los últimos sacramentos.