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Era delgadito y algo enclenque, pero no porque comiera con desgana. Tenía excelente apetito y cuando yo me aparecía por su casa con una cajita de chocolates o un pastel, le brillaban los ojos y devoraba esas golosinas dando muestras de felicidad. Pero, salvo escasas ocasiones, era un niño retraído y daba la impresión de perderse en una somnolencia que lo alejaba de la realidad circundante. Podía permanecer mucho rato con la mirada perdida, encerrado en su mundo privado, como si todo lo que lo rodeaba se hubiera esfumado.

No era muy cariñoso, más bien daba la impresión de que los mimos lo empalagaban y que se sometía a ellos más resignado que contento. De su figura emanaba algo suave y frágil. Los Gravoski no tenían televisión -todavía en esa época muchos parisinos de la clase intelectual consideraban que la televisión no debía entrar a sus casas porque era anticultural-, pero Yilal no compartía esos prejuicios y pedía a sus padres que compraran un televisor, como las familias de sus compañeros de clase. Yo les propuse que, si se empeñaban en que ese objeto empobrecedor de la sensibilidad no entrara a su casa, Yilal viniera de vez en cuando a la mía a ver algún partido de fútbol o un programa infantil. Aceptaron y desde entonces, tres o cuatro veces por semana, después de hacer sus tareas, Yilal cruzaba el rellano y se metía a mi casa a ver el programa que sus padres, o yo, le sugeríamos. Esa hora que pasaba en mi salita comedor, con los ojos prendidos en la pequeña pantalla, viendo dibujos animados, un programa de adivinanzas o de depones, parecía petrificado. Sus gestos y expresiones delataban su total entrega a las imágenes. A veces, al terminar el programa, se quedaba todavía un rato conmigo y conversábamos. Es decir, él me hacía preguntas sobre todas las cosas imaginables y yo le contestaba, o le leía un poema o un cuento de su libro de lecturas o de mi propia biblioteca. Le llegué a tomar cariño, pero procuraba no demostrárselo demasiado, pues Elena me había prevenido: «Tienes que tratarlo como a un niño normal. Nunca como a una víctima o un inválido, porque le harías un gran daño». Cuando yo no estaba en la Unesco y tenía contratos de trabajo fuera de París dejaba la llave de mi piso a los Gravoski para que Yilal no perdiera sus programas.

A mi regreso de uno de esos viajes de trabajo, a Bruselas, Yilal me mostró en su pizarrón este mensaje: «Cuando estabas de viaje, te llamó la niña mala». La frase estaba escrita en francés, pero niña mala en español.

Era la cuarta vez que me llamaba, en el par de años transcurridos desde aquel episodio de Japón. La primera fue a los tres o cuatro meses de mi desalada partida de Tokio, cuando todavía andaba luchando por recomponerme de aquella experiencia que había dejado en mi memoria una llaga que aún supuraba a veces. Hacía una consulta en la biblioteca de la Unesco y la bibliotecaria me transfirió una llamada de la sala de intérpretes. Antes de decir «¿aló?» reconocí su voz:

– ¿Todavía estás enojado conmigo, niño bueno? Corté, sintiendo que me temblaba la mano.

– ¿Malas noticias? -me preguntó la bibliotecaria, una georgiana con la que solíamos hablar en ruso-. Qué pálido te has puesto.

Tuve que encerrarme en un bañito de la Unesco a vomitar. El resto del día estuve aturdido por aquella llamada. Pero había tomado la decisión de no volver a ver a la niña mala, ni hablar con ella, e iba a cumplir. Sólo así me curaría de ese lastre que había condicionado mi vida desde aquel día en que, para echar una mano a mi amigo Paúl, fui a recoger a aquellas tres aspirantes a guerrilleras al aeropuerto de Orly. Conseguía olvidarla sólo a medias. Entregado a mi trabajo, a las obligaciones que me imponía -entre las que primaba siempre la de perfeccionar el ruso-, pasaba a veces semanas sin recordarla. Pero, de pronto, algo me la traía a la memoria y era como si una solitaria se aposentara en mis entrañas y comenzara a devorarme el entusiasmo, las energías. Caía en el abatimiento y no había manera de quitarme de la cabeza aquella imagen de Kuriko, abrumándome de caricias con un fuego que jamás me mostró antes, para complacer a su amante japonés, que nos contemplaba, masturbándose, desde las sombras.

Su segunda llamada me sorprendió en el Hotel Sacher, de Viena, en la única aventura que tuve en esos dos años, con una compañera de trabajo en una conferencia de la Junta de Energía Atómica. Mi inapetencia sexual había sido absoluta desde el episodio de Tokio, tanto que llegué a preguntarme si no me había quedado impotente. Estaba casi acostumbrado a vivir sin sexo, cuando, el mismo día que nos conocimos, Astrid, una intérprete danesa, me propuso con desarmante naturalidad: «Si quieres, esta noche podemos vernos». Era alta, pelirroja, atlética, sin complicaciones, de unos ojos tan claros que parecían líquidos. Fuimos a cenar unos tafelspitz con cerveza al Café Central, en el Palais Ferstel, Herrengasse, de columnas de mezquita turca, techo abovedado y mesas de mármol enrojecido, y luego, sin necesidad de concertación previa, a acostarnos al lujoso Hotel Sacher, donde estábamos alojados los dos pues el hotel hacía descuentos importantes a los participantes en la conferencia. Era una mujer atractiva todavía, aunque la edad comenzaba a dejar algunas huellas en su blanquísimo cuerpo. Hacía el amor sin que la sonrisa se retirara de su cara, incluso en el momento del orgasmo. Gocé y ella gozó también, pero me pareció que esa manera de hacer el amor, tan sana, tenía que ver más con la gimnasia que con lo que el difunto Salomón Toledano llamaba en una de sus cartas «el perturbante y lascivo placer de las gónadas». La segunda y última vez que nos acostamos, sonó el teléfono en mi velador cuando acabábamos de terminar las acrobacias y Astrid empezaba a contarme la proeza de una hija suya que, en Copenhague, de bailarina de ballet pasó a acróbata de circo. Descolgué el auricular, dije «¿aló?», y escuché la voz de gatita cariñosa:

– ¿Me vas a cortar otra vez, pichiruchi?

Retuve unos segundos el aparato, mientras maldecía mentalmente a la Unesco por haberle dado mi teléfono en Viena, pero corté cuando ella, luego de una pausa, comenzó a decir: «Vaya, por lo menos esta vez…».

– ¿Historias de un viejo amor? -adivinó Astrid-. ¿Me voy al baño para que hables más tranquilo?

No, no, era una historia requeteacabada. Desde aquella noche, no había vuelto a tener ninguna relación sexual, y, la verdad, el asunto no me preocupaba en absoluto. A mis cuarenta y siete años había llegado a la comprobación de que un hombre podía llevar una vida perfectamente normal sin hacer el amor. Porque mi vida era bastante normal, aunque vacía. Trabajaba mucho y cumplía con mi trabajo, para llenar el tiempo y cobrar un sueldo, no porque me interesara -eso me ocurría ya muy rara vez-, y hasta mis estudios de ruso y la casi infinita traducción de los cuentos de Iván Bunín, que deshacía y rehacía, resultaron un quehacer mecánico, que sólo muy de cuando en cuando se volvía entretenido. Incluso el cine, los conciertos, la lectura, los discos, eran más maneras de ocupar el tiempo que actividades que me entusiasmaran, como antes. También por eso le guardaba rencor a Kuriko. Por su culpa, las ilusiones que hacen de la existencia algo más que una suma de rutinas, se me habían apagado. A ratos, me sentía un viejo.