– ¿Cuando me llamaste del aeropuerto de París para despedirte venías a reunirte con él? Asintió.
– Sí, pero en realidad te llamé desde el aeropuerto de Londres.
La misma noche que llegó a Japón, Fukuda la hizo su amante. Pero no la llevó a vivir con él hasta un par de años después. Hasta entonces vivió sola, en una pensión, en un cuartito minúsculo, con un baño y una cocina empotrada, “más enano que el cuarto que tenía mi criada filipina en Newmarket”. Si no hubiera viajado tanto, “haciendo los mandados de Fukuda”, se habría vuelto loca de claustrofobia y de soledad. Era la amante de Fukuda, pero una entre varias. El japonés nunca le ocultó que se acostaba con distintas mujeres. La llevaba a veces a pasar la noche con él, pero luego podían transcurrir semanas sin que la invitara a su casa. Sus relaciones eran, en esos períodos, estrictamente las de una empleada y su patrón. ¿En qué consistían los «mandados» del señor Fukuda? ¿Contrabandear drogas, diamantes, cuadros, armas, dinero? Muchas veces, ella ni siquiera lo sabía. Llevaba y traía lo que él le preparaba, en maletas, paquetes, bolsas o carteras, y hasta ahora -tocó la madera de la mesa- siempre había pasado las aduanas, las fronteras y los policías sin mucho problema. Viajando de ese modo por Asia y África, había descubierto lo que era el miedo pánico. Al mismo tiempo, nunca había vivido antes con tanta intensidad y esa energía que, en cada viaje, le hacían sentir que la vida era una maravillosa aventura. «¡Qué distinto vivir así que en ese limbo, en esa muerte lenta rodeada de caballos en Newmarket!» A los dos años de trabajar con él, Fukuda, satisfecho con sus servicios, la premió con un ascenso: «Mereces venir a vivir bajo mi mismo techo».
– Vas a terminar acuchillada, asesinada, encerrada años de años en una horrible cárcel -le dije-. ¿Te has vuelto loca? Si me estás contando la verdad, lo que haces es una estupidez. Cuando te pesquen contrabandeando drogas o algo peor, ¿crees que este gángster se va a ocupar de ti?
– Ya sé que no, él mismo me lo ha advertido -me interrumpió-. Por lo menos, es muy franco conmigo, ya ves. Si alguna vez te cogen, allá tú. Yo no te conozco ni te he conocido nunca. Allá tú.
– Cuánto te debe querer, ya se ve.
– A mí él no me quiere. Ni a mí, ni a nadie. Es como yo, en eso. Pero, tiene más carácter y es más fuerte que yo.
Había pasado más de una hora desde que estábamos allí y comenzaba a oscurecer. Yo no sabía qué decirle. Me sentía desmoralizado. Era la primera vez que me parecía totalmente entregada en cuerpo y alma a un hombre. Ahora sí, estaba clarísimo: la niña mala nunca sería tuya, pichiruchi.
– Has puesto una carita triste -me sonrió-. ¿Te apena lo que te conté? Eres la única persona a la que hubiera podido contárselo. Y, además, necesitaba decírselo a alguien. Pero, tal vez, he hecho mal. ¿Me perdonas si te doy un beso?
– Me apena que, por primera vez en tu vida, ames de verdad a alguien y que no sea yo.
– No, no, no es amor -repitió, moviendo la cabeza-. Es más complicado, una enfermedad más bien, ya te he dicho. Me hace sentirme viva, útil, activa. Pero no feliz. Es como una posesión. No te rías, no bromeo, a veces siento que estoy poseída por Fukuda.
– Si le tienes tanto miedo, me imagino que no te atreverás a hacer el amor conmigo. Y yo que vine expresamente a Tokio a pedirte que me lleves al Chateau Meguru.
Había estado muy seria mientras me contaba su vida con Fukuda pero, ahora, abriendo mucho los ojos, soltó una carcajada:
– ¿Y cómo diablos sabes tú, recién llegado a Tokio, qué es el Chuteau Meguru?.
– Por mi amigo, el intérprete. Salomón se llama a sí mismo «el Trujimán del Cháteau Meguru» -le cogí la mano y se la besé-. ¿Te atreverías, niña mala?
Miró su reloj y estuvo unos momentos pensativa, calculando. De pronto, resuelta, pidió a la camarera que nos llamara un taxi.
– No tengo mucho tiempo -me dijo-. Pero me da no sé qué verte con esa cara de perrito apaleado. Vamos, aunque me arriesgo mucho haciendo esto.
El Cháteau Meguru era una casa de citas que funcionaba en un edificio laberíntico, lleno de pasillos y escaleras oscuras que conducían a unos cuartos equipados con saunas, jacuzzis, camas con colchones de agua, espejos en las paredes y en el techo, y aparatos de radio y de televisión, junto a los cuales había pilas de vídeos pornográficos con fantasías para todos los gustos imaginables y una preferencia marcada por el sadomasoquismo. También, en una pequeña vitrina, preservativos y vibradores de distintos tamaños y con aditamentos coma crestas de gallo, penachos y mitras, así como una rica parafernalia de juegos sadomasoquistas, látigos, antifaces, esposas y cadenas. Al igual que los ómnibus, las calles y el parque, también aquí la limpieza era meticulosa y enfermiza. Al entrar a la habitación, tuve la sensación de estar en un laboratorio o en una estación espacial. La verdad, me costó entender el entusiasmo de Salomón Toledano, que llamaba el edén de los placeres a estas alcobas tecnológicas y mini sex shops.
Cuando empecé a desnudar a Kuriko, y vi y toqué su piel suavecita, y olí su aroma, pese a mis esfuerzos por contenerme, la angustia que me cerraba el pecho desde que me contó su rendición incondicional a Fukuda, me venció. Rompí en llanto. Ella me dejó llorar un buen rato, sin decir nada. Sobreponiéndome, balbuceé unas disculpas, y sentí que me volvía a acariciar los cabellos.
– Aquí no hemos venido a ponernos tristes -me dijo-. Hazme cariños y dime que me quieres, zonzito.
Cuando estuvimos los dos desnudos vi que, en efecto, se había adelgazado mucho. En el pecho y en la espalda se le distinguían las costillas y la pequeña cicatriz de su vientre se había alargado. Pero sus formas eran siempre armoniosas y sus pechitos firmes. La besé despacio, mucho rato, por todo el cuerpo -el tenue perfume que despedía su piel parecía emanar de sus entrañas-, susurrándole palabras de amor. No me importaba nada. Ni siquiera que estuviera hechizada por ese japonés. Me aterraba que, por las tareas en que éste la había metido, terminara despanzurrada a balazos o en una cárcel africana. Pero yo movería cielo y tierra para rescatarla. Porque, para qué negarlo, la amaba cada día más. Y la amaría siempre, aunque me engañara con mil fukudas, porque ella era la mujercita más delicada y más bella de la creación: mi reina, mi princesita, mi torturadora, mi mentirosita, mi japonesita, mi único amor. Kuriko se había cubierto la cara con el brazo y no decía nada, ni siquiera me escuchaba, totalmente concentrada en su placer.
– Lo que me gusta, niño bueno -me ordenó al fin, abriendo las piernas y atrayendo mi cabeza hacia su sexo.
Besarlo, sorberlo, gustar la fragancia que salía del fondo de su vientre me hizo tan feliz como antaño. Por unos minutos eternos me olvidé de Fukuda y de las mil y una aventuras que me había contado, sumido en una exaltación quieta y febril, tragando los jugos dulces que succionaba de sus entrañas. Después de sentirla gozar, me encaramé sobre ella y, con la misma dificultad de tantas veces, la penetré, sintiendo que se quejaba y se fruncía. Estaba muy excitado pero conseguí demorarme en ella, sumido en un frenesí de vértigo hasta que por fin eyaculé. La tuve largo rato soldada a mí, apretándola con fuerza. La acaricié, mordí sus cabellos, sus perfectas orejas, la besé, le pedí perdón por no haber podido retenerme más tiempo.