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Mitsuko tomó la iniciativa de hablar de la niña mala. Lo hizo a la mitad de la cena y de la manera más natural del mundo, preguntándome si quería que llamara a mi compatriota para avisarle de mi llegada. Le rogué que lo hiciera y que le diera el número de mi hotel. Mejor eso que telefonearla yo mismo, teniendo en cuenta que el caballero con el que vivía era, por lo visto, un Otelo japonés y, acaso, un asesino.

– ¿Eso te ha contado este señor? -se rió Mitsuko-. Vaya tontería. El señor Fukuda es un hombre un poco raro, se dice que anda metido en negocios no muy claros, en África. Pero nunca he oído que se trate de un delincuente, ni nada parecido. Es muy celoso, eso sí. Por lo menos, es lo que dice Kuriko.

– ¿Kuriko?

– La niña mala.

Dijo la «niña mala» en español y se celebró ella misma su pequeña proeza lingüística, aplaudiendo. O sea que ahora se llamaba Kuriko. Vaya, pues. Esa noche, al despedirnos, el Trujimán se las arregló para hacer un brevísimo aparte conmigo. Me preguntó, señalando a Mitsuko:

– ¿Qué te parece?

– Muy linda, Trujimán. Tenías toda la razón del mundo. Es un encanto.

– Y eso que sólo la estás viendo vestida -dijo él, guiñando un ojo y golpeándose el pecho-. Tenemos que hablar largo, querido. Te asombrarás con los planes que tengo en agraz. Mañana te llamaré. Duerme, sueña y resucita.

Pero quien me llamó, temprano, fue la niña mala. Me dio una hora para afeitarme, bañarme y vestirme. Cuando bajé, ya estaba esperándome, sentada en uno de los sillones de la recepción. Llevaba un impermeable claro y, debajo, una blusita color ladrillo y una falda marrón. Se le veían las rodillas, redondas y pulidas, y las piernas finitas. Estaba más delgada que en mi recuerdo y con los ojos algo cansados. Pero nadie en el mundo hubiera creído que tenía ya más de cuarenta años. Se la veía fresca y bella. A la distancia, se la hubiera podido tomar por una de esas japonesas delicadas y menudas que pasaban por la calle, silentes y flotantes. Se le alegró la cara cuando me vio y se puso de pie para que la abrazara. La besé en las mejillas y no me apartó sus labios cuando se los rocé con los míos.

– Te quiero mucho -balbuceé-. Gracias por seguir tan joven y tan linda, chilenita.

– Ven, vamos a tomar el ómnibus -me dijo, cogiéndome del brazo-. Conozco un sido bonito, para conversar. Es un parque al que va todo Tokio a hacer picnic y a emborracharse cuando salen las flores de los cerezos. Allí podrás decirme algunas huachaferías.

Prendida de mi brazo me llevó hasta un paradero, a dos o tres cuadras del hotel, donde subimos a un ómnibus que brillaba de limpio. Tanto el conductor como la boletera llevaban esos tapabocas con los que me sorprendió ver a mucha gente caminando por la calle. En muchos sentidos, Tokio parecía una clínica. Le entregué el neceser de Vuitton que le había traído y lo recibió sin excesivo entusiasmo. Me examinaba, entre divertida y curiosa.

– Te has vuelto una japonesita. En tu manera de vestirte, incluso en tus rasgos, en tus movimientos, hasta en el color de la piel. ¿Desde cuándo te llamas Kuriko?

– Así me han puesto mis amistades, no sé a quién se le ocurrió. Será que tengo algo de oriental. Tú me lo dijiste una vez en París, ¿no te acuerdas?

– Claro que me acuerdo. ¿Sabes que tenía miedo de que te hubieras puesto fea?

– En cambio, tú te has llenado de canas. Y de algunas arruguitas, aquí, debajo de los párpados -me apretó el brazo y los ojos se le llenaron de malicia. Bajó la voz-: ¿Te gustaría que fuera tu geisha, niño bueno?

– Sí, también. Pero, sobre todo, mi mujer. He venido a Tokio a ofrecerte matrimonio por enésima vez. Esta vez te convenceré, te lo advierto. Y, a propósito, desde cuándo andas en ómnibus tú. ¿El jefe de los Yakuza no te puede poner un auto con chofer y guardaespaldas?

– Aunque pudiera, no lo haría -me dijo, siempre prendida de mi brazo-. Sería ostentación, lo que más odian los japoneses. Aquí está mal visto diferenciarse de los demás, en lo que sea. Por eso, los ricos se disfrazan de pobres y los pobres de ricos.

Bajamos en un parque lleno de gente, oficinistas que aprovechaban el descanso del mediodía para comer unos sandwiches y tomar unos refrescos bajo los árboles, rodeados de césped y estanques con pececillos de colores. La niña mala me llevó a un salón de té, en una esquina del parque. Había unas mesitas con cómodos sillones, entre biombos que guardaban una cierta privacidad. Apenas nos sentamos le besé las manos, la boca, los ojos. Estuve observándola largamente, respirándola.

– ¿Paso el examen, Ricardito?

– Con sobresaliente. Pero, te veo algo cansada, japonesita. ¿La emoción de verme, después de cuatro años de tenerme completamente abandonado?

– Y la tensión en la que vivo, también -añadió, muy seria.

– ¿Qué maldades haces para vivir tan tensa?

Se quedó mirándome, sin responderme, y me pasó la mano por los cabellos, en ese cariño medio amoroso y medio maternal que acostumbraba.

– Cuántas canas te han salido -repitió, examinándome-. ¿Yo te saqué algunas, no? Pronto tendré que decirte viejo bueno en vez de niño bueno.

– ¿Estás enamorada del tal Fukuda? Tenía la esperanza de que estuvieras con él sólo por interés. ¿Quién es? ¿Por qué tiene tan mala fama? ¿Qué hace?

– Muchas preguntas a la vez, Ricardito. Dime primero alguna de esas cosas de las telenovelas. Nadie me las dice, hace años.

Le hablé bajito, mirándola a los ojos y besándole de tanto en tanto la mano que tenía entre las mías.

– No he perdido las esperanzas, japonesita. Aunque te parezca un redomado cretino, voy a insistir y a insistir hasta que te vengas a vivir conmigo. A París, y, si no te gusta París, donde tú quieras. Como intérprete puedo trabajar en cualquier parte del mundo. Te juro que te haré feliz, japonesita. Ya han pasado muchos años para que te quepa la menor duda: te amo tanto que haré cualquier cosa para retenerte a mi lado, cuando estemos juntos. ¿Te gustan los gángsters? Me haré asaltante, secuestrador, estafador, narco, lo que quieras. Cuatro años sin saber de ti y, ahora, apenas puedo hablar, apenas pensar, de lo conmovido que estoy al sentirte tan cerquita.

– No está mal -se rió ella y adelantó la cara y me dio en los labios el beso rápido de un pajarito.

Pidió té y unas pastas en un japonés que la camarera le hizo repetir un par de veces. Después que trajeron lo pedido, y de servirme una taza, tardíamente respondió a mi pregunta:

– No sé si es amor lo que siento por Fukuda. Pero, nunca en mi vida he dependido tanto de nadie como dependo de él. La verdad es que puede hacer conmigo lo que quiera.

No lo decía con la alegría ni la euforia de alguien, como el Trujimán, que ha descubierto el amor-pasión. Más bien, alarmada, sorprendida de que le ocurriera algo así a una persona como ella que se creía más allá de esas flaquezas. En sus ojos color miel oscura había algo angustioso.

– Bueno, si puede hacer contigo lo que quiera, es que te has enamorado, por fin. Espero que el tal Fukuda te haga sufrir como me haces sufrir tú a mí desde hace tantos años, mujer glacial…

Sentí que me cogía la mano y me la restregaba.

– No es amor, te lo juro. No sé qué es, pero esto no puede ser amor. Una enfermedad, un vicio, más bien. Eso es Fukuda para mí.

La historia que me contó era tal vez cierta, aunque seguramente dejó muchas cosas en la sombra, y disimuló, suavizó y embelleció otras. Me era difícil creerle ya nada de lo que me decía, porque desde que la conocí me había contado siempre más mentiras que verdades. Y creo que, a diferencia del común de los mortales, a estas alturas de su vida, a la flamante Kuriko le era ya muy difícil diferenciar el mundo en que vivía de aquel en el que decía vivir. Como me imaginé, había conocido a Fukuda años atrás, en uno de los viajes que hizo a Oriente con David Richardson, quien, en efecto, tenía negocios con el japonés. Este le había dicho a la niña mala alguna vez que era una lástima que una mujer como ella, de tanto carácter, tan mundana, se contentara con ser Mrs. Richardson, porque en el mundo de los negocios podría haber hecho una gran carrera. La frase le quedó rondando en los oídos. Cuando sintió que el mundo se le venía abajo porque su ex marido había descubierto su matrimonio con Robert Arnoux, llamó a Fukuda, le contó lo que le ocurría y le propuso trabajar a sus órdenes, en lo que fuera. El japonés le mandó un pasaje de avión de Londres a Tokio.