Mis averiguaciones a ver si conseguía algún trabajo que me llevara a Japón no tuvieron éxito. No saber japonés me excluía de muchas conferencias locales y no había por el momento en Tokio reuniones de algún organismo de la ONU donde sólo se exigieran los idiomas oficiales de las Naciones Unidas. Ir por mi cuenta, como turista, costaba un ojo de la cara. ¿Iba a volatilizar en unos pocos días buena parte de los ahorros que había podido reunir en los últimos años? Decidí hacerlo. Pero apenas había tomado la decisión y me disponía a ir a la agencia de viajes, recibí una llamada de mi antiguo jefe de la Unesco, el señor Charnés. Ya estaba retirado, pero trabajaba por su cuenta como director de una oficina privada de traductores e intérpretes con la que yo estaba siempre en contacto. Me había conseguido una conferencia en Seúl, de cinco días. Ya tenía, pues, el pasaje de ida y vuelta. De Corea sería más barato darme un salto a Tokio. Mi vida, a partir de ese momento, entró en trompo: gestiones para los visados, guías sobre Corea y Japón, y repetirme todo el tiempo que estaba cometiendo un total desatino pues lo más probable era que, en Tokio, ni siquiera lograra verla. La niña mala ya se habría mandado mudar con la música a otra parte, o me evitaría para que el jefe Yakuza no la cortara en canal y echara su cadáver a los perros, como hacía el malvado en una película japonesa que acababa de ver.
En esos días afiebrados, el teléfono me despertó una madrugada.
– ¿Todavía estás enamorado de mí?
Su misma voz, el mismo tonito burlón y risueño de antaño, y, en el fondo, aquel deje del habla limeña que nunca había perdido del todo.
– Debo estarlo, niña mala -le repuse, despertando del todo-. Si no, no se explica que, desde que supe que estás en Tokio, toque todas las puertas para conseguir un contrato que me lleve allá aunque sea por un día. He conseguido uno, por fin, para Seúl. Iré dentro de un par de semanas. De ahí me daré un salto a Tokio, a verte. Aunque me mate a balazos ese jefe de los Yakuza con el que andas, según me han dicho mis espías. ¿Son, ésos, síntomas de que estoy enamorado?
– Sí, creo que sí. Menos mal, niño bueno. Creía que, después de tanto tiempo, te habrías olvidado de mí. ¿Eso te dijo tu colega Toledano? ¿Que estoy con un jefe de la mafia?
Se echó a reír, encantada de semejante credencial. Pero, casi de inmediato, cambió de tema y me habló con una manerita cariñosa:
– Me alegro de que vengas. Aunque no nos veamos mucho, siempre me estoy acordando de ti. ¿Te digo por qué? Porque eres el único amigo que me queda.
– Yo no soy ni seré nunca tu amigo. ¿No te has dado cuenta todavía? Soy tu amante, tu enamorado, la persona que desde chiquito está loco por la chilenita, la guerrillera, la esposa del funcionario, la del criador de caballos, la amante del gángster. El pichiruchi que sólo vive para desearte y pensar en ti. En Tokio no quiero que recordemos nada. Quiero tenerte en mis brazos, besarte, olerte, morderte, hacerte el amor.
Se volvió a reír, ahora con más ganas.
– ¿Todavía haces el amor? -me preguntó- -» Bueno, menos mal. Nadie me había vuelto a decir esas cosas desde la última vez que nos vimos. ¿Me vas a decir muchas cuando vengas, Ricardito? Anda, dime otra, por ejemplo.
– Las noches de luna llena salgo a ladrar al cielo y entonces veo tu carita retratada allá arriba. Ahora mismo, daría los diez años de vida que me quedan por verme reflejado en el fondo de tus ojitos color miel oscura.
Se estaba riendo, divertida, pero de pronto me interrumpió, asustada:
– Tengo que cortar.
Oí el clic del aparato. Ya no pude pegar los ojos, presa de una mezcla de alegría e inquietud que me tuvieron desvelado hasta las siete de la mañana, hora en que me levantaba a prepararme el desayuno de costumbre -un café puro y una tostada con miel-, cuando no iba a tomarlo en el mostrador de un café vecino, en l'avenue de Tourville.
Las dos semanas que faltaban para mi viaje a Seúl las pasé dedicado a cosas que, supongo, hacían esos ilusionados novios de antaño en los días que precedían a la boda, en la que los dos iban a perder la virginidad: comprarme ropa, zapatos, cortarme los cabellos (no con el peluquero rascuachi a la espalda de la Unesco donde lo hacía siempre sino en una peluquería de lujo de la rué St. Honoré) y, sobre todo, recorrer boutiques y tiendas de señoras para elegir un regalo discreto, que la niña mala pudiera disimular en su propio vestuario, y a la vez original, delicado, que le dijera esas cosas tiernas y bonitas que yo ansiaba decirle al oído. Todas las horas que dediqué a buscarle el regalo me decía que yo era ahora todavía más imbécil de lo que había sido nunca antes y que me merecía ser tratado una vez más con la punta del zapato y revolcado en la mugre por la amante del jefe Yakuza. Al final, después de tanto buscar, terminé comprando una de las primeras cosas que vi y que me gustaron, donde Vuitton: un neceser con una colección de frasquitos de cristal para perfumes, cremas y lápices de labios, y una agenda y un lápiz de concheperla que se ocultaban en un falso fondo. Había algo vagamente adulterino en ese escondrijo del coqueto neceser.
La conferencia de Seúl fue agotadora. Era sobre patentes y tarifas y los oradores recurrían a un vocabulario muy técnico, que me duplicaba el esfuerzo. La excitación de los últimos días, el jet lag y la diferencia de horas entre París y Corea me tuvieron desvelado y con los nervios de punta. El día que llegué a Tokio, al comienzo de la tarde, caí rendido de sueño en la minúscula habitación que me había reservado el Trujimán en un hotelito del centro de la ciudad. Dormí cuatro o cinco horas de corrido y a la noche, después de una larga ducha fría para despertar, salí a cenar con mi amigo y su amor japonés. Desde el primer momento presentí que Salomón Toledano estaba mucho más enamorado de Mitsuko que ella de él. Al Trujimán se lo veía rejuvenecido y exaltado. Llevaba una corbata pajarita que nunca le había visto antes y un traje de corte moderno y juvenil. Hacía bromas, multiplicaba los gestos de atención a su amiga y con cualquier pretexto la besaba en las mejillas o la boca y le pasaba el brazo por la cintura, algo que a ella parecía incomodarle. Era mucho más joven que él, simpática y bastante agraciada, en efecto: lindas piernas y una carita de porcelana en la que titilaban unos ojos grandes y vivarachos. No podía disimular una expresión de desagrado cada vez que Salomón se le arrimaba. Hablaba muy bien el inglés y su naturalidad y cordialidad experimentaban una especie de parón cada vez que mi amigo le hacía esas ostentosas demostraciones de cariño. Él parecía no advertirlo. Fuimos primero a un bar en Kabuki-cho, en Shinjuku, un barrio lleno de cabarets, tiendas eróticas, restaurantes, discotecas y casas de masajes entre los que circulaba una espesa muchedumbre. De todos los lugares salía una música desaforada y había un verdadero bosque aéreo de luces, enseñas y avisos publicitarios. Me sentí mareado. Después, cenamos en un sitio más tranquilo, en Nishi-Azabu, donde, por primera vez, probé comida japonesa y bebí el tibio y áspero sake. A lo largo de toda la noche se acentuó mi impresión de que la relación entre Salomón y Mitsuko estaba lejos de funcionar tan bien como aseguraba el Trujimán en sus cartas. Pero, me decía, ello se debe sin duda a que Mitsuko, parca en sus demostraciones de afecto, no se acostumbra todavía a la manera expansiva, mediterránea, de Salomón de exhibir ante el mundo la pasión que ha despertado en él. Ya se habituará.