No me atreví a insinuarle siquiera que a lo mejor le convendría esperar un poco antes de dar un paso tan trascendental. Mientras me hablaba, me sentía traspasado hasta el tuétano pensando en lo mucho que iba a sufrir cuando, cualquiera de estos días, Mitsuko se atreviera a decirle que quería romper con él, porque no. lo amaba y había llegado incluso a detestarlo.
En Narita, al dar un abrazo al Trujimán cuando llamaron a mi vuelo a Seúl, sentí, absurdamente, que se me llenaban los ojos de lágrimas cuando le oí decirme:
– ¿Aceptarías ser testigo de mi boda, querido?
– Claro, viejo, será un gran honor.
Llegué dos días después a París, hecho una ruina física y moral. No había pegado los ojos ni probado bocado en las últimas cuarenta y ocho horas. Pero llegué, también -había rumiado esa resolución durante todo el viaje-, decidido a no dejarme abatir del todo, a vencer la depresión que me socavaba. Conocía la receta. Aquello se curaba trabajando y ocupando el tiempo libre en quehaceres absorbentes, si no podían ser creativos ni útiles. Teniendo la sensación de que mi voluntad arrastraba mi cuerpo, rogué al señor Chames que me consiguiera muchos contratos, porque necesitaba amortizar una deuda importante. Él lo hizo, con la benevolencia que me demostró siempre, desde que lo conocí. En los siguientes meses estuve poco en París. Trabajé en conferencias y encuentros de toda índole, en Londres, Viena, Italia, en los países nórdicos, y, un par de veces, en África, en Ciudad del Cabo y en Abidyán. En todas las ciudades, después del trabajo iba a sudar la gota gorda en un gimnasio, haciendo abdominales, corriendo en la cinta, pedaleando en la bicicleta fija, nadando o haciendo aerobics. Y continué perfeccionando mi ruso, por mi cuenta, y traduciendo, despacito, para entretenerme, los cuentos de Iván Bunín, que, después de los de Chéjov, eran los que más me gustaban. Cuando tuve traducidos tres, se los mandé a mi amigo Mario Muchnik, a España. «Con mi empeño en publicar sólo obras maestras, he quebrado ya cuatro editoriales», me contestó. «Y, aunque te parezca mentira, estoy convenciendo a un empresario suicida para que me financie la quinta. Allí publicaré tu Bunín y hasta te pagaré unos derechos que te alcanzarán para unos cuantos cafés con leche. Va el contrato.» Esta actividad incesante me sacó, poco a poco, del desbarajuste emocional que me causó el viaje a Tokio. Pero no me quitó cierta tristeza íntima, cierta decepción profunda, que me acompañó mucho tiempo como un doble y que corroía como un ácido cualquier entusiasmo o interés que empezara a sentir por algo o por alguien. Y muchas noches tuve la misma sucia pesadilla en la que. en un fondo espeso de sombras, veía la figurita enclenque de Fukuda, inmóvil en su banquito, inexpresivo como un Buda, masturbándose y eyaculando una lluvia de semen que caía sobre la niña mala y sobre mí.
Luego de unos seis meses, al regresar a París de una de esas conferencias, me dieron en la Unesco una carta de Mitsuko. Salomón se había quitado la vida tomando un frasco de barbitúricos en el pisito alquilado donde vivía. Su suicidio había sido una sorpresa para ella, porque, cuando, a poco de partir yo de Tokio, Mitsuko, siguiendo mi consejo, se animó a hablarle, explicándole que no podían continuar juntos porque ella quería dedicarse a fondo a su profesión, Salomón lo entendió muy bien. Se mostró muy comprensivo y no hizo ninguna escena. Habían mantenido una amistad distante, lo que era inevitable con los trajines de Tokio. Se veían de vez en cuando en un salón de té o un restaurante y hablaban con frecuencia por teléfono. Salomón le hizo saber que, terminado su contrato con la Mitsubishi, no pensaba renovarlo; regresaría a París, «donde tenía un buen amigo». Por eso, a ella y a todos los que lo conocían, los había desconcertado su decisión de acabar con su vida. La empresa había corrido con todos los gastos del sepelio. Felizmente, en su carta, Mitsuko no mencionaba para nada a Kuriko. No le contesté ni le di el pésame. Me limité a guardar su carta en el cajoncito del velador donde tenía el húsar de plomo que el Trujimán me regaló el día que partió a Tokio y la escobillita de dientes de Guerlain.
V. El niño sin voz
Hasta que Simón y Elena Gravoski vinieron a vivir al edificio art déco de la rué Joseph Granier, pese a todos los años que llevaba allí no hice amigos entre mis vecinos. Creí que había llegado a serlo de monsieur Dourtois, funcionario de la SNCF, los ferrocarriles franceses, casado con una mujer de cabellos amarillentos y gesto adusto, maestra de escuela jubilada. Vivía frente a mí y, en el rellano, la escalera o el vestíbulo de la entrada cambiábamos venias o buenos días y al cabo de los años llegamos a darnos la mano e intercambiar comentarios sobre el tiempo, perenne preocupación de los franceses. Por esas fugaces conversaciones llegué a pensar que éramos amigos, pero descubrí que no una noche en que, al regresar a mi casa luego de un concierto de Victoria de los Angeles en el Théátre des Champs-Ély-sées, advertí que había olvidado la llave en el departamento. A esa hora, no había cerrajero que pudiera auxiliarme. Me instalé lo mejor que pude en el rellano y esperé las cinco de la mañana, hora en que mi puntualísimo vecino salía rumbo a su trabajo. Supuse que al descubrirme allí, me haría pasar a su casa hasta que fuera de día. Pero cuando, a las cinco, monsieur Dourtois apareció y le expliqué por qué estaba allí con los huesos molidos por la trasnochada, se limitó a compadecerse de mí, mirando su reloj y advirtiéndome:
– Va a tener que esperar unas tres o cuatro horas todavía, hasta que abra una cerrajería, mon pauvre ami.
Tranquilizada así su conciencia, se marchó. A los otros vecinos del edificio los cruzaba a veces en la escalera y olvidaba sus caras de inmediato y sus nombres se me eclipsaban apenas los conocía. Pero, cuando la pareja Gravoski, y Yilal, su hijo adoptado de nueve años, se vinieron al edificio porque los Dourtois habían partido a instalarse en la Dordogne, fue otra cosa. Simón, un físico belga, trabajaba como investigador en el Instituto Pasteur, y Elena, venezolana, era médico pediatra en el Hospital Cochin. Eran joviales, simpáticos, campechanos, curiosos, cultos, y, desde el día en que los conocí, en plena mudanza, y me ofrecí a echarles una mano y darles informaciones sobre el barrio, nos hicimos amigos. Tomábamos café después de la cena, nos prestábamos libros y revistas, y alguna vez íbamos al cine La Pagode, que estaba cerca, o llevábamos a Yilal al circo, al Louvre y a otros museos de París.
Simón raspaba la cuarentena, aunque la poblada barba rojiza y la barriguita prominente lo hacían parecer algo mayor. Andaba vestido de cualquier manera y con un sacón de bolsillos hinchados de libretas y papeles, y un maletón lleno de libros. Calzaba unos anteojos de miope que con frecuencia limpiaba en su arrugada corbata. Era la encarnación del sabio descuidado y distraído. Elena, en cambio, algo más joven, era coqueta y atildada y no recuerdo haberla visto nunca de mal humor. Todo la entusiasmaba en la vida: su trabajo en el Hospital Cochin y sus pueriles pacientes, de los que contaba anécdotas divertidas, pero también el artículo que acababa de leer en Le Monde o en L'Express, y se preparaba para ir al cine o a cenar en un restaurante vietnamita el próximo sábado como para asistir a la entrega de los Osear. Era bajita, menuda, expresiva y rezumaba simpatía por todos los poros de su cuerpo. Entre ellos hablaban en francés, pero conmigo lo hacían en español, que Simón dominaba a la perfección.
Yilal había nacido en Vietnam y eso era lo único que sabían de él. Lo habían adoptado cuando el niño tenía cuatro o cinco años -ni siquiera sobre su edad tenían certeza absoluta- a través de Caritas, después de una tramitación kafkiana sobre la cual Simón, en risueños soliloquios, fundaba su teoría de la inevitable desintegración de la humanidad debido a la gangrena burocrática. Le habían puesto Yilal por un ancestro polaco de Simón, un personaje mítico que, según mi vecino, fue decapitado en la Rusia pre-revolucionaria por haber sido sorprendido en flagrante adulterio nada menos que con la zarina. Además de fornicador real, aquel ancestro había sido teólogo cabalista, místico, contrabandista, falsificador de moneda y ajedrecista. El niño adoptado era mudo. Su mudez no se debía a deficiencias orgánicas -tenía las cuerdas vocales intactas- sino a algún trauma de infancia, acaso un bombardeo o alguna otra escena terrible de esa guerra de Vietnam que hizo de él un huérfano. Lo habían visto especialistas y todos coincidían en que, con el tiempo, recuperaría el uso de la palabra, pero que no valía la pena, por el momento, imponerle más tratamientos. Las sesiones terapéuticas lo atormentaban y parecían reforzar, en su lastimado espíritu, su voluntad de aferrarse al silencio. Había estado unos meses en un colegio para sordomudos, pero lo sacaron de allí, pues los propios profesores aconsejaron a sus padres que lo enviaran a un colegio normal. Yilal no era sordo. Tenía un oído fino y la música lo entretenía; seguía los compases con el pie y movimientos de las manos o la cabeza. Elena y Simón se dirigían a él de viva voz y él le* contestaba por signos y gestos expresivos y, a veces, por escrito, en una pizarra que llevaba colgada del cuello.