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Pidió un consomé y un pescado a la plancha y apenas probó un sorbo de vino durante la comida. Masti-.caba muy despacio, con desgana, y le costaba tragar. ¿Era cierto que se sentía bien?

– Se me ha reducido el estómago y casi no tolero la comida -me explicó-. Con dos o tres bocados, me siento llena. Pero este pescado está muy rico.

Acabé tomándome yo solo toda la jarra de Cotes du Rhóne. Cuando el mozo trajo el café para mí y la infusión de verbena para ella, le dije, cogiéndole la mano:

– Por lo que más quieras, te suplico, júrame que es verdad todo lo que me contaste el otro día en La Rhu-merie.

– Nunca más me vas a creer nada de lo que te diga, ya lo sé -tenía un aire fatigado, de hastío, y no parecía importarle lo más mínimo que la creyera o no-. No hablemos más de eso. Te lo conté para que me permitieras verte, de cuando en cuando. Porque, aunque tampoco me lo creas, hablar contigo me hace bien.

Tuve ganas de besarle la mano, pero me contuve. Le transmití la propuesta de Elena. Se me quedó mirando, desconcertada.

– Pero ¿ella sabe de mí, de nosotros?

Asentí. Elena y Simón sabían todo. En un arranque, les había contado toda «nuestra» historia. Eran muy buenos amigos, no tenía nada que temer de ellos. No la denunciarían a la policía como traficante de afrodisíacos.

– No sé por qué les hice esas confidencias. Tal vez porque, como todo el mundo, necesito de vez en cuando compartir con alguien las cosas que me angustian o me hacen feliz. ¿Aceptas la propuesta de Elena?

No parecía muy animada. Me miraba inquieta, como temiendo que fuera una celada. Aquella luz, color miel oscura, había desaparecido de sus ojos. También la picardía, la burla.

– Déjame pensarlo -me dijo, al fin-. Veremos cómo me siento. Ahora, ya estoy bien. Lo único que necesito es tranquilidad, descanso.

– No es verdad que estés bien -insistí-. Eres un fantasma. En la flacura en que estás, una simple gripe te puede llevar a la tumba. Y no tengo ganas de cargar con ese trabajito siniestro de incinerarte, etcétera. ¿No quieres ponerte bonita otra vez?

Se echó a reír.

– Ah, o sea que ahora te parezco fea. Gracias por la franqueza -me apretó la mano que yo le tenía siempre cogida y, un segundo, se animaron sus ojos-. Pero sigues enamorado de mí, ¿no es cierto, Ricardito?

– No, ya no. Tampoco volveré a enamorarme nunca de ti. Pero no quiero que te mueras.

– Debe ser cierto que ya no me quieres, cuando no me has dicho ni una sola huachafería esta vez -reconoció, haciendo una mueca medio cómica-. ¿Qué tengo que hacer para reconquistarte?

Se rió con la coquetería de los viejos tiempos y sus ojos se llenaron de brillos traviesos pero, de pronto, sin transición, sentí que la presión de su mano en la mía se aflojaba. Se le blanquearon los ojos, se puso lívida y abrió la boca, como si le faltara el aire. Si no hubiera estado yo a su lado, sosteniéndola, hubiera rodado al suelo. Le froté las sienes con la servilleta mojada, le hice beber un poquito de agua. Se recuperó algo, pero siguió muy pálida, blanca casi. Y, ahora, en sus ojos había un pánico animal.

– Me voy a morir -balbuceó, clavándome las uñas en el brazo.

– No te vas a morir. Te he permitido todas las canalladas del mundo desde que éramos niños, pero esta de morirte no. Te la prohíbo.

Sonrió, sin fuerzas.

– Ya era hora de que me dijeras alguna cosa bonita -su voz era apenas audible-. Me hacía falta, aunque tampoco me lo creas.

Cuando, un rato después, intenté que se pusiera de pie, le temblaron las piernas y se dejó caer en la silla, exhausta. Hice que un camarero de Le Procope trajera un taxi del paradero de la esquina de Saint Germain hasta la puerta del restaurante y que me ayudara a sacarla a la calle. La llevamos entre los dos, alzada en peso de la cintura. Cuando me oyó decirle al taxi que nos condujera al hospital más cercano -«¿el Hotel Dieu, en la Cité, no?»- se me prendió con desesperación: «No, no, a un hospital de ninguna manera, no, no». Me vi obligado a rectificar y pedirle al taxista que nos llevara más bien a la rué Joseph Granier. En el trayecto hasta mi casa -la tenía apoyada en mi hombro- volvió a perder el sentido por unos segundos. Su cuerpo se ablandó y se chorreó en el asiento. Al enderezarla, sentí todos los huesecillos de su espalda. En la puerta del edificio art déco, llamé por el intercomunicador a Simón y Elena, a pedirles que bajaran para ayudarme.

La subimos entre los tres a mi departamento y la acostamos en mi cama. Mis amigos no me preguntaron nada, pero miraban a la niña mala con una curiosidad voraz, como a un resucitado. Elena le prestó un camisón y le tomó la temperatura y la presión arterial. No tenía fiebre, pero su presión estaba bajísima. Cuando recuperó del todo el conocimiento, Elena le hizo beber a sorbos una taza de té hirviendo, con dos pastillas que, le dijo, eran simples reconstituyentes. Al despedirse, me aseguró que no veía ningún peligro inminente, pero que si, en el curso de la noche, se sentía mal, la despertara. Ella misma llamaría al Hospital Cochin para que enviaran una ambulancia. En vista de esos desvanecimientos, era indispensable un examen médico completo. Ella lo arreglaría todo, pero tomaría por lo menos un par de días.

Cuando regresé al dormitorio, la encontré con los ojos muy abiertos.

– Debes estar maldiciendo la hora en que me contestaste el teléfono -dijo-. Sólo he venido a crearte problemas.

– Desde que te conozco, no has hecho más que crearme problemas. Es mi destino. Y no hay nada que hacer contra el destino. Mira, aquí tienes, por sí la necesitas. Es la tuya. Eso sí, me la devuelves.

Y saqué del velador la escobillita de Guerlain. La examinó, divertida.

– ¿O sea que la sigues guardando? Es la segunda galantería de la noche. Qué lujo. ¿Dónde vas a dormir tú, se puede saber?

– El sofá de la salita es un sofá cama, así que no te hagas ilusiones. No hay la menor posibilidad de que duerma contigo.

Se rió otra vez. Pero ese pequeño esfuerzo la fatigó y, encogiéndose bajo las sábanas, cerró los ojos. La abrigué con las frazadas y le puse también mi bata de levantar, a los pies. Fui a lavarme los dientes, a ponerme el piyama y a estirar el sofá cama de la salita. Cuando volví al dormitorio, ella dormía, respirando con normalidad. El resplandor de la calle que se filtraba por la claraboya iluminaba su cara: siempre muy pálida, con la nariz afilada y, entre sus cabellos, asomaban sus lindas orejitas. Tenía la boca entreabierta, le palpitaban las aletas de la nariz y su expresión era lánguida, de total abandono. AI rozarle los cabellos con mis labios sentí en mi cara su aliento. Me fui a acostar. Casi de inmediato caí dormido, pero me desperté un par de veces en la noche y las dos me levanté en puntas de pie para ir a verla. Dormía, respirando parejo. Tenía la piel de la cara muy estirada y resaltaban sus huesos. Con la respiración, su pecho subía y bajaba las frazadas, ligeramente. Estuve adivinando su pequeño corazón, imaginando cómo palpitaba cansado.

A la mañana siguiente, preparaba el desayuno cuando la sentí levantarse. Apareció en la cocinita donde yo pasaba el café, envuelta en mi bata. Le quedaba enorme y parecía un payaso. Sus pies descalzos eran los de una niña.

– He dormido casi ocho horas -dijo, asombrada-. No me ocurría hace siglos. Anoche me desmayé, ¿no es cierto?

– Pura pose, para que te trajera a mi casa. Y, ya ves, lo conseguiste. Y hasta te metiste a mi cama. Sabes las de Kiko y Caco, niña mala.