Negó con la cabeza y encogió los hombros:
– Siempre me dijo que un día se cansaría de mí y me largaría. Estaba preparada. Él no hablaba por hablar. Pero, el momento en que lo hizo no fue el mejor, ni tampoco las razones que me dio para despedirme.
Le tembló la voz y la boca se le deformó en una mueca de odio. Los ojos se le llenaron de chispas. ¿Era todo eso una farsa más, para conmoverme?
– Si ese tema te incomoda, hablemos de otra cosa -le dije-. ¿Qué haces en París, de qué vives? ¿El gángster te dio por lo menos una indemnización que te permita pasar un tiempo sin apuros?
– Estuve presa en Lagos, un par de meses que me parecieron un siglo -dijo ella, como si yo, de pronto, hubiera dejado de estar allí-. La ciudad más horrible, más fea, y la gente más malvada del mundo. Nunca se te ocurra ir a Lagos. Cuando por fin pude salir de la cárcel, Fukuda me prohibió volver a Tokio. «Estás quemada, Kuriko.» Quemada en los dos sentidos de la palabra, quería decir. Porque estaba ya fichada por la policía internacional. Y quemada, porque, probablemente, los negros de Nigeria me habían contagiado el sida. Me cortó el teléfono, sin más, después de decirme que no debía verlo, ni escribirle, ni llamarlo, nunca jamás. Me largó así; como a una perra sarnosa. Ni siquiera me pagó el pasaje a París. El es un hombre frío y práctico, que sabe lo que le conviene. Yo ya no le convenía. El es lo más opuesto a ti que hay en el mundo. Por eso, Fukuda es rico y poderoso y tú eres y serás siempre un pichiruchi.
– Gracias. Después de todo, lo que has dicho es un elogio.
¿Era verdad todo eso? ¿U otra de esas fabulosas mentiras que jalonaban todas las etapas de su vida? Se había recompuesto. Sostenía su taza de té con las dos manos, bebiendo a sorbitos, soplando el líquido. Era penoso verla tan arruinada, tan mal vestida, con tantos años encima.
– ¿Es cierto semejante dramón? ¿No es otro de tus cuentos? ¿Estuviste presa, de verdad?
– Presa y, encima, violada por la policía de Lagos -precisó ella, clavándome los ojos como si yo fuera el culpable de su desgracia-. Unos negros cuyo inglés no se entendía, porque hablaban Pidgin English. Eso decía David que era mi inglés, cuando quería insultarme: Pidgin English, Pero, no me pegaron e! sida. Sólo ladillas y un chancro. Horrible palabra, ¿no? ¿L;›. habías oído alguna vez? A lo mejor tú ni sabes lo que es eso, santito. Chancro, úlceras infecciosas. Algo asqueroso, pero no grave, si se cura a tiempo con antibióticos. Sólo que, en la maldita Lagos a mí me curaron mal y la infección casi me mata. Creí que me iba a morir. Por eso te llamé. Ahora, felizmente, ya estoy bien.
Lo que contaba podía ser cierto o falso, pero no era pose la ira inconmensurable que impregnaba todo lo que decía. Aunque, con ella, siempre era posible la representación. ¿Una formidable pantomima? Me sentía desconcertado, confuso. Esperaba cualquier cosa de esta entrevista, menos semejante historia.
– Siento que hayas pasado por ese infierno -dije por fin, por decir algo, porque, ¿qué se puede decir ante una revelación semejante?-. Si es verdad lo que me cuentas. Ya ves, me ocurre una cosa tremenda contigo. Me has contado tantos cuentos en la vida, que ya me resulta difícil creerte nada.
– No importa que no me creas -dijo, cogiéndome otra vez del brazo y esforzándose por mostrarse cordial-. Ya sé que sigues ofendido, que nunca me vas a perdonar lo de Tokio. No importa. No quiero que me compadezcas. No quiero plata, tampoco. Lo que quiero, en realidad, es llamarte de vez en cuando y que, de tanto en tanto, nos tomemos un café juntos, como ahora. Nada más.
– ¿Por qué no me dices la verdad? Por una vez en tu vida. Anda, dime la verdad.
– La verdad es que, por primera vez, me siento insegura, sin saber qué hacer. Muy sola. No me había pasado hasta ahora, pese a que he tenido momentos muy difíciles. Para que lo sepas, vivo enferma de miedo -hablaba con una sequedad orgullosa, en un tono y una actitud que parecían desmentir lo que decía. Me miraba a los ojos, sin pestañear.
– El miedo es una enfermedad, también. Me paraliza, me anula. Yo no lo sabía y ahora lo sé. Conozco algunas personas aquí en París, pero no me fío de nadie. De ti, sí. Ésa es la verdad, me creas o no. ¿Puedo llamarte, de tiempo en tiempo? ¿Podremos vernos de cuando en cuando, en un bistrot, así como hoy?
– No hay ningún problema. Claro que sí.
Conversamos cerca de una hora todavía, hasta que oscureció del todo y se encendieron las vitrinas de las tiendas, las ventanas de los edificios de Saint Germain y los faroles rojos y amarillos de los autos formaron un río de luces que fluía despacio por el boulevard, frente a la terraza de La Rhumerie. Entonces, me acordé. ¿Quién le había contestado el teléfono de mi casa la vez anterior que me llamó? ¿Lo recordaba?
Me miró intrigada, sin entender. Pero, luego, asintió:
– Sí, una mujercita. Pensé que tenías una amante, pero después me di cuenta que era más bien una sirvienta. ¿Una filipina?
– Un niño. ¿Habló contigo? ¿Estás segura?
– Me dijo que estabas de viaje, creo. Nada, dos palabras. Le dejé un mensaje, ya veo que te lo dio. ¿A qué viene eso, ahora?
– ¿Habló contigo? ¿Estás segura?
– Dos palabras -repitió ella, asintiendo-. ¿De dónde salió ese niño? ¿Lo has adoptado?
– Se llama Yilal. Tiene nueve o diez años. Es vietnamita, hijo de dos vecinos, amigos míos. ¿Estás segura de que habló contigo? Porque, ese niño es mudo. Ni sus padres ni yo le hemos oído nunca la voz.
Se desconcertó y por un buen momento, entrecerrando los ojos, consultó su memoria. Hizo varios gestos afirmativos con la cabeza. Sí, sí, lo recordaba clarísimo. Habían hablado en francés. Su voz era tan delgadita que a ella le pareció femenina. -Medio chillona, medio exótica. Cambiaron muy pocas palabras. Que yo no estaba, que estaba de viaje. Y cuando ella le pidió que me dijera que había llamado «la niña mala» -se lo dijo en español-, la vocecita la interrumpió: «¿Qué, qué?». Tuvo que deletrearle «niña mala». Se acordaba muy bien. El niño le había hablado, no tenía la menor duda.
– Entonces, hiciste un milagro. Gracias a ti, Yilal se ha puesto a hablar.
– Si tengo esos poderes, los voy a usar. Las brujas deben ganar un montón de plata en Francia, me figuro.
Cuando, un rato después, nos despedimos en la boca del metro Saint Germain y le pedí su teléfono y su dirección, no quiso dármelos. Ella me llamaría.
– No cambiarás nunca. Siempre misterios, siempre cuentos, siempre secretos.
– Me ha hecho bien verte y hablar contigo, por fin -me calló-. Ya no me volverás a colgar el teléfono, espero.
– Dependerá de cómo te portes.
Se alzó en puntas de pie y sentí que su boca se fruncía en Un rápido beso en mi mejilla.
La vi desaparecer en la boca del metro. De espaldas, tan delgadita, sin tacos, no parecía haber envejecido tanto como de frente.
Aunque seguía lloviznando y hacía algo de frío, en vez de tomar el metro o un ómnibus, preferí caminar. Era mi único deporte ahora; mis idas al gimnasio duraron pocos meses. Los ejercicios me aburrían y más todavía el tipo de gente con la que me codeaba haciendo la cinta, las barras o los aerobics. En cambio, andar por esa ciudad llena de secretos y maravillas me entretenía, y en días de emociones fuertes como éste, una larga caminata,.aunque fuera bajo el paraguas, la lluvia y el viento, me haría bien.
De las cosas que la niña mala me había contado, lo único absolutamente cierto, sin duda, era que Yilal había cambiado algunas frases con ella. El niño de los Gra-voski, pues, podía hablar; acaso ya lo había hecho antes, con gente que no lo conocía, en el colegio, en la calle. Era un pequeño misterio que tarde o temprano revelaría a sus padres. Imaginé la alegría de Simón y Elena cuando escucharan esa vocecita delgada, un poco chillona, que me había descrito la niña mala. Remontaba el boulevard Saint Germain rumbo al Sena, cuando, poco antes de la librería Julliard, descubrí una pequeña tienda de soldaditos de plomo que me recordó a Salomón Toledano y sus desgraciados amores japoneses. Entré y le compré a Yilal una cajita con seis jinetes de la guardia imperial rusa.