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– Ven, vamos, te voy a llevar a los templos sintoístas, los más bonitos de Tokio. En todos hay animales sueltos, caballos, gallos, palomas. Los consideran sagrados, reencarnaciones. Y, mañana, a los templos budistas zen, con sus jardines de arena y rocas, que los monjes rastrillan y cambian cada día. Preciosos, también.

Fue un día de intenso trajín, subiendo y bajando de ómnibus, del aerodinámico metro, a veces de taxis. Entré y salí de templos y pagodas, y de un enorme museo donde había huacos peruanos imitados porque -lo indicaba un cartel- la institución, respetuosa de las prohibiciones que existían en el Perú para sacar fuera del país objetos del patrimonio arqueológico, no exhibía piezas originales. Pero no creo haber puesto mayor atención en lo que veía, porque mis cinco sentidos estaban concentrados en Kuriko, que me tenía casi todo el tiempo de la mano y se mostraba insólitamente cariñosa. Me hacía bromas y coqueterías, y se reía a sus anchas, con los ojos brillantes, cada vez que me pedía al oído «Ahora, otra huachafería, niño bueno», y yo le daba gusto. A media tarde nos sentamos en una mesita apartada de la cafetería del Museo de Antropología, a comer un sandwich. Se quitó el sombrerito a cuadros y se arregló los cabellos. Los llevaba muy cortos y lucía todo su cuello, airoso, en el que se insinuaba la culebrita verde de una vena.

– Cualquiera que no te conozca diría que estás enamorada de mí, niña mala. Creo que nunca, desde que te conocí en Miraflores, de chilenita, has estado así de cariñosa.

– A lo mejor me he enamorado de ti y no me acabo de dar cuenta -me dijo, pasándome la mano por los cabellos y acercándome la cara, para que viera lo irónicos e insolentes que eran sus ojos-. ¿Qué harías si te dijera que lo estoy y que nos podemos ir a vivir juntos?

– Me daría un infarto y me quedaría tieso aquí mismo. ¿Lo estás, Kuriko?

– Estoy contenta, porque podremos vernos todos los días que pases en Tokio. Tenía esa preocupación, cómo hacer para verte a diario. Por eso me atreví a contárselo a Fukuda. Y ya ves qué bien salió.

– El gángster magnánimo te dio permiso para que muestres a tu compatriota los encantos de Tokio. Odio a tu maldito jefe Yakuza. Hubiera preferido no conocerlo, no verlo nunca. Esta noche voy a pasar un mal rato horrible viéndote con él. ¿Te puedo pedir un favor? No lo toques, no lo beses, delante de mí.

Kuriko se echó a reír y me tapó la boca con la mano.

– Calla, tonto, él no haría nunca esas cosas, ni conmigo ni con nadie. Ningún japonés las haría. Aquí hay una diferencia tan grande entre lo que se hace en público y en privado que las cosas más naturales para nosotros, a ellos les chocan. Él no es como tú. Fukuda, a mí, me trata como a su empleada. A veces, como a su puta. En cambio, tú, la verdad es la verdad, me has tratado siempre como a una princesa.

– Ahora, eres tú la que dice huachaferías.

Le cogí la carita con las manos y la besé.

– Tampoco debiste decirme que ese japonés te trata como a su puta -le susurré al oído-. ¿No ves que es como si me despellejaras vivo?

– No te lo he dicho. Olvidémoslo, borrémoslo.

Fukuda vivía en un barrio alejado del centro, una zona residencial donde alternaban edificios de seis, ocho pisos, muy modernos, con casitas tradicionales, de techos de tejas y jardines minúsculos, que parecían a punto de ser aplastadas por sus altísimos vecinos. Tenía un apartamento en el sexto piso de un edificio con un portero engalonado, que me acompañó hasta el ascensor. Este se abría en el interior de la casa, y, luego de un pequeño recibidor desnudo, apareció una sala comedor amplia, con un gran ventanal por el que se divisaba un manto infinito de lucecitas titilantes, bajo un cielo sin estrellas. La sala estaba sobriamente amueblada y tenía en las paredes unos platos de cerámica azul, en unas repisas unas esculturas polinesias, y, sobre una mesa chata y larga, objetos tallados en marfil. Mitsuko y Salomón ya estaban allí con copas de champagne en las manos. La niña mala llevaba un vestido largo, color mostaza, que le dejaba los hombros descubiertos, y una cadenita de oro en el cuello. Estaba maquillada como para una fiesta y sus cabellos recogidos en dos bandas. El peinado, que no le había visto antes, acentuaba su apariencia oriental. Se la hubiera podido tomar por una japonesa, ahora más que nunca. Me besó en la mejilla y le dijo en español al señor Fukuda:

– Éste es Ricardo Somocurcio, el amigo del que te hablé.

El señor Fukuda hizo la consabida venia de saludo japonesa. Y, en un español bastante comprensible, me saludó así, alargándome la mano:

– El jefe Yakuza le da la bienvenida.

El chiste me dejó totalmente desconcertado, no sólo porque no lo esperaba -no me imaginaba que Kuriko pudiera contarle lo que yo le decía sobre él- sino porque el señor Fukuda bromeó -¿bromeó?- sin sonreír, con la misma cara inexpresiva y neutral, apergaminada, que conservó toda la noche. Una cara que parecía una máscara. Cuando atiné a decirle «Ah, habla usted español», me negó con la cabeza, y, a partir de ese momento, sólo habló en un inglés muy pausado y difícil, las pocas veces que habló. Me alcanzó una copa de champagne y me señaló un asiento, al lado de Kuriko.

Era un hombre bajito, más todavía que Salomón Toledano, casi esquelético, tanto que, comparado con la esbelta y menuda niña mala, parecía un alfeñique. Me había hecho una idea tan distinta de él que me dio la impresión de estar ante un impostor. Llevaba unos anteojos oscuros, de cristales redondos y montura de metal, que no se quitó en toda la noche, lo que aumentaba el malestar que me producía su persona, pues no sabía si sus ojitos -los imaginaba fríos y pugnaces- me estaban observando o no. Tenía unos cabellos grises, aplastados contra el cráneo, acaso engominados y peinados hacia atrás a la manera de los cantantes argentinos de tango de los años cincuenta. Vestía un traje y una corbata oscuros, que le daban cierto aire funeral, y podía permanecer inmóvil y mudo mucho rato, con las pequeñas manos sobre las rodillas, como petrificado. Pero, tal vez, el rasgo más acusado de su físico era su boca sin labios, que apenas se movía cuando hablaba, como los ventrílocuos. Me sentía tan tenso e incómodo que, contra mi costumbre -nunca pude beber mucho porque el alcohol se me subía rápido-, esa noche bebí en exceso. Cuando el señor Fukuda se puso en pie, indicando de este modo que debíamos partir, yo llevaba tres copas de champagne en el cuerpo y me había comenzado a dar vueltas la cabeza. Y, algo ajeno a la conversación que mantenía casi sólo el Trujimán hablando de las variantes regionales del japonés que estaba comenzando a distinguir, me preguntaba, estupefacto: «¿Qué tiene este hombrecillo insignificante y viejo para que la niña mala hable así de él?». ¿Qué le decía, qué le hacía para que dijera que es su vicio, su enfermedad, que está poseída por él, que puede hacer lo que quiere con ella? Como no encontraba la respuesta, sentía más celos, más furia, más desprecio por mí mismo, y me maldecía por haber cometido la insensatez de venir a Japón. Sin embargo, un segundo después, mirándola de reojo, me decía que sólo aquella vez, en el baile de l'Opéra de París, la había visto tan deseable como esta noche.

Había dos taxis esperando en la puerta del edificio. A mí me tocó ir solo con Kuriko, porque así lo indicó, con un simple gesto imperativo, el señor Fukuda, quien se metió en el otro taxi con el Trujimán y Mitsuko. Apenas partimos sentí que la niña mala me cogía la mano y se la llevaba a las piernas, para que yo la tocara.

– ¿No es acaso tan celoso? -dije, señalando al otro taxi, que nos rebasaba-. ¿Cómo te deja venir sola conmigo?

Ella no se dio por entendida.

– No pongas esa cara, zonzito -me dijo-. ¿Ya no me quieres, entonces?

– Te odio -le dije-. Nunca he sentido tantos celos como ahora. ¿O sea que ese enano, ese aborto de hombre, es el gran amor de tu vida?