Después de cenar, fuimos a tomar café donde los Gravoski y ellos le prometieron que irían a visitarla a la clínica y le pidieron que los llamara si necesitaba cualquier cosa mientras yo estuviera en Finlandia. Cuando regresamos a la casa, no me dejó estirar el sofá cama:
– ¿Por qué no quieres dormir conmigo?
La abracé y la apreté contra mi cuerpo.
– Sabes muy bien por qué. Es un martirio tenerte desnuda a mi lado, deseándote como te deseo, y no poder tocarte.
– Tú no tienes remedio -dijo ella, indignada, como si la hubiera insultado-. Si tú fueras Fukuda, me harías el amor toda la noche, sin importarte un pito que me desangrara o me muriera.
– Yo no soy Fukuda. ¿Tampoco te has dado cuenta, todavía?
– Claro que me doy -repitió ella, echándome los brazos al cuello-. Y, por eso, esta noche vas a dormir conmigo. Porque nada me gusta tanto como martirizarte. ¿No te habías dado cuenta?
– Hélas, sí -le dije yo, besándola en los cabellos-. Me he dado cuenta de sobra, hace una punta de años, y lo peor es que no escarmiento. Hasta parecería que me gusta. Somos la pareja perfecta: la sádica y el masoquista.
Dormimos juntos y cuando ella intentó acariciarme yo le cogí las manos y se las aparté.
– Hasta que estés completamente restablecida, castos como dos angelitos.
– Es verdad, eres un vrai con. Abrázame fuerte para que se me quite el miedo, por lo menos.
A la mañana siguiente fuimos a tomar el tren a la estación Saint Lazare y todo el viaje hasta Petit Clamart ella estuvo muda y cabizbaja. Nos despedimos en la puerta de la clínica. Se me prendió como si no nos fuéramos a ver nunca más y me mojó la cara con sus lágrimas.
– A este paso, en cualquier momento terminarás enamorándote de mí.
– Te apuesto lo que quieras a que nunca, Ricardito.
Partí a Helsinki esa misma tarde y las dos semanas que estuve allí, trabajando, hablé ruso sin parar todos los días, mañana y tarde. Se trataba de una conferencia tripartita, con delegados de Europa, Estados Unidos y Rusia, para trazar una política de ayuda y cooperación de los países occidentales a lo que iba quedando de las ruinas de la Unión Soviética. Había comisiones que trataban de economía, de instituciones, de política social, de cultura y deportes, y, en todas ellas, los delegados rusos se expresaban con una libertad y espontaneidad inconcebibles hacía muy poco tiempo en esos monótonos robots que eran los apparatchik que mandaban a las conferencias internacionales los gobiernos de Brezhnev e, incluso, el de Gorbachov. Las cosas estaban cambiando allá, era evidente. Tuve ganas de volver a Moscú y a la rebautizada San Petersburgo, donde no había estado desde hacía algunos años.
Los intérpretes teníamos mucho trabajo y no nos quedaba casi tiempo para pasear. Era mi segundo viaje a Helsinki. El primero había sido en primavera, cuando era posible andar por las calles y salir al campo a ver los bosques de abetos salpicados de lagos y las lindas aldeas de casas de madera de ese país donde todo era bello: la arquitectura, la naturaleza, la gente y, en especial, los viejos. Ahora, en cambio, con la nieve y la temperatura de veinte grados bajo cero, prefería, en las horas libres, quedarme en el hotel leyendo o practicando los misteriosos rituales de la sauna, que me producían un delicioso efecto anestésico.
A los diez días de estar en Helsinki recibí una carta de la niña mala. Estaba bien instalada en la clínica de Petit Clamart a la que se adaptaba sin dificultad. No le daban dieta sino sobrealimentación, pero, como tenía que hacer bastante ejercicio en el gimnasio -y, además, nadaba, ayudada por un profesor, porque ella nunca había aprendido a nadar, sólo a flotar y a moverse en el agua como un perrito-, eso le abría el apetito. Había asistido ya a dos sesiones con la doctora Roullin, que era bastante inteligente y la llevaba muy bien. No había tenido casi ocasión de charlar con los otros pacientes; sólo cambiaba saludos con algunos a la hora de las comidas. La única paciente con la que había conversado dos o tres veces era una chica alemana, anoréxica, muy tímida y asustadiza, pero buena gente. De la sesión de hipnosis con el doctor Zilacxy sólo recordaba que, al despertar, se sintió muy serena y descansada. Me decía, también, que me extrañaba y que no hiciera «muchas porquerías en esas saunas finlandesas que, como todo el mundo sabe, son unos grandes centros de degeneración sexual».
Cuando regresé a París, luego de las dos semanas, la agencia del señor Chames me consiguió casi de inmediato otro contrato de cinco días, en Alejandría. Apenas estuve un día en Francia, de modo que no pude ir a visitar a la niña mala. Pero hablamos por teléfono, al atardecer. La encontré de buen ánimo, contenta sobre todo con la doctora Roullin, que, me dijo, le estaba haciendo «un bien enorme», y divertida con la terapia de grupo que dirigía el profesor Zilacxy, «algo así como las confesiones de los curas, pero en grupo, y con sermones del doctor». ¿Qué quería que le trajera de Egipto? «Un camello.» Añadió, en serio: «Ya sé qué: uno de esos vestidos de baile con la barriga al aire de las bailarinas árabes». ¿Pensaba gratificarme, cuando saliera de la clínica, con un espectáculo de danza del vientre para mí sólito? «Cuando salga te voy a hacer unas cosas que ni sabes que existen, santito.» Cuando le dije que la echaba mucho de menos, me repuso: «Yo también, creo». Estaba mejorando, sin duda.
Esa noche cené donde los Gravoski y le llevé a Yilal una docena de soldaditos de plomo que le había comprado en una tienda de Helsinki. Elena y Simón no cabían en sí de felicidad. Aunque e! niño, a veces, se sumía en el mutismo y no renunciaba a su pizarrón, cada día se soltaba un poco más, no sólo con ellos, también en el colegio, donde los compañeros, que antes lo apodaban «el Mudo» le decían ahora «Cotorrita». Era cuestión de paciencia; pronto seria totalmente normal. Los Gravoski habían ido a visitar a la niña mala un par de veces y la encontraron perfectamente aclimatada en la clínica. Elena había hablado una vez por teléfono con el profesor Zilacxy y éste le leyó unas líneas en que la doctora Roullin le daba un informe muy positivo sobre los progresos de la enferma. Había subido de peso y tenía cada día más control sobre sus nervios.
A la tarde siguiente partí a El Cairo, donde, luego de cinco pesadas horas de vuelo, tuve que tomar otro avión, de una línea egipcia, para Alejandría. Llegué rendido. Apenas instalado en mi pequeño cuarto de un hotelito misérrimo llamado The Nile -era mi culpa, yo había elegido el más barato que nos ofrecían a los intérpretes-, sin ánimos para desempacar, caí dormido cerca de ocho horas seguidas, algo que me ocurría muy rara vez.
Al día siguiente, que tenía libre, di una vuelta por la antigua ciudad fundada por Alejandro y visité su museo de antigüedades romanas, las ruinas de su anfiteatro y di un largo paseo por la bellísima avenida costera, salpicada de cafés, restaurantes, hoteles y tiendas para turistas, donde hormigueaba una multitud rumorosa y cosmopolita. Sentado en una de esas terrazas que me hacían pensar en el poeta Kavafis -su casa, en el desaparecido y ahora arabizado barrio griego, no se podía visitar, un cartelito en inglés indicaba que estaba siendo rehabilitada por el consulado de Grecia-, escribí una larga carta a la enferma, diciéndole cuánto me alegraba saber que estaba contenta en la clínica de Petit Clamart y ofreciéndole, si se portaba bien y salía totalmente restablecida de la clínica, llevarla una semana a alguna playa del sur de España para que se tostara al sol. ¿Le gustaría tener una luna de miel con este pichiruchi?
En la tarde, me dediqué a revisar toda la documentación sobre la conferencia que comenzaba al día siguiente. Versaba sobre cooperación y desarrollo económico de todos los países de la cuenca del Mediterráneo: Francia, España, Grecia, Italia, Turquía, Chipre, Egipto, Líbano, Argelia, Marruecos, Libia y Siria. Israel había sido excluido. Fueron cinco días agotadores, sin tiempo para nada, inmerso en ponencias y debates confusos y aburridos, que, pese a producir montañas de papel impreso, me pareció que no servirían para nada práctico. Uno de los intérpretes árabes de la conferencia, natural de Alejandría, me ayudó, el último día, a conseguir el encargo de la niña mala: un vestido de danzarina árabe, lleno de velos y pedrerías. Me la imaginé con él puesto, cimbreándose como una palmera sobre la arena del desierto, bajo la luna, al compás de chirimías, flautas, crótalos, tamborines, mandolinas, címbalos y demás instrumentos musicales árabes, y la deseé.