La llamada sobrevino dos meses y medio después de la anterior. Yo estaba en la ducha, preparándome para ir a la Unesco, cuando sentí repiquetear el teléfono y tuve el palpito: «Es ella». Corrí al dormitorio y descolgué el auricular, dejándome caer sobre la cama, mojado como estaba:
– ¿Vas a colgarme también esta vez, niño bueno?
– ¿Cómo estás, niña mala?
Hubo un pequeño silencio y, por fin, una risita:
– Vaya, vaya, por fin te dignas contestarme. A qué se debe este milagro, ¿se puede saber? ¿Ya se te pasó el colerón o me odias todavía?
Tuve ganas de colgarle, al advertir el tonito ligeramente burlón y un relente de triunfo en sus palabras.
– Para qué me llamas -le pregunté-. Para qué me has llamado todas esas veces.
– Necesito hablar contigo -dijo ella, cambiando de tono.
– ¿Dónde estás?
– Estoy aquí, en París, hace algún tiempo. ¿Podemos vernos un momento?
Me quedé helado. Tenía la seguridad de que ella seguía en Tokio, o en algún país lejano, y que nunca volvería a poner los pies en Francia. Saber que estaba aquí y que podía verla en cualquier momento, me sumió en una confusión total.
– Sólo un ratito -insistió, pensando que mi silencio anticipaba una negativa-. Lo que tengo que decirte es muy personal, prefiero no hacerlo por teléfono. Media hora, nada más. No es mucho para una vieja amiga, ¿no?
La cité para dos días después, a la salida de la Unesco, a las seis de la tarde, en La Rhumerie, de Saint Germain-des-Prés (ese bar se había llamado siempre La Rhumerie Martiniquaise, pero en los últimos tiempos, por alguna misteriosa razón, había perdido el gentilicio). Cuando colgué, mi corazón tronaba en mi pecho. Antes de volver a la ducha debí quedarme sentado un rato, con la boca abierta, hasta que se normalizara mi respiración. ¿Qué hacía ella en París? ¿Trabajitos especiales por encargo de Fukuda? ¿Abrir el mercado europeo a los afrodisíacos exóticos de colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte? ¿Me necesitaba para que le echara una mano en sus operaciones de contrabando, lavado de dinero y otros negocios mañosos? Había hecho una estupidez contestando el teléfono. La vieja historia iba a repetirse. Conversaríamos, yo volvería a rendirme a ese poder que ella había tenido siempre sobre mí, viviríamos un breve y falso idilio, yo me haría toda clase de ilusiones, y, en el momento menos pensado, se desaparecería y yo quedaría maltrecho y alelado, lamiendo mis heridas como en Tokio. ¡Hasta el próximo capítulo!
No les conté a Elena y Simón la llamada ni la cita y pasé esas cuarenta y ocho horas en estado sonambúlico, entre espasmos de lucidez y una niebla mental que se levantaba de tanto en tanto para que pudiera entregarme a una sesión de masoquismo con insultos: imbécil, cretino, te mereces todo lo que te pasa, te ha pasado y te va a pasar.
El día de la cita fue uno de esos días grises y mojados de fines del otoño parisino, en los que ya casi no quedan hojas en los árboles ni luz en el cielo, el mal humor de la gente aumenta con el mal tiempo y se ve a hombres y mujeres por la calle emboscados en sus abrigos, bufandas, guantes y paraguas, apurados y repletos de odio contra el mundo. Al salir de la Unesco busqué un taxi, pero, como llovía y no había esperanza de encontrarlo, opté por el metro. Bajé en la estación de Saint Germain y desde la puerta de La Rhumerie la vi, sentada en la terraza, ante una taza de té y una botellita de Perrier. Al verme, se puso de pie y me alcanzó las mejillas:
– ¿Podemos darnos la accolade o tampoco?
El local estaba cubierto con la gente típica del barrio: turistas, playboys con cadenas en el cuello y coquetos chalecos y casacas, muchachas de audaces escotes y minifaldas, algunas maquilladas como para una función de gala. Pedí un grog. Estuvimos callados, mirándonos con cierta incomodidad, sin saber qué decir.
La transformación de Kuriko era notable. No sólo parecía haber perdido diez kilos -estaba convertida en un esqueletito de mujer- sino envejecido diez años desde la inolvidable noche de Tokio. Vestía con la modestia y el descuido con que sólo recordaba haberla visto aquella remota mañana en que la recogí en el aeropuerto de Orly por encargo de Paúl. Llevaba un sacón raído que podía ser de hombre y un pantalón de franela descolorido, del que emergían unos zapatones gastados y sin lustre. Estaba despeinada y, en sus dedos delgadísimos, las uñas aparecían mal cortadas, sin limar, como si se las hubiera mordido. Los huesos de la frente, de los pómulos, del mentón, sobresalían, estirando la piel, muy pálida y con los visajes verdosos acentuados. Sus ojos habían perdido la luz y había en ellos algo asustadizo, que recordaba a ciertos animalitos tímidos. No tenía un solo adorno ni el menor maquillaje.
– Qué trabajo me ha costado llegar a verte -dijo, por fin. Estiró la mano, me tocó el brazo e intentó una de esas sonrisas coquetas de antaño que esta vez no le salió bien-. Por lo menos, dime si se te ha pasado ya la furia y me odias un poquito menos.
– De eso, no vamos a hablar -le respondí-. Ni ahora ni nunca. ¿Para qué me has llamado tantas veces?
– Me diste media hora: ¿no? -dijo ella, soltándome el brazo y enderezándose-. Tenemos tiempo. Cuéntame de ti. ¿Te va bien? ¿Tienes una amante? ¿Siempre te ganas la vida haciendo lo mismo?
– Pichiruchi hasta la muerte -me reí yo, sin ganas, pero ella seguía muy seria, examinándome.
– Con los años, te has vuelto susceptible, Ricardo. Antes, el rencor no te hubiera durado tanto tiempo -en sus ojitos, un segundo, titiló la antigua luz-. ¿Dices siempre huachaferías a las mujeres o ya no?
– ¿Desde cuándo estás en París? ¿Qué haces aquí? ¿Trabajando para el gángster japonés?
Negó con la cabeza. Me pareció que iba a reírse, pero, más bien, se le endureció la expresión y le temblaron esos labios gruesos que seguían destacando nítidamente en su cara, aunque ahora parecían también algo mustios, como toda ella.
– Fukuda me largó, hace más de un año. Por eso me vine a París.
– Ahora comprendo por qué estás en ese estado calamitoso -ironicé-. Nunca me hubiera imaginado verte así, tan deshecha.
– Estuve bastante peor -reconoció ella, con aspereza-. En algún momento, creí que me iba a morir. Las dos últimas veces que intenté hablar contigo, fue por eso. Para que, por lo menos, fueras tú quien me enterrara. Quería pedirte que me hicieras cremar. Me horroriza la idea de que los gusanos se coman mi cadáver. En fin, ya pasó.
Hablaba con tranquilidad, aunque dejando entrever en sus palabras una furia contenida. No parecía hacer un número de autocompasión, para impresionarme, o lo hacía con soberbia destreza. Más bien, describir un estado de cosas con objetividad, a distancia, como un policía o un notario.
– ¿Intentaste suicidarte cuando el gran amor de tu vida te dejó?