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– No te creo que no te hayas enamorado nunca, Trujimán.

Reconoció que se había enamorado una vez en la vida, cuando era estudiante universitario en Berlín. De una chica polaca, tan católica que cada vez que hacían el amor tenía remordimientos con llanto. El Trujimán le propuso matrimonio. La muchacha aceptó. Les costó un triunfo obtener el beneplácito cié las familias. Lo consiguieron luego de una complicada negociación en la que se decidió una doble boda, por el rito judío y por el católico. En plenos preparativos matrimoniales, la novia, súbitamente, se fugó con un oficial norteamericano que concluía su servicio en Berlín. El Trujimán, enloquecido de despecho, hizo una extraña inquisición: quemó su magnífica colección de estampillas. Y decidió que nunca volvería a enamorarse. En el futuro el amor para él sería sólo mercenario. Había cumplido. Desde aquel episodio, sólo frecuentaba prostitutas. Y, en vez de estampillas, coleccionaba ahora soldaditos de plomo.

Pocos días después, creyendo hacerme un favor, me embarcó en una salida de fin de semana con dos cortesanas rusas que, según él, además de permitirme practicar mi ruso, me harían conocer los «efluvios y moretones del amor eslavo». Fuimos a cenar a un restaurante de Batignolles, Le Grand Samovar, y, después, a una boite de nuit, estrecha, oscura y humosa hasta la asfixia, cerca de la place de Clichy, donde encontramos a las ninfas. Bebimos mucho vodka, de manera que mis recuerdos perdían nitidez casi desde que entramos al antro llamado Les Cosaques y sólo me quedó claro que de las dos rusas, la suerte, o mejor dicho el Trujimán, me deparó a mí a Natacha, la más gorda y la más maquillada de las dos rubensianas cuarentonas. Mi pareja andaba embutida en un vestido rosado brillante, con filos de gasa, y cuando reía y accionaba, sus tetas se mecían como dos globos belicosos. Parecía escapada de un cuadro de Botero. Hasta que mis recuerdos se eclipsaban en vapores alcohólicos, mi amigo estuvo hablando como un loro, en un ruso mechado de palabrotas que las dos cortesanas celebraban a carcajadas.

A la mañana siguiente me desperté con dolor de cabeza y los huesos molidos: había dormido en el suelo, al pie de la cama donde roncaba, vestida y calzada, la supuesta Natacha. De día era todavía más gorda que de noche. Durmió plácidamente hasta el mediodía y, cuando despertó, miró asombrada la habitación, la cama que ocupaba, y a mí, que le daba las buenas tardes, inmediatamente empezó a exigirme tres mil francos, unos seiscientos dólares de la época, lo que ella cobraba por una noche entera. Yo no tenía semejante cantidad y siguió una desagradable discusión en la que, al fin, la convencí de que se quedara con todo lo que yo llevaba en efectivo, la mitad de aquella suma, más unas figuritas de porcelana que adornaban la salita. Se fue vociferando vulgaridades y yo me metí largo rato a la ducha, jurándome no volver a incurrir en semejantes aventuras trujimanescas.

Cuando le conté a Salomón Toledano mi fiasco nocturno me dijo que, en cambio, él y su amiga habían hecho el amor hasta el desmayo, en una demostración de fuerzas que merecía las páginas del Libro Guinness. Nunca más se atrevió a proponerme otra salida nocturna con señoras exóticas.

Lo que me distrajo y ocupó muchas horas en esos últimos años de la década de los setenta fueron los cuentos de Chéjov, en particular, y, en general, la literatura rusa. Nunca había pensado hacer traducciones literarias, porque sabía que estaban muy mal pagadas en todas las lenguas y seguramente peor en español que en otras. Pero en 1976 o 1977 conocí en la Unesco, por un amigo común, a un editor español, Mario Muchnik, del que me hice amigo. Al enterarse de que sabía ruso y era muy aficionado a la lectura, me animó a preparar una pequeña antología de cuentos de Chéjov, de los que yo le había hablado maravillas, asegurándole que era tan buen cuentista como dramaturgo, aunque, por las mediocres traducciones que circulaban de sus cuentos, estuviera poco valorado como narrador. Muchnik era un caso interesante. Había nacido en Argentina, estudiado ciencias e iniciado una carrera de investigador y académico que de pronto abandonó para dedicarse a editar, su pasión secreta. Era un editor vocacional, que amaba los libros y sólo editaba literatura de calidad, lo que, decía, le aseguraba todos los fracasos del mundo económicamente hablando, pero las más grandes satisfacciones personales. Hablaba de los libros que editaba con un entusiasmo tan contagioso que, después de pensarlo un poco, terminé por aceptar su oferta de una antología de cuentos de Chéjov, para la que le pedí tiempo ilimitado. «Lo tienes», me dijo, «y, además, aunque ganarás una miseria, gozarás como un marrano».

Me demoré una infinidad de tiempo, pero, en efecto, lo pasé muy bien, leyendo todo Chéjov, escogiendo sus cuentos más bellos, y trasladándolos al español. Era algo más delicado que traducir los discursos y las intervenciones a las que estaba habituado en mi trabajo. Como traductor literario, me sentí menos fantasmal que como intérprete. Tenía que tomar decisiones, explorar el español en busca de matices y cadencias que correspondieran a las sutilezas y veladuras semánticas -el maravilloso arte de la alusión y la elusión de la prosa de Chéjov- y también a las suntuosidades retóricas de la lengua literaria rusa. Un verdadero placer, en el que invertía sábados y domingos enteros. Le envié a Mario Muchnik la antología prometida casi dos años después de habérmela contratado. Me había hecho pasar tan buenos ratos que estuve a punto de no aceptarle el cheque que me hizo llegar como honorarios. «Tal vez te alcance para comprarte una bonita edición de algún buen escritor, por ejemplo Chéjov», me decía.

Cuando, un tiempo después, me llegaron ejemplares de la antología, le regalé uno de ellos, dedicado, a Salomón Toledano. Nos tomábamos un trago de cuando en cuando y a veces lo acompañaba a recorrer tiendas de soldaditos de plomo, filatelistas o anticuarios, que él registraba con minucia, aunque rara vez compraba algo. Me agradeció el libro, pero me desaconsejó vivamente que perseverara en ese «peligrosísimo camino».

– Tu ganapán está en peligro -me advirtió-. Un traductor literario es un aspirante a escritor, es decir, casi siempre, un plumífero frustrado. Alguien que no se resignaría jamás a desaparecer en su oficio, como hacemos los buenos intérpretes. No renuncies a tu condición de caballero inexistente, querido, a menos que quieras terminar de clochard.

Contrariamente a lo que yo creía, que las personas políglotas lo eran por su buen oído musical, Salomón Toledano no sentía el menor interés por la música. En su departamento de Neuilly ni siquiera descubrí un tocadiscos. Su finísimo oído lo era, específicamente, para los idiomas. Me contó que en su familia, en Esmirna, se hablaba indistintamente el turco y el español -bueno, el ladino, del que se había desprendido del todo en un verano que pasó en Salamanca- y que la aptitud lingüística se la había heredado a su padre, que llegó a dominar una media docena de idiomas, algo que le sirvió mucho para sus negocios. Desde niño había soñado con viajar, conocer ciudades, y ése había sido el gran incentivo para aprender idiomas, gracias a lo cual se convirtió en lo que era ahora: un ciudadano del mundo. Esa misma vocación trashumante había hecho de él el precoz coleccionista de estampillas que fue, hasta su traumatizado noviazgo de Berlín. Coleccionar sellos era otra manera de recorrer los países, de aprender geografía e historia.

Los soldaditos de plomo no lo hacían viajar, pero lo divertían mucho. Su departamento estaba colmado de ellos, desde el pasillo de la entrada hasta el dormitorio, incluida la cocina y el cuarto de baño. Se había especializado en las batallas de Napoleón. Las tenía muy bien dispuestas y ordenadas, con cañoncitos, caballos, estandartes, de manera que recorriendo su departamento uno seguía la historia militar del primer imperio hasta Waterloo, cuyos protagonistas rodeaban su cama por los cuatro costados. Además de soldaditos de plomo, la casa de Salomón Toledano estaba llena de diccionarios y gramáticas de todas las lenguas posibles. Y, una extravagancia, el pequeño aparato de televisión reposaba en una repisa frente al excusado. «La televisión es para mí un purgante formidable», me explicó.