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Aunque habíamos coincidido antes por razones de trabajo, mi amistad con él nació de veras en la época en que, una vez más en la vida, perdí el contacto con la niña mala. Su separación de David Richardson fue una catástrofe cuando éste pudo demostrar ante el tribunal que veía la demanda de divorcio que Mrs. Richardson era bígama, pues estaba casada con todas las de la ley también en Francia con un funcionario del Quai d'Orsay del que nunca se divorció. La niña mala, viendo la batalla perdida, optó por escapar de Inglaterra y de los odiados caballos de Newmarket con rumbo desconocido. Pero pasó por París -por lo menos, es lo que quiso que yo creyera- y, desde el flamante aeropuerto de Charles de Gaulle, en marzo de 1974 me llamó por teléfono para despedirse. Me contó que las cosas le habían ido muy mal, que su ex marido había salido ganando en todos los sentidos, y que, harta de tribunales y de abogados que le habían volatilizado la poca plata que tenía, se iba a donde nadie pudiera fregarle más la paciencia.

– Si quieres quedarte en París, mi casa es tuya -le dije, muy en serio-. Y si quieres casarte otra vez, casémonos. A mí me importa un pito que seas bígama o trígama.

– ¿Quedarme en París para que monsieur Robert Arnoux me denuncie a la policía o cosas peores? Ni loca. Gracias, de todos modos, Ricardito. Ya nos veremos alguna vez, cuando pase la tormenta.

Sabiendo que no me lo diría, le pregunté dónde se iba a instalar, qué pensaba hacer ahora con su vida.

– Te lo cuento la próxima vez que nos veamos. Un besito y no me metas muchos cuernos con las francesas.

También esta vez estuve seguro de que nunca volvería a saber de ella. Como las veces anteriores, me hice el firme propósito, a mis treinta y ocho años, de enamorarme de alguien menos evasivo y complicado, una chica normal, con la que pudiera tener una relación sin sobresaltos, acaso hasta casarme con ella y tener hijos. Pero, no ocurrió así, porque en esta vida rara vez ocurren las cosas como los pichiruchis las planeamos.

Pronto entré en una rutina de trabajo que, aunque a ratos me aburría, tampoco me desagradaba. Ser intérprete me parecía una profesión anodina, pero, también, la que menos problemas morales plantea a quien la ejerce, Y me permitía viajar, ganar bastante bien y tomarme el tiempo libre que quisiera.

Mi único contacto con el Perú, pues ya muy rara vez veía a peruanos en París, seguían siendo las cartas del tío Ataúlfo, cada día más desesperanzadas. Su mujer, la tía Dolores, siempre me ponía a mano un recuerdo y yo le enviaba de tanto en tanto partituras, pues tocar el piano era la gran distracción de su vida de inválida. Los ocho años de la dictadura militar del general Velasco, con las nacionalizaciones, la reforma agraria, la comunidad industrial, los controles y el dirigismo económico, me decía el tío Ataúlfo, habían dado soluciones erróneas al problema de las injusticias sociales y las grandes desigualdades, así como a la explotación de las mayorías por la minoría de privilegiados, y esto sólo había servido para enconar y empobrecer todavía más a unos y otros, ahuyentar las inversiones, acabar con el ahorro y aumentar la crispación y la violencia. Aunque en la segunda etapa de la dictadura, dirigida en sus últimos cuatro años por el general Francisco Morales Bermúdez, se frenó algo el populismo, los diarios y las estaciones de televisión y de radio seguían estatizados, la vida política cancelada y no había asomo de que fuera a restablecerse la democracia. La amargura que destilaban las cartas del tío Ataúlfo me apenaba por él y por los peruanos de su generación que, al llegar a la vejez, veían que su antiguo sueño de que el Perú progresara, en vez de materializarse, retrocedía. La sociedad peruana se iba sumiendo cada vez más en la pobreza, la ignorancia y la brutalidad. Había hecho bien viniéndome a Europa, aunque mi vida fuera algo solitaria y la de un oscuro trujimán.

También me fui desinteresando de la actualidad política francesa, que antes seguía con pasión. En los setenta, durante los gobiernos de Pompidou y de Giscard d'Estaing, apenas leía las informaciones de actualidad. Buscaba en los diarios y los semanarios casi exclusivamente las páginas culturales. Iba siempre a exposiciones y conciertos pero ya no tanto al teatro, que decayó mucho en relación con la década pasada, y, en cambio, sí, hasta dos veces por semana, al cine. Felizmente, París seguía siendo un paraíso para los cinéfilos. En lo que concierne a la literatura, dejé de estar al día porque, al igual que el teatro, la novela y el ensayo cayeron en picada en Francia. Nunca pude leer con entusiasmo a los ídolos intelectuales de esas décadas, Barthes, Lacan, Derrida, Deleuze y otros, cuyos libros verbosos se me caían de las manos; sólo a Michel Foucault. Su historia de la locura me impresionó mucho y también su ensayo sobre el régimen carcelario (Surveiller et punir), aunque no me convenció su teoría según la cual la historia del occidente europeo era la de las múltiples represiones institucionalizadas -la cárcel, los hospitales, el sexo, la justicia, las leyes- de un poder que colonizaba todos los espacios de libertad para aniquilar la disensión y la inconformidad. En verdad, todos esos años leí sobre todo a los muertos, y, en especial, a escritores rusos.

Aunque andaba siempre muy ocupado trabajando y haciendo cosas, por primera vez, en los setenta, cuando la examinaba tratando de ser objetivo, mi vida empezó a parecerme bastante estéril, y mi futuro el de un irremediable solterón y un fuereño que nunca se integraría de veras a la Francia de sus amores. Y recordaba siempre un apocalíptico desplante de Salomón Toledano, que, un día, en la sala de intérpretes de la Unesco, nos interpeló así: «Si, de repente, nos sentimos morir y nos preguntamos: ¿Qué huella dejaremos de nuestro paso por esta perrera?, la respuesta honrada sería: Ninguna, no hemos hecho nada, salvo hablar por otros. ¿Qué significa, si no, haber traducido millones de palabras de las que no recordarnos una sola, porque ninguna merecía ser recordada?». No era extraño que el Trujimán fuera impopular entre la gente de la profesión.

Un día le dije que lo odiaba, porque aquella frase, que me volvía de tanto en tanto a la memoria, me había convencido de la total inutilidad de mi existencia.

– Los trujimanes sólo somos inútiles, querido -me consoló-. Pero, no hacemos perjuicio a nadie con a nuestro trabajo. En todas las otras profesiones se puede causar grandes estragos a la especie. Piensa en los abogados y los médicos, por ejemplo, y no se diga los arquitectos o los políticos.

Estábamos tomando una cerveza en un bistrot de l'avenue Suffren, luego de una jornada de trabajo en la Unesco, que celebraba su conferencia anual. Yo, en un arranque confidencial, le acababa de contar, sin detalles ni nombres, que hacía muchos años estaba enamorado de una mujer que aparecía y desaparecía en mi vida como un fuego fatuo, incendiándola de felicidad por cortos períodos, y, después, dejándola seca, estéril, vacunada contra cualquier otro entusiasmo o amor.

– Enamorarse es un error -sentenció Salomón Toledano, haciéndole eco a mi desaparecido amigo Juan Barreto, que compartía esa filosofía, aunque sin los amaneramientos verbales de mi colega-. A la mujer, atrápala por los cabellos, arróllala y a la colcha. Hazla vislumbrar todas las estrellas del firmamento en un dos por tres. Ésa es la teoría correcta. Yo no puedo practicarla, por mi físico endeble, helas. Alguna vez intenté una machada con una hembra brava y me desbarató la cara de un bofetón. Por eso, pese a mi tesis, trato a las damas, sobre todo a las rameras, como a reinas.