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Envié la carta sin muchas esperanzas de que llegara a sus manos. Pero llegó y la respuesta casi se extravía por los caminos de Europa. Pues la carta del Trujimán aterrizó en París cuando yo estaba en Viena, trabajando en la Junta de Energía Atómica, y mi portera de la École Militaire, siguiendo mis instrucciones en caso de que llegara carta de Tokio, me la remitió a Viena. Cuando la carta arribó a Austria ya estaba yo de regreso en París. En fin, lo que normalmente hubiera demorado una semana, tardó cerca de tres.

Cuando por fin tuve en mis manos la respuesta de Salomón Toledano, temblaba de pies a cabeza, como atacado de tercianas. Y me entrechocaban los dientes. Era una carta de varias páginas. La leí despacio, deletreándola, para no perder una sílaba de lo que decía. Desde las primeras líneas se enfrascaba en una apasionada apología de Mitsuko, su abogada japonesa, confesándome, algo avergonzado, que su promesa de no volver a enamorarse, contraída en razón del «percance sentimental berlinés», se había hecho añicos, luego de treinta años de haber sido rigurosamente respetada, por la belleza, la inteligencia, la delicadeza y la sensualidad de Mitsuko, una mujer con la que las divinidades sintoístas habían querido revolucionarle la vida desde que tuvo la bendita idea de volver a esta ciudad, donde, desde hacía pocos meses, era el hombre más feliz de la tierra.

Mitsuko lo había hecho rejuvenecer, llenarse de bríos. Ni siquiera en la flor de su juventud había hecho el amor con los ímpetus de ahora. El Trujimán había redescubierto la pasión. ¡Qué terrible haber malgastado tantos años, dinero y espermatozoides en amoríos mercenarios! Pero, tal vez, no; tal vez todo lo que había hecho hasta ahora había sido una ascesis, un adiestramiento de su espíritu y de su cuerpo para merecer a Mitsuko.

Apenas volviera a París, lo primero que haría sería echar al fuego y ver cómo se fundían esos coraceros, húsares, jinetes empenachados, zapadores, artilleros en los que, a lo largo de años, en una actividad tan onerosa y absorbente como inútil, había malgastado su existencia, retrayéndola a la felicidad del amor. Nunca más volvería a coleccionar nada; su único pasatiempo sería aprender de memoria, en todos los idiomas que sabía, poemas eróticos, para murmurarlos al oído de Mitsuko. A ella le gustaba oírlos, aunque no los entendiera, después de los maravillosos «disfrutes» que tenían cada noche, en escenarios distintos.

Pasaba luego, en una prosa que se cargaba de fiebre y de pornografía, a describirme las proezas amatorias de Mitsuko, y sus encantos secretos, entre los que figuraba una forma muy amainada e inofensiva, tierna y sensual, de la temible vagina dentada de la mitología grecorromana. Tokio era la ciudad más cara del mundo y, aunque alto, su salario se estaba desintegrando con las correrías nocturnas por Ginza, el barrio de la noche tokiota, que el Trujimán y Mitsuko realizaban, visitando restaurantes, bares, cabarets, y, sobre todo, las casas de cita, florón de la corona de la night life japonesa. ¡Pero, a quién le importaba el dinero cuando la dicha estaba en la balanza! Porque todo el exquisito refinamiento de la cultura japonesa no destellaba, como seguramente creía yo, en los grabados de la época Meiji, ni en el teatro Nó, ni en el Kabuki, ni en los muñecos del Bunruku. Sino en las casas de cita o maisons claoes, allá bautizadas con el afrancesado nombre de Cháteaux, el más famoso de los cuales era el Cháteau Meguru, un verdadero paraíso de los placeres carnales, donde se había volcado a manos llenas el genio japonés para combinar la tecnología más avanzada con la sabiduría sexual y los ritos ennoblecidos por la tradición. Todo era posible en los aposentos del Cháteau Meguru: los excesos, las fantasías, los fantasmas, las extravagancias tenían un escenario y un instrumental para materializarse. Mitsuko y él habían vivido experiencias inolvidables en los discretos reservados del Cháteaux Meguru: «Allí nos sentimos dioses, querido, y, por mi honor, no exagero ni desvarío».

Por fin, cuando yo me temía que el enamorado no dijese una palabra de la niña mala, el Trujimán se ocupaba de mi encargo. La había visto sólo una vez, después de recibir mi carta. Le costó mucho trabajo hablar con ella a solas, porque, «por razones obvias», no quiso referirse a mí «delante del señor con el que vive, o por lo menos con quien anda y se la suele ver», un «ente» que tenía mala fama y peor aspecto, alguien al que bastaba ver para sentir escalofríos y decirse: «A este sujeto no quisiera tenerlo yo como enemigo».

Pero, al fin, ayudado por Mitsuko, había conseguido hacer un aparte con la susodicha y transmitirle mi encargo. Ella le dijo que, «como su petit ami era celoso», mejor que yo no le escribiera directamente a ella, para que aquél no le hiciera una escena (o la acogotara). Pero, si yo quería hacerle llegar unas líneas a través del Trujimán, estaría encantada de recibir noticias mías. Salomón Toledano añadía: «¿Necesito decirte, querido, que nada me haría tan feliz como servirte de Celestino? Nuestra profesión es una forma disimulada de la tercería, alcahuetería o celestinazgo, así que estoy preparado para tan noble misión. Lo haré tomando todas las precauciones del mundo, para que tus cartas no lleguen nunca a manos de ese forajido con el que anda la niña de tus sueños. Perdóname, querido, pero lo he adivinado todo: ella es el amor de toda tu vida, ¿o me equivoco? Y, a propósito, felicitaciones: no será Mitsuko -nadie es Mitsuko-, pero en su belleza exótica luce un aura de misterio en la faz que resulta muy seductor. ¡Cuídate!». Firmaba: «¡Te abraza el Trujimán de Chuteax Meguru!».

¿Con quién andaba enredada ahora la peruanita? Un japonés, sin la menor duda. Acaso un gángster, uno de los jefazos de los Yakuza que tendría amputado parte del dedo meñique, el santo y seña de la banda. No era de extrañar, por lo demás. Lo habría conocido, sin duda, en los viajes que hacía al Oriente acompañando a Mr. Richardson, otro gángster, sólo que éste de cuello, corbata y establos en Newmarket. El japonés era un personaje siniestro, a juzgar por las bromas del Trujimán. ¿Se refería sólo a su físico cuando decía que había en él algo que asustaba? ¿A sus antecedentes? Lo único que faltaba en el prontuario de la chilenita: amante de un jefe de mafia japonés. Un hombre con poder y dinero, por supuesto, prendas indispensables para conquistarla. Y unos cuantos cadáveres a la espalda, además. Me carcomían los celos y, al mismo tiempo, se había adueñado de mí un curioso sentimiento en el que se mezclaban la envidia, la curiosidad y la admiración. Estaba visto, la niña mala nunca dejaría de sorprenderme con sus indescriptibles audacias.

Veinte veces me dije que no debía ser tan idiota de escribirle, de tratar de reanudar con ella alguna forma de relación, porque saldría escaldado y escupido como siempre. Pero, antes de un par de días de leer la carta del Trujimán, le escribí unas líneas y comencé a maquinar la manera de dar un salto al país del sol naciente.

Mi carta era totalmente hipócrita, pues no quería meterla en aprietos (estaba seguro de que esta vez, en Japón, había hundido los pies en aguas más cenagosas que otras veces). Me alegraba mucho haber tenido noticias de ella por mi colega, nuestro amigo común, saber que le iba tan bien y que estaba tan contenta en Tokio. Le contaba de mi vida en París, la rutina de trabajo que me llevaba a veces a otras ciudades europeas, y le anunciaba que, vaya casualidad, en un futuro no lejano viajaría a Tokio, contratado como intérprete en una conferencia internacional. Esperaba verla, para rememorar los viejos tiempos. Como no sabía qué nombre utilizaba ahora, me limité a encabezar la carta así: «Querida peruanita». Y la acompañé con un ejemplar de mi antología de Chéjov, que le dediqué: «A la niña mala, con el cariño invariable del pichiruchi que tradujo estos cuentos». Despaché carta y libro a la dirección de Salomón Toledano, con unas líneas en que agradecía a éste sus gestiones, le confesaba mi envidia por saberlo tan feliz y enamorado, y le rogaba que si sabía de alguna conferencia o congreso que necesitara buenos intérpretes que hablaran español, francés, inglés y ruso (aunque no japonés) me avisara, porque de pronto me hablan invadido unas ganas tremebundas de conocer Tokio.