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– He hablado con mi colega Bourrichon y he leído el informe del Hospital Cochin -dijo, entrando en materia de golpe, como si no pudiera permitirse perder el tiempo en banalidades-. Tienen ustedes suerte, la clínica está siempre llena y hay gente que espera mucho para ser admitida. Pero, como la señora es un caso especial pues viene recomendada por un viejo amigo, le podernos hacer un sitio.

Tenía una voz muy bien timbrada y unas maneras elegantes, algo teatrales, de moverse y de lucir las manos. Dijo que la «paciente» recibiría una alimentación especial, de acuerdo con una dietista, para que recobrara el peso perdido, y que un monitor personal dirigiría sus ejercicios físicos. Su médico de cabecera sería la doctora Roullin, especialista en traumas de la índole del que la señora había sido víctima. Podría recibir visitas dos veces por semana, entre las cinco y las siete de la noche. Además del tratamiento con la doctora Roullin, participaría en sesiones de terapia de grupo, que él dirigía. A menos que hubiera alguna objeción de su parte, la hipnosis podría ser empleada en el tratamiento, bajo su control. Y que -hizo una pausa para que supiéramos que venía una aclaración importante- si la paciente, en cualquier instancia del tratamiento, se sentía «decepcionada», podría interrumpirlo de inmediato.

– No nos ha ocurrido jamás -añadió, haciendo chasquear la lengua-. Pero la posibilidad está ahí, por si alguna vez sucede.

Dijo que, luego de charlar con el profesor Bourrichon, ambos habían coincidido en que la paciente debería permanecer en la clínica, en principio, un mínimo de cuatro semanas. Luego, se vería si era aconsejable prolongar su permanencia o podía continuar su recuperación en casa.

Respondió a todas las preguntas de Elena y mías -la niña mala no abrió la boca, se limitaba a escuchar como si la cosa no fuese con ella- sobre el funcionamiento de la clínica, sus colaboradores y, luego de una broma sobre Lacan y sus fantasiosas combinaciones de estructuralismo y Freud que, apuntó sonriendo para tranquilizarnos, «no ofrecemos en nuestro menú», hizo que una enfermera llevara a la niña mala al despacho de la doctora Roullin, La estaba esperando, para conversar con ella y mostrarle el establecimiento.

Cuando nos quedamos solos con el doctor Zilacxy, Elena abordó con precaución el delicado asunto de cuánto costaría el mes de tratamiento. Y se apresuró a precisar que «la señora» no tenía ningún seguro ni un patrimonio personal y que asumiría el costo de la cura el amigo que estaba aquí presente.

– Cien mil francos, aproximadamente, sin contar los medicamentos que, bueno, difícil saberlo de antemano, deberían significar un veinte o treinta por ciento más, en el peor de los casos -hizo una pequeña pausa y tosió antes de añadir-: Se trata de un precio especial, dado que la señora viene recomendada por el profesor Bourrichon.

Miró su reloj, se puso de pie y nos indicó que, si nos decidíamos, pasáramos por la administración a rellenar los formularios.

Tres cuartos de hora después apareció la niña mala. Estaba contenta de su conversación con la doctora Roullin, que le había parecido muy juiciosa y amable, y con la visita a la clínica. El cuartito que ocuparía era pequeño, cómodo, muy bonito, con vistas sobre el parque, y todas las instalaciones, el comedor, el salón de gimnasia, la piscina temperada, el pequeño auditorio donde se impartían las charlas y se pasaban documentales y películas, eran modernísimos. Sin discutirlo más, fuimos a la administración. Firmé un documento por el cual me comprometía a asumir todos los gastos y entregué un cheque de diez mil francos como depósito. La niña mala alcanzó un pasaporte francés a la administradora y ésta, una mujer muy delgadita, con moño y una mirada inquisidora, le pidió más bien su carné de identidad. Elena y yo nos mirábamos inquietos, esperando una catástrofe.

– No lo tengo todavía -dijo la niña mala, con absoluta naturalidad-. He vivido muchos años en el extranjero y acabo de volver a Francia. Ya sé que debo sacarlo. Lo haré cuanto antes.

La administradora apuntó los datos del pasaporte en una libreta y se lo devolvió.

– Se interna mañana -nos despidió-. Llegue antes del mediodía, por favor.

Aprovechando el precioso día, algo frío pero dorado y con un cielo limpísimo, dimos una larga caminata por la floresta del Petit Clamart, sintiendo crujir bajo nuestros pies las hojas muertas del otoño. Almorzamos en un pequeño bistrot a la orilla del bosque, donde una chimenea chisporroteante calentaba el local y enrojecía las caras de los parroquianos. Elena tenía que ir a trabajar, de manera que nos dejó en las puertas de París, en la primera estación de metro que encontramos. En todo el viaje hasta la École Militaire, ella estuvo callada, con su mano en la mía. A ratos la sentía estremecerse. En la casita de Joseph Granier, apenas entramos, la niña mala me hizo sentar en el sillón de la sala y se dejó caer en mis rodillas. Tenía la nariz y las orejas heladas y temblaba de tal manera que no podía articular palabra. Le entrechocaban los dientes.

– La clínica te va a hacer bien -le dije yo, acariciándole el cuello, los hombros, calentándole con mi aliento las orejitas heladas-. Te van a cuidar, te van a engordar, te van a quitar estos ataques de miedo. Te van a poner bonita y podrás convertirte otra vez en el diablito que has sido siempre. Y, si la clínica no te gusta, te vienes aquí, al instante. En el momento que tú digas. No es una cárcel, sino un lugar de reposo.

Apretada a mí no respondía nada, pero tembló mucho rato antes de calmarse. Entonces, preparé una taza de té con limón para los dos. Conversamos, mientras ella iba alistando su maleta para la clínica. Le alcancé un sobre donde había puesto mil francos en billetes para que se llevara consigo.

– No es un regalo, sino un préstamo -le bromeé-. Me lo pagarás cuando seas rica. Te cobraré intereses altos.

– ¿Cuánto te va a costar todo esto? -me preguntó, sin mirarme.

– Menos de lo que yo pensaba. Unos cien mil francos. ¿Qué me importan cien mil francos si puedo verte bonita de nuevo? Lo hago por puro interés, chilenita.

No dijo nada un buen rato y siguió haciendo su maleta, enfurruñada.

– ¿Tan fea me he puesto? -dijo, de pronto.

– Horrible -le dije yo-. Perdóname, pero te has convertido en un verdadero espanto de mujer.

– Mentira -me dijo, lanzándome de media vuelta una sandalia que se estrelló contra mi pecho-. No debo estar tan fea cuando ayer, en la cama, tuviste el pajarito parado toda la noche. Estuviste aguantándote las ganas de hacerme el amor, santurrón.

Se echó a reír y a partir de ese momento estuvo de mejor ánimo. Apenas terminó de hacer su maleta vino otra vez a sentarse en mis rodillas, a que la abrazara y le hiciera unos masajes suavecitos en la espalda y en los brazos. Allí estaba todavía, profundamente dormida, cuando, a eso de las seis, entró Yilal a ver su programa de televisión. Desde la noche de la sorpresa a sus padres, se soltaba a hablar con ellos y con nosotros, pero sólo por momentos, porque el esfuerzo lo dejaba muy cansado. Y, entonces, volvía a la pizarra, que seguía llevando colgada del cuello, junto a un par de tizas en una bolsita. Esa noche no le oímos la voz hasta que se despidió, en español, con un: «Buenas noches, amigos».