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– ¿Te fregué la noche, no, Ricardito?

– Y me vas a fregar el día, también. Porque te vas a quedar aquí, en cama, mientras Elena arregla las cosas en el Hospital Cochin y pueden hacerte ese chequeo completo. No se admiten discusiones. Ha llegado el momento de que imponga mi autoridad sobre ti, niña mala.

– Caramba, qué progresos. Hablas como si fueras mi amante.

Pero esta vez no logré que sonriera. Me miraba con la cara desencajada y los ojos mustios. Estaba muy cómica así, con sus pelos revueltos y esa bata que arrastraba por el suelo. Me acerqué a ella y la abracé. La sentí muy frágil, temblando. Pensé que si apretaba un poco el abrazo, se quebraría, como un pajarito.

– No te vas a morir -le aseguré en el oído, besándole apenas los cabellos-. Te van a hacer ese examen y, si algo anda mal, te vas a curar. Y vas a ponerte bonita otra vez, a ver si así consigues que me enamore de nuevo de ti. Y, ahora, ven, vamos a desayunar, no quiero llegar tarde a la Unesco.

Cuando estábamos tomando el café con tostadas, vino Elena, ya de salida a su trabajo. Volvió a tomarle la temperatura y la tensión y la encontró mejor que la noche

anterior. Pero le indicó que guardara cama todo el día y comiera cosas ligeritas. Trataría de prepararlo todo en el hospital para que pudiera trasladarse allí mañana mismo. Le preguntó a la niña mala qué le hacía falta y ella le encargó una escobilla para el pelo.

Antes de partir, le mostré las provisiones en la nevera y el aparador, más que suficientes para que se preparara al mediodía una dieta de pollo o unos fideos con mantequilla. Yo me encargaría de la cena, al volver. Si se sentía mal, debía llamarme de inmediato a la Unesco. Asentía sin decir nada, mirándolo todo con expresión ida, como si no acabara de comprender las cosas que le pasaban.

La llamé a comienzos de la tarde. Se sentía bien. El baño con espuma en mi bañera la había hecho feliz, porque hacía lo menos seis meses que sólo tomaba duchas en baños públicos, siempre a la carrera. En la tarde, al regresar, los encontré a ella y a Yilal absorbidos en una película de Laurel y Hardy que, doblada al francés, sonaba absurda. Pero ambos parecían divertirse y festejaban las payasadas del gordo y el flaco. Ella se había puesto uno de mis piyamas y, encima, la gran bata dentro de la cual parecía perdida. Estaba bien peinada, con la cara fresca y sonriente.

Yilal me preguntó en su pizarrón, señalando a la niña mala: «¿Te vas a casar con ella, tío Ricardo?».

– Ni muerto -le dije, poniendo cara de espanto-. Eso es lo que ella quisiera Hace años que trata de seducirme. Pero yo no le hago c?so.

«Hazle caso», me respondió Yilal, escribiendo de prisa en su pizarra. «Es simpática y será buena esposa.»

– ¿Qué has hecho para comprarte a esta criatura, guerrillera?

– Le he contado cosas de Japón y de África. Es buenísimo en geografía. Se sabe las capitales mejor que yo.

Los tres días que la niña mala permaneció en mi casa, antes de que Elena consiguiera sitio para ella en el Hospital Cochin, mi alojada y Yilal se hicieron íntimos. Jugaban a las damas, se reían y bromeaban como si fueran de la misma edad. Se divertían tanto juntos que, aunque para guardar las apariencias mantenían prendida la televisión, en realidad ni miraban la pantalla, concentrados en el Yan-Ken-Po, un juego de manos que yo no había vuelto a ver jugar desde mi niñez miraflorina: la piedra chanca la tijera, el papel envuelve a la piedra y la tijera corta el papel. A veces, ella empezaba a leerle a Yilal historias de Julio Verne, pero, después de unos cuantos renglones, se apartaba del texto y comenzaba a disparatar la historia hasta que Yilal le arrancaba el libro de las manos, sacudido por las carcajadas. Las tres noches cenamos donde los Gravoski. La niña mala ayudaba a Elena a cocinar y a lavar la vajilla. Y, mientras, conversaban y cambiaban bromas. Era como si los cuatro fuésemos dos parejas amigas de toda la vida.

La segunda noche, ella se empeñó en dormir en el sofá cama y en devolverme el dormitorio. Tuve que darle gusto, porque me amenazó con que, si no, se largaba de la casa. Esos dos primeros días estuvo bien de ánimo; por lo menos, así me lo parecía, al anochecer, cuando volvía de la Unesco y la encontraba jugando de tú a tú con Yilal. El tercer día, todavía oscuro, me desperté, seguro de haber oído a alguien llorando. Escuché y no había duda: era un llanto bajito, entrecortado, con paréntesis de silencio. Fui a la sala comedor y la encontré encogida en su cama, tapándose la boca, empapada de lágrimas. Temblaba de pies a cabeza. Le limpié la cara, le alisé los cabellos, le traje un vaso de agua.

– ¿Te sientes mal? ¿Quieres que despierte a Elena?

– Me voy a morir -dijo, muy quedo, lloriqueando-. Me contagiaron algo, allá en Lagos, que nadie sabe qué es. Dicen que no es el sida pero qué es, entonces. Ya casi no tengo fuerzas para nada. Ni para comer, ni para andar, ni para levantar un brazo. Así le pasaba a Juan Barreto, allá en Newmarket, ¿no te acuerdas? Y estoy todo el tiempo con una secreción abajo que parece pus. No es sólo el dolor. Es que, además, tengo tanto asco de mi cuerpo y de todo desde lo de Lagos.

Estuvo sollozando un buen rato, quejándose de frío, a pesar de lo abrigada que estaba. Yo le secaba los ojos, le daba a beber sorbitos de agua, abatido por una sensación de impotencia. ¿Qué darle, qué decirle, para sacarla de ese estado? Hasta que por fin sentí que se quedaba dormida. Regresé a mi dormitorio con el pecho encogido. Sí, estaba gravísima, acaso con el sida y a lo mejor terminaría como el pobre Juan Barreto.

Esa tarde, cuando regresé del trabajo, ella estaba preparada para ingresar al Hospital Cochin a la mañana siguiente. Había ido a traer sus cosas en un taxi y tenía una maleta y un maletín metidos en el clóset. La reñí. ¿Por qué no me había esperado para que la acompañara a recoger su equipaje? Sin más, me repuso que le daba vergüenza que yo viera el cuchitril donde había estado viviendo.

A la mañana siguiente, llevándose sólo el pequeño maletín, partió con Elena. Al despedirse, me murmuró al oído algo que me hizo feliz:

– Tú eres lo mejor que me ha pasado en la vida, niño bueno.

Los dos días que iba a durar el examen médico se alargaron a cuatro y en ninguno de ellos la pude ver. El hospital era muy estricto con el horario y cuando yo salía de la Unesco ya era tarde para las visitas. Tampoco pude hablar por teléfono con ella. En las noches, Elena me informaba lo que había logrado averiguar. Soportaba con entereza los exámenes, análisis, interrogatorios y pinchazos. Elena trabajaba en otro pabellón pero se arreglaba para pasar a verla un par de veces al día. Además, el profesor Bourrichon, un internista, una de las luminarias del hospital, había tomado su caso con interés. En las tardes, cuando alcanzaba a Yilal frente al aparato de televisión, encontraba en su pizarrón la pregunta: «¿Cuándo va a volver?».

El cuarto día en la noche, después de dar de cenar y acostar a Yilal, Elena volvió a mi casa a traerme noticias. Aunque todavía quedaba por conocer el resultado de un par de pruebas, esa tarde el profesor Bourrichon le había adelantado algunas conclusiones. El sida estaba descartado, de manera categórica. Padecía de desnutrición extrema y un estado de agudo abatimiento depresivo, de pérdida del impulso vital. Requería un tratamiento psicológico inmediato, que la ayudara a recobrar la «ilusión de vida»; sin ella todo programa de recuperación física sería ineficaz. Lo de la violación probablemente era cierto; tenía huellas de desgarros y cicatrices tanto en la vagina como en el recto, y una herida supurante, producto de un instrumento metálico o de madera -ella no lo recordaba- introducido por la fuerza, que le había rajado una de las paredes vaginales, muy cerca de la matriz. Resultaba sorprendente que esta lesión, mal cuidada, no le hubiera provocado una septicemia. Era necesaria una intervención quirúrgica para limpiar el absceso y suturar la herida. Pero lo más delicado de su cuadro clínico era el fuerte estrés que, a consecuencia de aquella experiencia de Lagos y de lo incierto de su situación actual, la tenía agobiada, insegura, inapetente y presa de ataques de terror. Los desmayos eran consecuencia de aquel trauma. Corazón, cerebro, estómago funcionaban con normalidad.