¿Por qué llegué a tenerle a Salomón Toledano tanta simpatía mientras todos nuestros colegas lo esquivaban como a un pesado insoportable? Tal vez porque su soledad se parecía a la mía, aunque fuéramos distintos en muchas otras cosas. Los dos nos habíamos dicho que nunca podríamos volver a vivir en nuestros países, pues yo en el Perú y él en Turquía nos hallaríamos seguramente más extranjeros que en Francia, donde, sin embargo, nos sentíamos también forasteros. Y ambos éramos muy conscientes de que nunca nos integraríamos al país en el que habíamos elegido vivir y que nos había concedido incluso un pasaporte (los dos habíamos adquirido la nacionalidad francesa).
– No es culpa de Francia si seguimos siendo un par de extranjeros, querido. Es culpa nuestra. Una vocación, un destino. Como nuestra profesión de intérpretes, otra manera de ser siempre un extranjero, de estar sin estar, de ser pero no ser.
Sin duda tenía razón cuando me decía estas lúgubres cosas. Esas conversaciones con el Trujimán me dejaban siempre algo desmoralizado y a veces me producían desvelos. Ser un fantasma no era cosa que me dejara impávido; a él no parecía importarle mucho..
Por eso, en 1979, cuando Salomón Toledano, muy excitado, me anunció que había aceptado una oferta para viajar a Tokio y trabajar durante un año como intérprete exclusivo de la Mitsubishi, me sentí algo aliviado. Era una buena persona, un espécimen interesante, pero algo había en él que me entristecía y alarmaba, porque me revelaba ciertos secretos derroteros de mi propio destino.
Fui a despedirlo a Charles de Gaulle y al estrecharle la mano junto al mostrador de Japan Air Lines sentí que me dejaba entre los dedos un pequeño objeto metálico. Era un húsar de la guardia del Emperador. «Lo tengo repetido», me explicó. «Te traerá suerte, querido.» Lo puse en mi velador, junto a mi amuleto, aquella escobillita primorosa, marca Guerlain.
Pocos meses después, terminó por fin la dictadura militar en el Perú, hubo elecciones, y los peruanos, en 1980, como desagraviándolo, volvieron a elegir Presidente a Fernando Belaunde Terry, el mandatario depuesto por el golpe militar de 1968. El tío Ataúlfo, feliz, decidió celebrar el acontecimiento echando la casa por la ventana: un viaje a Europa, donde nunca había puesto los pies. Trató de que lo acompañara la tía Dolores, pero ella alegó que su invalidez le impediría gozar del viaje y la convertiría en un estorbo. De modo que el tío Ataúlfo vino solo. Llegó a tiempo para que celebráramos juntos mis 45 años.
Lo alojé en mi departamento de la Ecole Militaire, cediéndole el dormitorio y durmiendo yo en el sofá cama de la salita. Había envejecido mucho desde la última vez que lo vi en persona, tres lustros atrás. Los setenta y pico de años le pesaban. Se había quedado casi sin pelo, arrastraba los pies y se fatigaba con facilidad. Tomaba pastillas para la presión y la dentadura postiza debía incomodarle pues todo el tiempo estaba moviendo la boca como si quisiera encajarla mejor en sus encías. Pero se lo veía encantado de conocer por fin París, un viejo anhelo. Miraba las calles, los muelles del Sena y las viejas piedras arrobado, repitiendo entre dientes: «Todo es más bello que en las fotos». Acompañé al tío Ataúlfo a Notre Dame, al Louvre, a les Invalides, al Panteón, al Sacre Coeur, a galerías y museos. En efecto, esta ciudad era la más bella del mundo y el haber pasado aquí tantos años había hecho que lo olvidara. Vivía rodeado de tantas cosas hermosas casi sin verlas. Así que por unos días gocé tanto como él haciendo turismo en mi ciudad de adopción. Tuvimos largas conversaciones, sentados en las terrazas de los bistrots, tomándonos una copita de vino de aperitivo. Estaba contento con el fin del régimen militar y la restauración de la democracia en el Perú, pero no se hacía muchas ilusiones en lo inmediato. Según él, la sociedad peruana era un hervidero de tensiones, odios, prejuicios y resentimientos, que se habían agravado mucho en los doce años de gobierno militar. «Ya no reconocerías tu país, sobrino. Hay en el aire una amenaza latente, la sensación de que en cualquier momento algo gravísimo puede estallar.» Sus palabras fueron proféticas también esta vez. A poco de regresar al Perú, luego de su viaje a Francia y un pequeño recorrido que hizo en ómnibus por Castilla y Andalucía, el tío Ataúlfo me envió unos recortes de periódicos de Lima con unas fotos truculentas: unos desconocidos maoístas habían ahorcado, en los postes eléctricos del centro de la capital, unos pobres perros a los que les habían pegado unos carteles con el nombre de Teng Hsiao-ping, al que acusaban de traicionar a Mao y de haber puesto fin a la revolución cultural en China Popular. Así comenzaba la rebelión armada de Sendero Luminoso, que duraría toda la década de los ochenta y provocaría un baño de sangre sin precedentes en la historia peruana: más de sesenta mil muertos y desaparecidos.
Un par de meses después de su partida, Salomón Toledano me escribió una larga carta. Estaba muy contento con su estancia en Tokio, aunque la gente de la Mitsubishi lo hacía trabajar tanto que en las noches se desplomaba en su cama, exhausto. Pero había actualizado su japonés, conocido gente simpática, y no extrañaba nada al lluvioso París. Estaba saliendo con una abogada de la firma, divorciada y bella, que no tenía las piernas zambas como tantas japonesas sino muy bien torneadas y una mirada directa y profunda que «escarbaba el alma». «No temas, querido, fiel a mi promesa no me enamoraré de esta Jezabel nipona. Pero, excluyendo el enamoramiento, me propongo hacer con Mitsuko todo lo demás.» Debajo de su firma había puesto una lacónica posdata: «Saludos de la niña mala». Cuando llegué a esta frase, la carta del Trujimán se me cayó de las manos y tuve que sentarme, presa de un vértigo.
¿Estaba, pues, en Japón? ¿Cómo demonios se habían podido encontrar Salomón y la peruanita traviesa en la populosa Tokio? Descarté la idea de que fuera ella la abogada de mirada tenebrosa de la que parecía prendado mi colega, aunque con la ex chilenita, ex guerrillera, ex madame Arnoux y ex Mrs. Richardson, nada era imposible, incluso que anduviese ahora camuflada de abogada japonesa. Aquello de «niña mala» revelaba que entre Salomón y ella existía cierto grado de familiaridad; la chilenita tenía que haberle contado algo de nuestra larga y sincopada relación. ¿Habrían hecho el amor? Descubrí, en los días siguientes, que la malhadada posdata me había alborotado la vida y devuelto al enfermizo y estúpido amor-pasión que me consumió tantos años, impidiéndome vivir normalmente. Y, sin embargo, pese a mis dudas, a los celos, a los angustiosos interrogantes, saber que la niña mala estaba allí, real, viva, en un lugar concreto, aunque fuera lejísimos de París, me llenó la cabeza de fantasías. Otra vez. Fue como salir del limbo en que había vivido estos últimos cuatro años, desde que me llamó del aeropuerto Charles de Gaulle (bueno, me dijo que me llamaba de allí) para anunciarme que se fugaba de Inglaterra.
¿Seguías, pues, enamorado de tu escurridiza compatriota, Ricardo Somocurcio? Sin la menor duda. Desde aquella posdata del Trujimán, día y noche se me aparecía todo el tiempo la carita morena, la expresión insolente, sus ojos color miel oscura, y todo el cuerpo me ardía de deseos de tenerla en los brazos.
La carta de Salomón Toledano no llevaba remitente y el Trujimán no se dignaba darme su dirección ni su teléfono. Hice averiguaciones en la oficina parisina de la Mitsubishi y me aconsejaron que le escribiera al departamento de Recursos Humanos de la empresa en Tokio, cuya dirección me dieron. Así lo hice. Mi carta daba muchos rodeos, hablándole primero de mi propio trabajo; le decía que el húsar del Emperador me trajo suerte, porque había tenido en las últimas semanas excelentes contratos y lo felicitaba por su flamante conquista. Por fin, entraba en materia. Me había sorprendido agradablemente saber que conocía a esa vieja amiga mía. ¿Estaba ella viviendo en Tokio? Yo le había perdido la pista hacía años. ¿Podía enviarme su dirección? ¿Su teléfono? Me gustaría retomar el contacto con esa compatriota, después de tanto.