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– ¡Gana Yilal!

– Me gana siempre, no hay derecho -aplaudió la niña mala-. Este niñito es un campeón.

– A ver, a ver, quiero ser juez de este partido -dije yo, dejándome caer en una esquina de la cama y escrutando el tablero. Trataba de fingir la más absoluta naturalidad, como si nada extraordinario estuviera pasando, pero apenas podía respirar.

Inclinado sobre las fichas, Yilal observaba, estudiando el siguiente movimiento. Un instante, mi mirada y la de la niña mala se cruzaron. Ella sonrió y me guiñó un ojo.

– ¡Gana otra vez! -exclamó Yilal, aplaudiendo.

– Pues sí, mon vieux, ella no tiene dónde moverse. Ganaste. ¡Choca esos cinco!

Le estreché la mano y la niña mala le dio un beso.

– No volveré a jugar damas contigo, estoy harta de recibir estas palizas -dijo ella.

– Se me ha ocurrido un juego más divertido todavía, Yilal -improvisé yo-. ¿Por qué no les damos a Elena y Simón la sorpresa de la vida? Vamos a montarles un espectáculo del que tus padres se acordarán el resto de sus días. ¿Te gustaría?

El niño había adoptado una expresión cautelosa y esperaba inmóvil que yo continuara, sin comprometerse. Mientras yo desplegaba ante sus ojos ese plan que iba inventando a medida que se lo describía, me escuchaba, intrigado y algo intimidado, sin atreverse a rechazarlo; atraído y repelido a la vez por mi propuesta. Cuando terminé, estuvo quieto y mudo un buen rato todavía, mirando a la niña mala, mirándome a mí.

– ¿Qué te parece, Yilal? -insistí, siempre en francés-. ¿Les damos esa sorpresa a Simón y a Elena? Te aseguro que no se olvidarán el resto de sus vidas.

– Bueno -dijo la vocecita de Yilal, mientras su cabeza asentía-. Les damos esa sorpresa.

Lo hicimos tal como yo lo había improvisado, en medio de la emoción y el desconcierto en que me sumió oír a Yilal. Cuando Elena vino a recogerlo, la niña mala y yo le rogamos que, luego de cenar, volvieran, ella, Simón y el niño, porque teníamos un postre riquísimo que queríamos convidarles. Elena, un poco sorprendida, dijo que bueno, sólo un ratito, porque, si no, al día siguiente al dormilón de Yilal le costaba mucho despertar. Salí como alma que lleva el diablo a la esquina de la École Militaire, a la pastelería de los croissants, en l'avenue de la Bourdonnais. Por fortuna, estaba abierta. Compré una torta que tenía mucha crema, y, encima, unas fresas gordas y rojísimas. Con la excitación en que estábamos, apenas si probamos la dieta de verduras y pescado que yo compartía con la convaleciente.

Cuando Simón, Elena y Yilal -ya en zapatillas y bata- llegaron, teníamos listo el café y la torta partida en tajadas, esperándolos. De inmediato advertí por la expresión de Elena que maliciaba algo. Simón, en cambio, preocupado por un artículo de un científico y disidente ruso que había leído esa tarde, estaba en la luna y nos contaba, mientras la crema del empalagoso postre le ensuciaba la barba, que aquél había visitado no hacía mucho el Instituto Pasteur y que todos los investigadores y científicos habían quedado impresionados por su modestia y su valía intelectual. Entonces, de acuerdo al disparatado guión fraguado por mí, la niña mala preguntó, en españoclass="underline"

– ¿Cuántos idiomas creen ustedes que habla Yilal?

Advertí que, en el acto, Simón y Elena, inmóviles, abrían un poco los ojos, como diciendo: «¿Qué está pasando aquí?».

– Yo creo que dos -aseguré-. Francés y español. ¿Y ustedes, qué creen? ¿Cuántos idiomas habla Yilal, Elena? ¿Cuántos crees tú, Simón?

Los ojitos de Yilal iban de sus padres a mí, de mí a la niña mala y de nuevo a sus padres. Estaba muy serio.

– No habla ninguno -balbuceó Elena, mirándonos y evitando volver la cabeza hacia el niño-. Todavía no, por lo menos.

– Yo creo que… -dijo Simón y se calió, abrumado, rogando con la mirada que le indicáramos lo que debía decir.

– En realidad, qué importa lo que nosotros creamos -intervino la niña mala-. Sólo importa lo que diga Yilal. ¿Qué dices tú, Yilal? ¿Cuántos hablas?

– Habla francés -dijo la voz delgadita y chillona. Y, después de una brevísima pausa, cambiando de idioma-: Yilal habla español.

Elena y Simón se habían quedado mirándolo, enmudecidos. La torta que Simón tenía en la mano se deslizó del plato al suelo y aterrizó en su pantalón. El niño se echó a reír, llevándose una mano a la boca y, señalando la pierna de Simón, exclamó, en francés:

– Ensucias pantalón.

Elena se había puesto de pie y ahora, junto al niño, mirándolo con arrobo, le acariciaba los cabellos con una mano y le pasaba la otra por los labios, una y otra vez, como una beata acaricia la imagen de su santo patrono. Pero, de los dos, el más conmovido era Simón. Incapaz de decir nada, miraba a su hijo, a su mujer, a nosotros, alelado, como pidiendo que no lo despertáramos, que lo dejáramos soñar.

Yilal no dijo nada más esa noche. Sus padres se lo llevaron poco después y la niña mala, oficiando de dueña de casa, hizo un paquetito con la media torta que sobraba e insistió para que los Gravoski se lo quedaran. Yo le di la mano a Yilal al despedirnos:

– Nos salió muy bien, ¿no, Yilal? Te debo,a regalo, por lo bien que te has portado. ¿Otros seis soldaditos de plomo, para tu colección?

Él hizo movimientos afirmativos con la cabeza. Cuando cerramos la puerta tras ellos, la niña mala exclamó:

– En este momento, son la pareja más feliz de la tierra.

Mucho más tarde, cuando ya estaba cogiendo el sueño, vi una silueta que se deslizaba en la salita comedor y, silente, se acercaba a mi sofá cama. Me tomó de la mano:

– Ven, ven conmigo -me ordenó.

– No puedo ni debo -le dije yo, levantándome y siguiéndola-. El doctor Pineau me lo ha prohibido. Por dos meses al menos, no puedo tocarte ni menos hacerte el amor. Y no te tocaré, ni te haré el amor, hasta que estés sanita. ¿Entendido?

Nos habíamos metido ya a su cama y ella se acurrucó contra mí y apoyó su cabeza en mi hombro. Sentí su cuerpo que era sólo hueso y pellejo y sus pequeños pies helados frotándose contra mis piernas y un escalofrío me corrió de la cabeza a los talones.

– No quiero que me hagas el amor -susurró, besándome en el cuello-. Quiero que me abraces, que me des calor y que me quites el miedo que siento. Me estoy muriendo de terror.

Su cuerpecito, una forma llena de aristas, temblaba como una hoja. La abracé, le froté la espalda, los brazos, la cintura, y mucho rato estuve diciéndole cosas dulces al oído. Nunca dejaría que nadie volviera a hacerle daño, tenía que poner mucho de su parte para que se restableciera pronto y recuperase las fuerzas, las ganas de vivir y de ser feliz. Y para que se pusiera bonita de nuevo. Me escuchaba muda, soldada a mí, recorrida a intervalos por sobresaltos que la hacían gemir y retorcerse. Mucho después, sentí que se dormía. Pero a lo largo de toda la noche, en mi duermevela, la sentí estremecerse, quejarse, presa de esos recurrentes ataques de pánico. Cuando la veía así, tan desamparada, me venían a la cabeza imágenes de, lo sucedido en Lagos y sentía tristeza, cólera, feroces deseos de venganza contra sus victimarios.

La visita a la clínica de Petit Clamart, del doctor André Zilacxy, francés de ascendencia húngara, resultó un paseo campestre. Ese día salió un sol radiante que hacía brillar los altos álamos y plátanos de la floresta. La clínica estaba al fondo de un parque con estatuas desportilladas y un estanque con cisnes. Llegamos allí al mediodía y el doctor Zilacxy nos hizo pasar de inmediato a su despacho. El local era una antigua casa señorial del siglo XIX, de dos plantas, con escalinata de mármol y balcones enrejados, modernizada por dentro, a la que le habían añadido un pabellón nuevo, con grandes ventanales de vidrio, tal vez un solárium o un gimnasio con piscina. Por las ventanas del despacho del doctor Zilacxy se veía a lo lejos gentes que se movían bajo los árboles y, entre ellas, batines blancos de enfermeras o médicos. Zilacxy parecía también provenir del siglo XIX, con su barbita recortada en cuadrado, que enmarcaba un rostro enteco y una calva reluciente. Vestía de negro, con un chaleco gris, un cuello duro que parecía postizo, y, en lugar de corbata, una cinta doblada en cuatro a la que sujetaba un prendedor bermellón. Tenía un reloj de bolsillo, con leontina dorada.