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La muerte de Juan Barreto me afectó mucho. Volví a quedar sin otro amigo íntimo, el que en cierta forma había reemplazado al gordo Paúl. Desde que éste desapareció en las guerrillas, no había vuelto a tener en Europa una persona a la que estimara tanto y con la que me sintiera tan próximo como el hippy peruano que llegó a ser retratista de caballos en Newmarket. Londres, Inglaterra, no serían los mismos sin él. Otra razón para no volver allá, por un buen tiempo.

Traté de poner en práctica mi decisión con la receta de costumbre: cargándome de trabajo. Aceptaba todos los contratos y me pasaba semanas y meses viajando de una ciudad europea a otra, trabajando como intérprete, en conferencias y congresos sobre todos los temas imaginables. Había adquirido la destreza del buen intérprete, que consiste en conocer las equivalencias de las palabras sin necesariamente entender sus contenidos (según Salomón Toledano entenderlos era un inconveniente), y seguí perfeccionando el ruso, lengua con la que estaba encariñado, hasta adquirir en ella una segundad y una desenvoltura equivalentes a las que tenía en francés y en inglés.

Pese a que, hacía años, había obtenido el permiso de residencia en Francia, comencé a gestionar la nacionalidad francesa pues con un pasaporte francés se me abrirían mayores posibilidades de trabajo. El pasaporte peruano despertaba desconfianza en algunas organizaciones a la hora de contratar un intérprete, pues tenían dificultad para situar al Perú en el mundo y averiguar el estatuto del país en el concierto de las naciones. Además, desde los años setenta, empezó a crecer en toda Europa occidental una actitud de rechazo y hostilidad hacia los inmigrantes de países pobres

Un domingo de mayo, mientras me afeitaba y me disponía a aprovechar el día primaveral para dar un paseo por los muelles del Sena hasta el Barrio Latino, donde pensaba almorzar un couscous en uno de los restaurantes árabes de la rué St. Séverin, sonó el teléfono. Sin decirme «hola» o «buenos días», la niña mala me gritó:

– ¿Le has contado tú a David que yo estaba casada con Robert Arnoux en Francia?

Estuve a punto de colgarle el teléfono. Habían pasado cuatro o cinco meses desde nuestra última conversación. Pero disimulé mi enojo.

– Debí hacerlo, pero no se me ocurrió, señora bígama. No sabes cuánto lamento no haberlo hecho. Ahora estarías presa, ¿no?

– Contéstame y no te hagas el idiota -insistió su voz, echando chispas-. No estoy para bromas ahora. ¿Has sido tú? Una vez me amenazaste con contárselo, no creas que me he olvidado.

– No, no he sido yo. ¿Qué te pasa? ¿En qué líos andas ahora, salvajita?

Hizo una pausa. La sentí respirar, ansiosa. Cuando volvió a hablar, parecía quebrada, llorosa.

– Estábamos divorciándonos y la cosa iba bien. Pero, de pronto, no sé cómo, en estos días ha aparecido lo de mi matrimonio con Robert. David tiene los mejores abogados. El mío es un don nadie y ahora dice que si se prueba que estoy casada en Francia, mi matrimonio con David en Gibraltar queda nulo, de manera automática, y que puedo verme en un gran lío. David no me dará un centavo y, si se pone de acuerdo con Robert, pueden entablar contra mí una acción criminal, pedirme daños y perjuicios y no sé qué más. Hasta ir a la cárcel, de repente. Y me expulsarían del país. ¿No has sido tú el del chisme, seguro? Bueno, me alegro, tú no me parecías de los que hacen esas cosas.

Hizo otra larga pausa y suspiró, como si se aguantara un sollozo. Mientras me decía todo aquello, parecía sincera. Había hablado sin pizca de autocompasión.

– Lo siento mucho -le dije-. La verdad, tu última llamada me dejó tan dolido que decidí no verte, ni hablarte, ni buscarte, ni acordarme de tu existencia nunca más.

– ¿Ya no estás enamorado de mi? -se rió.

– Sí lo estoy, por lo visto. Para mi desgracia. Me parte el alma lo que me has contado. No quiero que te pase nada, quiero que sigas haciéndome todas las maldades del mundo. ¿Puedo ayudarte de algún modo? Haré lo que me pidas. Porque te sigo queriendo con toda mi alma, niña mala.

Volvió a reírse.

– Por lo menos, me quedan tus huachaferías -exclamó-. Te llamaré, para que me lleves naranjas a la cárcel.

IV. El Trujimán de Cháteau Meguru

Salomón Toledano se jactaba de hablar doce lenguas y poder interpretarlas todas en las dos direcciones. Era un hombre bajito y esmirriado, medio perdido en unos trajes bolsudos que, se diría, se compraba a propósito para que le quedaran grandes, y unos ojos de tortuga indecisos entre la vigilia y el sueño. Le raleaban los cabellos y se afeitaba sólo cada dos o tres días, de modo que siempre andaba con una sombra grisácea ensuciándole la cara. Nadie que lo viera así, tan poca cosa, el perfecto don nadie, hubiera podido imaginarse la extraordinaria facilidad de que estaba dotado para los idiomas y su fabulosa aptitud para interpretarlos. Las organizaciones internacionales se lo disputaban y también transnacionales y gobiernos, pero él no aceptó nunca un puesto fijo, porque como free lance se sentía más libre y ganaba más. No sólo era el mejor intérprete que conocí en todos los años en que me gané la vida ejerciendo la «profesión de fantasmas» -así la llamaba él-; también, el más original.

Todo el mundo lo admiraba y lo envidiaba, pero muy pocos de nuestros colegas lo querían. Los abrumaban su locuacidad, su falta de tacto, sus chiquillerías y la avidez con que acaparaba la conversación. Hablaba de manera ostentosa y a veces vulgar, porque, aunque sabía las generalidades de los idiomas, ignoraba los matices, tonos y usos locales, lo que a menudo lo hacía parecer torpe o grosero. Pero podía ser entretenido contando anécdotas, recuerdos de familia y sus andanzas por el mundo. A mí me fascinaba su personalidad de genio aniñado y, como me pasaba horas escuchándolo, llegó a tenerme bastante estima. Cada vez que coincidíamos en las cabinas de intérpretes de alguna conferencia o congreso yo sabía que tendría a Salomón Toledano prendido de mí como una lapa.

Había nacido en una familia sefardí de Esmirna que hablaba ladino y por eso se consideraba «más español que turco, aunque con cinco siglos de atraso». Su padre debía de haber sido un comerciante y banquero muy próspero porque envió a Salomón a estudiar en colegios privados de Suiza e Inglaterra, y a hacer estudios universitarios en Boston y Berlín. Antes de obtener sus diplomas hablaba ya turco, árabe, inglés, francés, español, portugués, italiano y alemán, y, luego de graduarse en filologías románica y germánica, vivió unos años en Tokio y Taiwán, donde aprendió japonés, mandarín y el dialecto taiwanés. Conmigo hablaba siempre en un español masticado y ligeramente arcaizante, en el que, por ejemplo, a los «intérpretes» nos llamaba «trujimanes». Por eso, lo habíamos apodado el Trujimán. A veces, sin darse cuenta, pasaba del español al francés o al inglés o a lenguas más exóticas y entonces yo tenía que interrumpirlo y pedirle que se confinara en mi (comparado con el suyo) pequeñito mundo lingüístico. Cuando lo conocí, estaba aprendiendo ruso, y en un año de esfuerzos llegó a leerlo y hablarlo con más desenvoltura que yo, que llevaba cinco escudriñando los misterios del alfabeto cirílico.

Aunque generalmente traducía al inglés, cuando hacía falta interpretaba también al francés, al español y a otros idiomas, y siempre me maravilló la fluidez con que se expresaba en mi lengua, sin haber vivido jamás en un país hispanohablante. No era un hombre con muchas lecturas, ni demasiado interesado en la cultura, salvo en las gramáticas y los diccionarios, y de pasatiempos inusitados, como la filatelia y los soldaditos de plomo, temas en los que decía ser tan versado como en lenguas. Lo más extraordinario era oírlo hablar en japonés, porque entonces, sin advertirlo, adoptaba las posturas, venias y ademanes de los orientales, como un verdadero camaleón. Gracias a él, descubrí que la predisposición para los idiomas es tan misteriosa como la de ciertas personas para las matemáticas o la música, no tiene nada que ver con la inteligencia ni el conocimiento. Es algo aparte, un don que algunos poseen y otros no. Salomón Toledano lo tenía tan desarrollado que, con todo su aire inofensivo y anodino, a sus colegas nos parecía algo monstruoso. Porque, cuando no se trataba de idiomas, era de una ingenuidad desarmante, un hombre-niño.