Tal vez por ese estado de ánimo, la llegada de Elena, Simón y Yilal Gravoski al edificio de la rué Joseph Granier fue providencial. La amistad de mis vecinos inyectó un poco de humanidad y emoción a mi desangelada existencia. La tercera llamada de la niña mala fue a mi casa de París, por lo menos un año después de la de Viena.
Era el amanecer, las cuatro o cinco de la mañana, y los timbrazos del teléfono me sacaron del sueño, asustado. Timbró tantas veces que, por fin, abrí los ojos y a tientas busqué el auricular:
– No me cortes -en su voz se mezclaban la súplica y la cólera-. Necesito hablar contigo, Ricardo.
Le corté y, por supuesto, ya no pude pegar los ojos el resto de la noche. Estuve angustiado, sintiéndome mal, hasta que vi rayar un alba color ratón en el cielo de París a través de la claraboya sin cortinas de mi dormitorio. ¿Para qué insistía en llamarme, cada cierto tiempo? Porque, en su intensa vida yo debía de ser una de las pocas cosas estables, el idiota fiel y enamorado, siempre allí, esperando la llamada para hacer sentir al ama que era todavía lo que sin duda ya estaba dejando de ser, lo que pronto no sería más: joven, bella, amada, codiciable. ¿O, tal vez, necesitaba algo de mí? No era imposible. De pronto había aparecido en su vida algún huequito que el pichiruchi podía llenar. Y con ese helado carácter suyo, no vacilaba en buscarme, convencida de que no había dolor, humillación, que ella, con su infinito poder sobre mis sentimientos, no fuera capaz de borrar en dos minutos de conversación. Conociéndola, era seguro que no daría su brazo a torcer; seguiría insistiendo, cada cierto número de meses, de años. No, esta vez te equivocabas. No volvería a contestarte el teléfono, peruanita.
Ahora había llamado por cuarta vez. ¿De dónde? Se lo pregunté a Elena Gravoski pero, para mi sorpresa, me repuso que ella no había respondido esa llamada ni ninguna otra durante mi viaje a Bruselas.
– Entonces, fue Simón. ¿No te ha dicho nada?
– El ni siquiera pone los pies en tu piso, llega del Instituto cuando Yilal ya está cenando.
Pero, entonces, ¿era Yilal quien había hablado con la niña mala?
Elena palideció ligeramente.
– No se lo preguntes -me dijo, bajando la voz. Estaba blanca como el papel-. No le hagas la menor alusión a ese recado que te dio.
¿Era posible que Yilal hubiera hablado con Kuriko? ¿Era posible que, cuando sus padres no estaban cerca ni podían verlo ni oírlo, el niño rompiera su mudez?
– No pensemos en eso, no hablemos de eso -repitió Elena, haciendo un esfuerzo por componer la voz y aparentar naturalidad-. Lo que tiene que ocurrir, ocurrirá. A su debido tiempo. Si tratamos de forzarlo, lo empeoraríamos todo. Siempre he sabido que iba a ocurrir, que va a ocurrir. Cambiemos de tema, Ricardo. ¿Qué es eso de la niña mala? ¿Quién es? Cuéntame de ella, más bien.
Estábamos tomando café en su casa, después de la cena, y hablando quedo para no distraer a Simón, que, en el cuarto contiguo, su estudio, revisaba un informe que debía presentar al día siguiente en un seminario. Hacía rato que Yilal se había ido a dormir.
– Una vieja historia -le respondí-. No se la he contado a nadie, nunca. Pero, mira, creo que a ti sí te la voy a contar, Elena. Para que te olvides de lo que ha ocurrido con Yilal.
Y se la conté. De principio a fin, desde los ya lejanos días de mi niñez, cuando la llegada de Lucy y Lily, las falsas chilenitas, alborotó las tranquilas calles de Miraflores, hasta aquella noche de amor apasionado, en Tokio -la más hermosa noche de amor de mi vida-, que bruscamente se cortó con la visión, en las sombras de aquella habitación, del señor Fukuda observándonos con sus anteojos oscuros y las manos trajinando su bragueta. No sé cuánto rato estuve hablando. No sé en qué momento apareció Simón y se sentó junto a Elena y, silencioso y atento como ella, se puso a escucharme. No sé en qué momento se me saltaron las lágrimas y, avergonzado por esa efusión sentimental, me callé. Tardé un buen rato en serenarme. Mientras balbuceaba unas disculpas vi a Simón ponerse de pie y volver con vasos y una botella de vino.
– Es lo único que tengo, vino, y, además, un Beaujolais muy barato -se excusó, dándome una palmada en el hombro-. Supongo que en casos como éste, corresponde un trago más noble.
– ¡Whisky, vodka, ron o cognac, por supuesto! -dijo Elena-. Esta casa es un desastre. Nunca tenemos lo que deberíamos tener. Somos unos anfitriones lamentables, Ricardo.
– Te he fregado tu informe de mañana con mi numerito, Simón.
– Algo mucho más interesante que mi informe -afirmó él-. Por lo demás, ese apodo te calza como un guante. No en el sentido peyorativo, sino en el literal. Eso eres tú, mon vieux, aunque no te guste: un niño bueno.
– ¿Sabes que es una maravillosa historia de amor?
– exclamó Elena, mirándome sorprendida-. Porque, eso es lo que es, en el fondo. Una maravillosa historia de amor. Este belga triste nunca me ha querido así. Quién como ella, chico.
– Me gustaría conocer a esa Mata Hari -dijo Simón.
– Pasarás antes sobre mi cadáver -lo amenazó Elena, tirándole de la barba-. ¿Tienes fotos de ella? Nos las muestras?
– No tengo ni una sola. Que recuerde, jamás nos tomamos una foto juntos.
– La próxima vez que llame, te ruego que contestes ese teléfono -dijo Elena-. Esta historia no puede terminar así, con un teléfono sonando y sonando, como en la peor película de Hitchcock.
– Y, además -bajó la voz Simón-, tienes que preguntarle si Yilal habló con ella.
– Estoy muerto de vergüenza -me disculpé, por segunda vez-. El llanto y todo eso, quiero decir.
– Tú no te diste cuenta, pero Elena también derramó unos lagrimones -dijo Simón-. Hasta yo los hubiera acompañado, si no fuera belga. Mis ancestros judíos me inclinaban al llanto. Pero, prevaleció el valón. Un belga no cae en emotividades de sudamericanos tropicales.
– ¡Por la niña mala, por esa fantástica mujer! -alzó su copa Elena-. Qué vida tan aburrida he tenido yo, santo Dios.
Nos bebimos la botella entera de vino y, con las risas y bromas, me sentí mejor. Ni una sola vez, en los días y semanas siguientes, mis amigos Gravoski, para evitar que me sintiera incómodo, hicieron la menor referencia a lo que les conté. Y, entretanto, yo decidí, en efecto, que si la peruanita volvía a llamar, le contestaría. Para que me dijera si, la vez anterior que llamó, había hablado con Yilal. ¿Sólo por eso? No sólo por eso. Desde que confesé a Elena Gravoski mis amores, como si compartir con alguien esa historia la limpiara de toda la carga de rencor, celos, humillación y susceptibilidad que arrastraba, empecé a esperar aquella llamada con ansia y a temer que, debido a mis desaires de dos años, no ocurriera. Aplacaba mis sentimientos de culpa diciéndome que en ningún caso significaría una recaída. Le hablaría como un amigo distante y mi frialdad sería la mejor prueba de que me había librado de ella de verdad.
La espera, por lo demás, tuvo un efecto bastante bueno sobre mi estado de ánimo. Entre contrato y contrato en la Unesco o fuera de París, retomé la traducción de los cuentos de Iván Bunín, les di la última revisión y escribí un pequeño prólogo antes de enviarle el manuscrito a mi amigo Mario Muchnik. «Ya era hora», me contestó. «Temía que la arterioesclerosis o la demencia senil me llegaran antes que tu Bunín.» Cuando estaba en casa a la hora en que Yílal veía su programa de televisión, le leía cuentos. Los traducidos por mí no le gustaron mucho y los escuchó más por educación que interés. En cambio, le encantaban las novelas dé Julio Verne. A un ritmo de un par de capítulos por día, le leí varias en el curso de aquel otoño. La que más le gustó -los episodios lo hacían dar saltos de alegría- fue La vuelta al mundo en ochenta días. Aunque también le fascinó Miguel Strogoff, el correo del zar. Tal como me lo había pedido Elena, nunca le pregunté por aquella llamada que sólo él podía haber recibido, aunque la curiosidad me devoraba. En ¡las semanas y meses que siguieron a aquel mensaje que me escribió en su pizarra, nunca advertí ej menor indicio de que Yilal fuera capaz de hablar.